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Si le diera una oportunidad no tardaría en comprobar que esta mujer sería una excelente esposa y madre.

– Te aconsejo que no hagas esos comentarios delante de otras personas -dijo su hermano-. Podrían acusarte de traición, pero el rey te encuentra tan bonita que no creo que te cortara la cabeza -añadió con una sonrisa traviesa-. Te mandaría de vuelta a casa y entonces, ¿quién querría casarse con vos, lady Nyssa?

– Sabes que yo sólo me casaré por amor, Philip.

– En cambio yo soy demasiado joven para pensar en el amor y doy gracias a Dios por ello -replicó su hermano-. Tom Culpeper, el primo de Catherine Ho-ward, está loco por ella. Cuando el rey estaba escogiendo las telas para su traje de boda ofreció a Culpeper un retal de terciopelo y él pidió otro igual para su prima. Con él se hizo el vestido que luce hoy. El muy tonto no tiene nada y podría haberse guardado la tela para otro traje pero prefirió regalársela a Cat Howard.

– Pues a mí me parece muy romántico -repuso Nyssa volviéndose cuando la princesa llamó a su hermano menor. Giles se apresuró a aparecer con la copa de vino que lady Ana había pedido-. La reina le adora.

– Así es -asintió Philip-. Parece que el pequeño cabeza de nabo está teniendo mucho éxito en la corte.

Ambos hermanos observaron divertidos cómo la reina Ana pellizcaba cariñosamente las mejillas sonrosadas del pequeño. Giles era el único de sus pajes que era rubio y tenía los ojos azules y era evidente que la princesa sentía predilección por él. Aunque saltaba a la vista que tantas atenciones le incomodaban, era demasiado inteligente para poner mala cara a su señora.

– ¡Señora, por favor! -susurró Giles, debatiéndose.

– ¡No puedo evitarlo! -rió lady Ana-. ¡Parece un querubín! -añadió dirigiéndose a Hans.

Hans tradujo las palabras de la reina y las damas de honor estallaron en carcajadas mientras Giles se ruborizaba hasta la raíz del cabello. Cat Howard le tiró un beso y la bella Elizabeth Fitzgerald le guiñó un ojo. Afortunadamente, en ese momento el doctor Kaye entró en el pabellón anunciando que el rey estaba a punto de llegar.

– Debéis cambiaros de ropa, majestad -dijo lady Browne-. Y vosotras, ¿qué hacéis ahí paradas? -espetó a las jóvenes damas-. ¡Traed el vestido y las joyas de la princesa!

El vestido que lady Ana debía lucir para recibir al rey había sido confeccionado en tafetán de color rojo y encaje dorado y, a pesar de que seguía los patrones de moda alemanes, resultaba muy elegante. Sus damas le frotaron los brazos, el pecho y la espalda con agua caliente en la que habían disuelto unas gotas de esencia de rosas. Sabedoras de lo escrupuloso que era el rey, no deseaban que se disgustara al comprobar que el olor corporal de la princesa era algo más fuerte de lo habitual. Cuando estuvo vestida, Nyssa trajo unos pendientes y una gargantilla de rubíes y diamantes y el resto de las damas le recogieron el cabello en una redecilla dorada y le pusieron una caperuza de terciopelo bordada con perlas.

– El rey ya está aquí, señora -anunció Kate Carey.

La princesa fue acompañada al exterior y guiñó los ojos al recibir la luz del sol. La ayudaron a montar en un caballo palafrén blanco como la nieve cubierto con terciopelo dorado y una silla de cuero blanco. Las monturas de sus lacayos estaban adornadas con un león negro, emblema del escudo de Cleves, y Hans von Grafsteen abría la marcha portando un estandarte.

Ana salió al encuentro del rey Enrique, quien había detenido su marcha y la saludó quitándose el sombrero y esbozando una amplia sonrisa. Por un momento, Ana de Cleves le vio como lo que había sido una vez: el príncipe más elegante y atractivo de toda la cristiandad. Le devolvió la sonrisa mientras Hans le traducía las frases de bienvenida del monarca. Complacida, comprobó que había entendido algunas de sus palabras.

– Hans, saludaré a su majestad en inglés y luego traducirás mis palabras de agradecimiento.

