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Thomas Cromwell palideció y el resto de los consejeros se regocijaron interiormente. Pero el primer ministro todavía guardaba un as en la manga:

– Vos también la visteis, señor -dijo volviéndose al almirante jefe de la armada-. ¿Por qué no dijisteis a su majestad que la dama no se parecía a la del retrato? Yo me comuniqué con su hermano por escrito pero vos la visteis en persona.

– Describir a la reina no era mi misión -se defendió el almirante-. Además, cuando la conocf su majestad ya había dado palabra de matrimonio. No es tan bella como Holbein la pintó, pero parece agradable y bondadosa.

– ¡El almirante tiene razón! -rugió el rey-. Tu obligación era conocer hasta el último detalle de esa mujer, incluido su aspecto físico. ¡Se nota que no eres tú quien debe casarse y acostarse con ella! ¡No me gusta! ¡No me gusta!

– Pero ese matrimonio os conviene, alteza -insistió el primer ministro-. Así contrarrestáis la alianza entre Francia y el Sacro Imperio Romano.

– Ya que su majestad está tan contrariado, quizá podríamos anular la boda -propuso el duque de Norfolk.

– De ninguna manera -replicó Cromwell con firmeza-. No hay ningún motivo para enviar a la princesa de vuelta a Cleves. No ha dado palabra de matrimonio a ningún otro hombre, no hay problemas de consanguinidad y tampoco es luterana. De hecho, la iglesia de su país cede su autoridad al Estado, como la nuestra.

– Me habéis engañado -refunfuñó el rey-. Si hubiera sabido cómo era no me habría comprometido con ella. ¡Estoy atrapado! -rugió descargando un puñetazo sobre la mesa y dirigiendo una mirada furiosa a su primer ministro. El resto de los consejeros se sonrieron al pensar que los días de Thomas Cromwell estaban contados. ¡Finalmente el hijo del carnicero había cometido un error que podía costarle la vida!

– ¿Qué día deseáis que la reina sea coronada, majestad? -preguntó Cromwell poniéndose en pie sin perder un ápice de su aplomo-. ¿Os parece bien el día de la Candelaria, como habíamos dicho?

– Ya veremos si esa mujer será la próxima reina de Inglaterra -respondió el rey con gesto ceñudo.

– Majestad, lady Ana no tardará en llegar a Londres -insistió Thomas Cromwell.

Sin dignarse a contestarle, Enrique Tudor dio media vuelta y salió de la habitación cerrando la puerta de un formidable portazo.

– Buena la habéis hecho, Crum -dijo el duque de Norfolk.

– He sido más fiel al rey que vos, sir Thomas -replicó Cromwell-. Además, todavía no estoy acabado.

El rey partió hacia Greenwich acompañado de un numeroso séquito. Debía encontrarse con la princesa Ana y escoltarla hasta Shooter's Hill, cerca de Black-heath, y luego hasta Londres. Enrique Tudor recorrió el Támesis en falúa acompañado de enormes barcas decoradas con vistosas cintas de seda que se movían agitadas por el viento. El alcalde de Londres y sus concejales viajaban en una falúa que seguía a la del rey.

La princesa Ana abandonó Dartford, donde se había retirado a descansar durante unos días, y salió al encuentro de su futuro esposo con un centenar escaso de personas, ya que la mayoría de los que le habían acompañado en la primera etapa de su viaje habían regresado a Cleves. Sólo dos de sus damas de honor hablaban inglés: Helga von Grafsteen, la hermana mayor de Hans, de trece años, y su prima María de Hesseldorf, un año menor. Todas las damas de honor inglesas excepto las hermanas Basset se apresuraron a darles la bienvenida y a afrecerles su amistad. Ante el regocijo de Cat Howard, ambas aprendieron enseguida a tocar el laúd. La pobre Cat se alegraba de que alguien hubiera aprovechado sus lecciones de música.

– ¡No tiene oído! -se lamentó un día refiriéndose a la princesa Ana y sacudiendo sus rizos oscuros-. El rey se pondrá furioso cuando vea que a pesar de sus esfuerzos no progresa.

– Sin embargo, el baile se le da muy bien y su inglés ha mejorado mucho -la defendió Nyssa-. Yo creo que su majestad estará muy orgulloso de ella.

