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Su traje de boda, bordado en oro y plata y adornado con un cuello de piel de marta, era digno de un rey. El abrigo estaba confeccionado en satén de color escarlata y los botones de diamantes se abrochaban por delante. Los zapatos de cuero rojo, de punta estrecha y redondeada, abrochados al tobillo y salpicados de brillantes y perlas, seguían la última moda de palacio. Completaba el conjunto un anillo en el que había sido engarzada una piedra preciosa y una gruesa cadena de oro.

– Estáis elegantísimo, majestad -exclamó el joven Thomas Culpeper mientras los otros asentían.

– Si no fuera porque me debo a mi país y a mis subditos no me casaría con esa mujer ni por todo el oro del mundo -refunfuñó el monarca.

– Cromwell es hombre muerto -murmuró Thomas Howard, duque de Norfolk.

– No estéis tan seguro -repuso Charles Brandon, duque de Suffolk-. El bueno de Crum es un viejo zorro y se las arreglará para salir de ésta.

– Eso ya lo veremos -contestó Thomas Howard esbozando una sonrisa triunfante. Charles Brandon se estremeció; el duque de Norfolk nunca sonreía.

– ¿Qué tramáis, Tom? -preguntó, inquieto. El duque de Suffolk sabía que Thomas Howard hacía muy buenas migas con Stephen Gardiner, obispo de Winchester. El obispo había apoyado al rey en su disputa con el Papa, pero se oponía a los cambios que Thomas Cranmer, arzobispo y aliado de Cromwell, deseaba introducir en la doctrina de la nueva iglesia británica.

– Me abrumáis, Charles -respondió Norfolk sin borrar la sonrisa de su rostro-. Siempre he sido y seguiré siendo el subdito más fiel.

– Más bien creo que os subestimo, Tom -replicó Suffolk-. A veces me dais miedo. ¡Sois tan ambicioso…!

– Acabemos con esta farsa de una vez -gruñó Enrique Tudor-. Si no hay más remedio, me casaré con ella.

Escoltado por sus nobles, abandonó la habitación y se dirigió a los aposentos de lady Ana. La joven princesa tampoco había mostrado prisa por prepararse para la boda. Cuando sus damas la habían obligado a levantarse se había metido en la bañera de mala gana. Había crecido educada en la creencia de que la higiene personal era un signo de vanidad y orgullo, pero había acabado por gustarle.

– Me bañaré todas las días -declaró entusiasmada-. ¿Qué hay en el agua, lady Nyssa? Huele bueno.

– Es esencia de rosa, majestad -contestó Nyssa.

– ¡Mí gusta! -exclamó provocando las carcajadas de sus damas, quienes no deseaban reírse de ella, sino que se sentían felices por haber complacido a su señora. Todas conocían la opinión del rey respecto a su nueva esposa y se alegraban de que lady Ana no conociera el idioma, ya que así se ahorraba un dolor innecesario. Quizá tampoco amara a Enrique Tudor pero también tenía su orgullo.

Cuando se hubo bañado, sus damas le trajeron el traje de novia de color oro bordado con perlas que, siguiendo la moda alemana, no llevaba miriñaque. Calzaba zapatos dorados sin apenas tacón para no sobrepasar al rey en estatura y se había dejado el rubio cabello suelto para proclamar su virginidad. Una diadema de oro y piedras preciosas formando tréboles y ramilletes de romero, símbolo de la fertilidad, adornaba su cabeza. Lady Lowe, su antigua ama, le puso un collar de diamantes y ciñó a la cintura de su señora un cinturón a juego. La anciana dama tenía los ojos llenos de lágrimas y cuando éstas empezaron a rodar por sus arrugadas mejillas, la princesa se las enjugó con su pañuelo.

– Si vuestra madre os viera… -sollozó.

– ¿Le ocurre algo a lady Lowe? -preguntó lady Browne a Nyssa.

– Llora porque la madre de la princesa no está aquí para asistir a la boda de su hija -contestó Nyssa. Gracias a Dios que no está aquí, añadió para sus adentros. A cualquier madre se le rompería el corazón al ver que el novio de su hija es incapaz de disimular su disgusto.