– Sí, señora.

– Agradesco a su maguestad su caluroso resibi-miento -chapurreó Ana-. Prometo estar una buena esposa y madre.

Sorprendido, el rey enarcó una ceja al oír el discurso de su futura esposa.

– Creía que esta mujer sólo hablaba alemán.

– Su alteza está aprendiendo inglés -explicó Hans-. Lady Nyssa Wyndham y las otras damas le están enseñando y su majestad está haciendo grandes progresos.

– ¿Ah, sí? -replicó el rey con sequedad. Recordando de repente que no estaban solos y que cientos de personas estaban pendientes de sus movimientos, se inclinó y abrazó a la princesa.

Ambos sonrieron y saludaron a sus subditos antes de retirarse a otro de los pabellones precedidos por los trompeteros y seguidos por los consejeros del rey, el arzobispo y numerosos nobles ingleses y alemanes.

– Un caballo percherón -refunfuñó el rey-. Voy a casarme con un caballo percherón.

La pareja real bebió una copa de vino y montó en un coche de caballos dorado que debía llevarles hasta Greenwich. Al lado de Ana se sentó lady Lowe, el ama de cría de la princesa y la supervisora de las damas que la habían acompañado en su viaje de Cleves a Inglaterra. También viajaba con ellas la condesa de Overstein, la esposa del embajador y les seguían los carruajes descubiertos que transportaban a las damas de la reina y al resto de personas a su servicio. Cerraba la marcha una carroza, regalo del rey Enrique, tirada por dos magníficos caballos bayos, decorada con terciopelo color carmesí y oro y conducida por los lacayos de la princesa, vestidos de negro y plata.

Los ciudadanos de Londres salieron a la calle a recibirles y el río Támesis se llenó de embarcaciones en las que se amontonaban los curiosos deseosos de aclamar a la nueva reina. Los entusiastas subditos engalanaron sus casas con colgaduras con los escudos de Inglaterra y Cleves mientras coros de niños entonaban cantos de alabanza a la corona y de bienvenida a la princesa Ana.

Cuando la carroza de la princesa entró en el patio del palacio de Greenwich fue recibida con una salva de disparos. El rey besó a su prometida y pronunció un breve discurso de bienvenida mientras la guardia real formaba y presentaba armas cuando la real pareja entró en el.palacio. Enrique Tudor condujo a lady Ana a sus habitaciones privadas y le aconsejó que descansara antes del banquete que debía celebrarse aquella noche.

Aunque la princesa Ana mantenía la serenidad, se sentía emocionada por el caluroso recibimiento dispensado por el pueblo de Londres.

– Son una gente estupenda, ¿no te parece Hans?

– preguntó por cuarta vez-. Sin embargo, el rey sigue disgustado conmigo; lo sé a pesar de que hace todo lo posible por disimular en mi presencia.

– ¿Cómo podéis estar tan segura,, señora?

– Nunca he estado enamorada pero sé que cuando un hombre ama a una mujer no rehuye su mirada

– respondió Ana de Cleves esbozando una sonrisa triste-. Ese Holbein ha engañado a todo el mundo y el rey está enamorado del retrato de una dama que en nada se parece a mí. Se casa conmigo sólo por razones políticas: si no fuera porque se muere de ganas de fastidiar al rey de Francia y al emperador de Roma no dudaría en enviarme de vuelta a Cleves.

Si Enrique Tudor hubiera podido leer los pensamientos de su perspicaz prometida se habría quedado de piedra, pero estaba demasiado ocupado lamentándose y buscando la manera de librarse de la princesa. La muchacha no era como él esperaba y no la veía con los buenos ojos de aquellos que trataban de consolarle y dorarle la pildora. En cuanto a él, se tenía por un hombre joven, atractivo y jovial y deseaba una novia con las mismas cualidades.

Por esta razón, después del banquete celebrado en honor de la princesa Ana aquella misma noche corrió en busca de su primer ministro.

– Lady Ana es una dama de reputación y pasado intachables -suspiró Cromwell negando con la cabeza-. Y el pueblo la quiere. Me temo que no hay nada que hacer.

– Entonces, ¿los abogados no han dado con una solución?