– ¡Pone tanto empeño en todo cuanto hace! -exclamó Kate Carey-. ¿Qué importa si no es tan hermosa como la dama del retrato?

– ¡No seas mojigata, Kate! -replicó la descarada Cat Howard-. ¿Cuándo te darás cuenta de que la mayoría de los hombres sólo se fijan en el aspecto de una mujer?

– No todos -repuso Nyssa.

– No debes preocuparte, pequeña -respondió Cat-. Tú eres la más bonita de todas nosotras. ¿Te pareces a tu madre?

– Dicen que tengo sus ojos.

– He oído que el rey estuvo loco por ella.

– Entonces sabes más que yo -se apresuró a replicar Nyssa-. Cuando eso ocurrió yo sólo tenía dos años y no vivía en palacio. No es extraño que no recuerde nada -añadió dando por concluida la conversación.

La presentación oficial de Ana de Cleves en Londres iba a ser un acontecimiento de gran importancia y las damas habían traído consigo sus mejores galas para lucirlas en esa ocasión. Nyssa había escogido un vestido de terciopelo de color borgoña adornado con brocado dorado en la falda y piel de marta en el dobladillo y las mangas de la capa a juego. Decidió no ponerse la caperuza y lucir su larga melena castaña y completar el conjunto con unos sencillos guantes de amazona. El resto de las damas también se habían engalanado con sus mejores vestidos recordando la ocasión en que la reina Jane había enviado a Ana Basset de vuelta a su habitación por llevar un corpino con pocas perlas bordadas en él. Jane Seymour solía decir que una dama de honor nunca debe olvidar que sirve a una reina y debe vestirse en consecuencia.

La princesa de Cleves fue escoltada en su descenso de Shooter's Hill hasta la carpa dorada que había sido levantada en la explanada y alrededor de la que se erigían algunos pabellones más pequeños. A mediodía lady Ana llegó al pie de la colina y fue recibida por su chambelán, su secretario, su confesor y el resto de su servicio. El doctor Kaye pronunció su discurso en latín y presentó formalmente a la princesa a los allí presentes. Cuando hubo terminado, el embajador de Cleves agradeció las palabras del clérigo.

A continuación fueron presentadas las damas encargadas de servir a la reina. Todas ellas se situaron frente a lady Ana al oír su nombre y le hicieron una reveren cia. Las damas de honor fueron las últimas y arrancaron una cálida sonrisa a la princesa, quien agradecía de corazón sus esfuerzos por ayudarla a aclimatarse a su nuevo país. Hacía mucho frío y Ana de Cleves suspiró aliviada cuando la ceremonia finalizó y pudo retirarse a su pabellón privado donde había sido encendido el fuego y pudo calentarse junto a sus damas de honor, que estaban tan ateridas como ella.

– Está muy frío, ¿verdad? -preguntó a Nyssa con su marcado acento alemán.

– Se dice «hace mucho frío», majestad -corrigió Nyssa con una sonrisa.

– Ja, lady Nyssa -asintió la princesa-. Hace mucho frío está mejor, ja?

– Sí, señora -sonrió Nyssa.

– Que alguien traiga una silla para la princesa -ordenó Cat Howard.

Ana de Cleves se sentó junto al fuego y extendió las manos mientras emitía un sentido suspiro.

– ¡Hans! -llamó-. ¿Dónde estás?

– Estoy aquí, señora -respondió el muchacho acudiendo a su llamada y haciéndole una reverencia.

– Quédate a mi lado -pidió la princesa-. Lady Nyssa hace lo que puede pero su alemán todavía deja bastante que desear. Dime: ¿dónde está el rey Enrique?

– Ha salido de Greenwich esta mañana y se dirige hacia aquí.

El joven vizconde de Wyndham llegó junto a su hermana y le susurró algo al oído:

– Veo que te llevas bien con la princesa. Lástima que no sea tan bella como la dama del retrato. ¡Dicen que el rey está furioso!

– Peor para él -replicó Nyssa-. Lady Ana es una dama encantadora y podría ser una buena reina, pero su majestad parece olvidar que está a punto de cumplir cincuenta años y tampoco es un Apolo precisamente.