Cuando supo que el rey la esperaba, la princesa se apresuró a reunirse con él en el exterior de sus aposentos. Escoltada por el conde de Overstein y el jefe de la casa de Cleves, siguió al rey y a sus nobles a la capilla de palacio, donde el arzobispo iba a celebrar la ceremonia. Lady Ana trató de disimular el miedo que sentía y adoptó una expresión serena mientras se decía que ni el rey la quería a ella ni ella quería al rey y que sólo se casaban para cumplir el pacto firmado entre Gleves e Inglaterra.

El conde de Overstein la acompañó hasta el altar y, aunque apenas entendió las palabras que el arzobispo les dirigió, cuando Enrique Tudor le tomó la mano y le puso el anillo de oro rojo en el dedo, Ana de Cleves supo que era la nueva esposa del rey de Inglaterra. Mientras Thomas Cranmer concluía la ceremonia leyó las palabras grabadas en la alianza: «Hasta que la muerte nos separe.» Sintió unas incontenibles ganas de reír.

Acabada la ceremonia, el rey la tomó de la ínano y la arrastró pasillo abajo hacia su capilla privada. La pobre princesa dio un traspiés y casi cayó al suelo mientras se decía furiosa que no tenía por qué sufrir aquella humillación el día de su boda. Aunque no le gustara, ella era su esposa. Haciendo un esfuerzo, recuperó la calma y se dispuso a asistir a la misa que estaba a punto de celebrarse y al banquete nupcial.

Fue un día de grandes celebraciones. Después de la ceremonia el rey se encerró en su habitación y cambió su traje de boda por otro de seda bordado en terciopelo rojo. Cuando salió, una procesión de nobles le esperaba para acompañarle al banquete nupcial. A media tarde la reina se retiró a su habitación para cambiarse de ropa y ponerse un vestido con mangas por encima del codo. Sus damas también se vistieron con trajes adornados con cadenas de oro, tal y como se estilaba en Alemania.

Cat Howard estaba muy agradecida a Nyssa Wynd-ham. La joven no tenía mucho dinero y había obtenido su puesto de dama de honor gracias a su tío, Thomas Howard, quien no era tan generoso con su oro como con sus influencias. Se veía obligada a hacer combinaciones imposibles con los pocos vestidos que poseía y se sentía muy desgraciada al verse peor vestida que sus compañeras. Su familia más próxima se reducía a una hermana y tres hermanos y el poco dinero que su padre había dejado debía ser para su hermano mayor. Por esta razón no había dejado de preguntarse de dónde iba a sacar el dinero para hacerse un nuevo vestido adornado con cadenas de oro.

– Será mi regalo de Reyes -había ofrecido Nyssa-. Me ha sobrado algo de dinero después de hacerme el mío. ¿Para qué sirve el dinero si no puedes compartirlo con tus amigos?

– Eres muy generosa, pero es un regalo demasiado valioso -había protestado Cat, aunque saltaba a la vista que se moría de ganas de aceptar.

– ¡No digas tonterías! -había insistido Nyssa-. ¿Existe alguna norma en la corte que prohiba a las amigas hacerse regalos? Si la hay, estoy dispuesta a saltármela porque tengo regalos para todas.

– Nyssa Wyndham, sois una mujer buena y generosa -había intervenido lady Browne-. Catherine, sois muy afortunada por tener una amiga tan espléndida. Aceptad el regalo; si no lo hacéis vuestro tío se ofenderá.

– En ese caso, acepto -había dicho Catherine Howard esbozando una sonrisa radiante-. Gracias, lady Nyssa.

– Así está mejor -había asentido lady Browne.

– No tengo nada que ofrecerte -se había disculpado Cat-, pero así como nunca olvido una ofensa, tampoco olvido un favor. Algún día te devolveré con creces todo cuanto has hecho por mí. A pesar de que soy pobre como una rata, nunca me has despreciado por ello y todo cuanto he encontrado en ti ha sido bondad y generosidad. Prometo que te recompensaré.