Выбрать главу

Thomas Cromwell volvió a negar con la cabeza. Sabía que su vida corría peligro y empezaba a preocuparse. Mientras un escalofrío recorría su espalda recordó a su predecesor, el cardenal Wolsey, a quien el rey había culpado por no conseguir la colaboración de la reina Catalina de Aragón en el asunto de su divorcio. Si no hubiera muerto de camino a Londres habría sido ejecutado por el mismísimo Enrique Tudor.

El cardenal había tratado de aplacar la ira del rey ofreciéndole el palacio de Hampton Court, pero ni siquiera un regalo tan valioso había bastado para hacerse perdonar. Los ojos de Enrique Tudor brillaban con la misma intensidad que lo habían hecho entonces y, por primera vez en su vida, el primer ministro, que se sabía el causante del enojo de su monarca, no sabía qué hacer. La capacidad del rey de inventar las más refinadas formas de vengarse de sus enemigos era de sobras conocida, por lo que Cromwell se dijo que, si había llegado su hora, prefería una muerte rápida y sencilla.

Enrique Tudor despidió a sus consejeros con brusquedad y se retiró a sus habitaciones. Se sirvió una copa de vino, se desplomó en un sillón y reflexionó mientras bebía.

– Parecéis un león con una espina clavada en la pata, Hal -dijo Will Somers, su bufón, arrodillándose junto a él. Margot, la mónita de cara arrugada que siempre le acompañaba, se acurrucó entre sus brazos. Era muy vieja, empezaba a perder pelo y el poco que conservaba estaba salpicado de hebras grises. Emitió un suave gruñido y miró a su amo en busca de unas palabras amables.

– Aparta a ese animal repugnante de mi vista -refunfuñó Enrique Tudor.

– A la pobrecilla sólo le quedan unos pocos dientes -repuso Will acariciando el lomo de su mascota.

– Aunque no le quedara más que uno, se las arreglaría para morderme una mano. Me siento tan desgraciado, Will -suspiró, apesadumbrado-. Me han engañado.

– Es cierto que la princesa no se parece en nada a la joven del retrato -contestó Will, que sabía que era inútil discutir con el monarca cuando éste se disgustaba-. Sin embargo, parece una mujer digna y bondadosa.

– Si pudiera encontrar la forma de librarme de ella… -murmuró el rey-. ¡Es igual que una yegua deFlandes!

– En efecto. Lady Ana es una mujer alta, pero estoy seguro de que os gustará mirarla directamente a los ojos; es ancha pero no está gruesa. Con vuestro permiso, majestad, los años también han pasado por vos y ya no sois el apuesto príncipe que cautivaba a las mujeres hace algunos años. Deberíais sentiros satisfecho por tener como prometida a una mujer como lady Ana.

– Si pudiera mandarla de vuelta a Cleves… -dijo el rey haciendo caso omiso de las palabras de su bufón.

– Un acto tan indigno no sería propio de vos, Hal. Tenéis fama de ser el caballero más galante de toda Europa y no quisiera tener que avergonzarme de serviros. La pobre princesa está lejos de su hogar, en una tierra extraña, y se siente muy sola. Si la enviáis de vuelta a su país, ¿quién la tomará como esposa después de haber sido repudiada por vos? Será una gran humillación para ella y su hermano, el duque Guillermo, os declarará la guerra. Francia y el Imperio no desaprovecharán una oportunidad tan magnífica de humillar a Inglaterra y a su monarca.

– ¡Ay, Will! -suspiró Enrique Tudor-. Eres el único hombre de esta corte que habla con sensatez y sinceridad. Si no fuera porque no puedo vivir sin tu compañía, te habría enviado a Cleves para que vieras a mi prometida. Ayúdame a acostarme y quédate un rato conmigo -añadió poniéndose en pie-. Me apetece hablar de los buenos tiempos, cuando todos éramos más felices. ¿Recuerdas a Blaze Wyndham?

– Naturalmente -respondió el bufón mientras dejaba que Enrique Tudor se apoyara en él mientras avanzaba trabajosamente hacia la cama. Él y su mónita se sentaron a los pies del lecho-. Una mujer buena y sencilla como pocas.

– Su hija está aquí, en palacio, como dama de honor de la princesa. Pero lady Nyssa no se parece en nada a su madre, quien me pidió que la trajera aquí. La joven es rebelde y franca como una rosa inglesa.

– ¿De cuál de las seis damas habláis, majestad? -inquirió Will-. Conozco a Kate Carey, a Bessie Fitzgerald y a las hermanas Basset pero nunca he hablado con la señorita rizos castaños ni con la otra joven morena.

– Nyssa es la joven morena, aunque tiene los ojos de su madre. La otra muchacha es Catherine Howard, la sobrina de Norfolk. ¡La señorita rizos castaños!

– rió Enrique Tudor-. Un mote muy ingenioso, Will. ¿No la encuentras preciosa? ¡Dios, Dios! ¡Preferiría a cualquiera de esas jovencitas como esposa en lugar de la princesa de Cleves! ¿Por qué tuve que hacer caso a Crum? -se lamentó-. Debería haber buscado una nueva esposa entre las damas de mi corte. Mi Jane, que en paz descanse, era inglesa de los pies a la cabeza y me hizo el hombre más feliz del mundo.

– Vamos, Hal, olvidáis que en la variedad está el gusto -replicó su bufón-. Apuesto a que nunca habéis estado con una alemana, por lo menos desde que yo os sirvo. Pero, ¿y antes, majestad? ¿Es cierto lo que dicen de las mujeres germanas?

– No lo sé -respondió el rey, perplejo-. ¿Qué dicen de las mujeres alemanas, Will?

– Yo tampoco lo sé -rió el bufón-. Tampoco he estado con ninguna.

– Pues pienso quedarme con la ganas de saberlo

– gruñó Enrique Tudor-. Me siento incapaz de acostarme con ella. ¡Debería haber escogido a Cristina de Dinamarca o a María de Guisa en vez de a esta muía de carga!

– ¡Hal, Hal! -le regañó el bufón cariñosamente-. ¡Qué mala memoria tenéis cuando os conviene! María de Guisa tenía tantas ganas de casarse con vos que se apresuró a comprometerse con Jacobo de Escocia cuando supo que habíais enviudado y buscabais esposa. Supongo que lo hizo porque cree que los veranos en el país vecino son más agradables que aquí. Y en cuanto a Cristina de Dinamarca, os recuerdo que contestó a vuestro embajador que si hubiera tenido dos cabezas habría estado encantada de poner una de ellas a vuestra disposición, pero que como no las tenía, prefería llorar a su difunto marido durante un par de años más. Ya no sois un buen partido y las candidatas a convertirse en vuestras esposas tienen miedo a morir decapitadas. Repito que sois afortunado por haber conseguido una esposa como lady Ana, aunque no estoy tan seguro de que ella se considere una mujer afortunada.

– Empiezas a decir tonterías, bufón -contestó el rey, irritado.

– Sólo digo la verdad, cosa que no hacen vuestros colaboradores porque temen vuestros ataques de ira.

– ¿Y tú no?

– No, Hal. Os he visto desnudo y sé que sois un hombre como el resto. Un pequeño desliz de la naturaleza, y Will habría nacido en el lugar de Hal y Hal en el de Will.

– ¡Me siento tan estúpido! ¿Cómo pude permitir que otros escogieran a mi esposa por mí? Ahora no tengo más remedio que casarme con lady Ana, ¿verdad?

– Tratad de ver el lado bueno, majestad -contestó el bufón-. Creo que lady Ana tiene mucho que ofreceros. Y ahora dormios -añadió arropándole mientras su mascota se enrollaba alrededor de su cuello-. Necesitáis descansar, y yo también. Ninguno de los dos somos jóvenes y los próximos días serán muy ajetreados. Todos sabemos que nunca hacéis las cosas a medias, así que sospecho que comeréis y beberéis tanto que no os podréis levantar en una semana.

– Como siempre, estás en lo cierto -sonrió el rey, a quien se le empezaban a cerrar los ojos.

Will se sentó a los pies de la cama hasta que los ronquidos de Enrique Tudor llegaron a sus oídos. Entonces abandonó la habitación y comunicó a los ayudas de cámara que el rey se había quedado dormido. Todos suspiraron aliviados.

El 6 de enero amaneció nublado y frío. El débil sol del invierno se filtraba a través de un cielo de color madreperla y el viento que soplaba de la orilla del río Tá-mesis era tan helado que casi cortaba. El rey se despertó a las seis de la mañana pero permaneció acostado durante media hora mientras se decía que debía ser el novio más remolón de la historia. Finalmente, saltó de la cama y llamó a sus ayudas de cámara. Éstos entraron en la habitación trayendo sus ropas y sin dejar de reír y charlar animadamente. Bañaron al monarca y le afeitaron. ¡Me siento tan ridículo!, se dijo éste con lágrimas en los ojos. Aún soy joven y sin embargo la perspectiva de una mujer joven en mi cama no me provoca la menor emoción.