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En esos momentos la reina estaba desvistiéndose ayudada por sus damas de honor, quienes corrían de aquí para allá llevando y trayendo ropas y adornos. Lady Ana era una mujer alta y ancha de caderas, de piernas delgadas, cintura estrecha y pechos demasiado pequeños para una mujer de su estatura. Las damas de honor intercambiaron miradas de inquietud mientras ayudaban a su señora a ponerse un sencillo camisón de seda blanco y cepillaban su hermoso cabello rubio.

Lady Lowe, la antigua ama de cría de la reina y su pervisora de las damas alemanas, se atrevió a expresar sus inquietudes en voz alta:

– ¿Qué vas a hacer con ese mastodonte con quien te han casado, mi niña? -preguntó en alemán-. Gracias a Hans, que escucha las conversaciones de los caballeros imprudentes que le ignoran porque es sólo un niño, sabemos que el rey ha dicho a todo el mundo que no le gustas. Tu madre nunca te habló de lo que ocurre entre un hombre y su esposa, pero yo sí lo he hecho. ¿Qué vas a hacer, hija mía? Temo por ti.

– No tengas miedo -la tranquilizó lady Ana-. Todavía no sé cómo voy a salir de ésta. Si consigo encontrar la manera de anular este matrimonio estoy salvada. Estoy segura de que si el rey hubiera dado con una excusa para no casarse conmigo no habría dudado en suspender la ceremonia. He oído decir que es uno de esos hombres a quienes no se les puede llevar la contraria. Se ha casado conmigo en contra de su voluntad y no encuentra la manera de divorciarse, pero ha dicho a todo el mundo que desea deshacerse de mí cuanto antes. Debo actuar con rapidez o tomaráStel camino más fáciclass="underline" cortarme la cabeza. Pero yo no vine a Inglaterra a morir sino para escapar de la opresiva corte de Cleves. Reza para que Dios me ayude a tomar las decisiones correctas.

El jolgorio y la algazara de la fiesta llegaban desde el exterior de la habitación de la reina y el rey, vestido con una bata de terciopelo y tocado con un gorro de dormir, abrió la puerta. Las damas se inclinaron al paso del monarca, sus nobles colaboradores y el arzobispo. Sin mediar palabra, el rey se tumbó junto a la reina, que le esperaba en la cama, mientras el arzobispo Cranmer bendecía la unión de los esposos.

– ¡Fuera de aquí todo el mundo! -gruñó Enrique Tudor cuando el arzobispo hubo concluido las oraciones-. ¡Acabemos con esto de una vez! ¡Fuera!

Las damas y los nobles se apresuraron a abandonar la habitación mientras intercambiaban miradas y sonrisas maliciosas. Los novios se sentaron el uno junto al otro sin saber qué hacer. Finalmente Enrique Tudor se volvió, contempló a su esposa y se estremeció. La muchacha no era fea y sus ojos azules tenían un brillo inteligente, pero su rostro era de rasgos duros y angulosos. Además, era mucho más grande que Catalina, Ana y su dulce Jane. Cuanto antes empecemos, antes terminaremos, se dijo resignado mientras alargaba la mano y tomaba entre sus dedos un mechón del cabello de su esposa. Se sorprendió al descubrir que era suave y sedoso. ¡Por lo menos había algo en ella que le gustaba!

– Sé que no gusto ti -dijo lady Ana con su marcado acento alemán.

Enrique Tudor guardó silencio durante unos segundos y se preguntó a dónde conduciría aquella conversación.

– No os habéis casado conmigo si habéis tenido una… una… ¡No recuerdo el palabra!

– ¿Excusa?

– Ja! Si habéis tenido una excusa por… por…

– ¿Para rechazaros?

– Ja! ¡Para rechazar mí! -concluyó triunfante-. Si yo doy excusa, ¿tú dejas quedar mí en Inglaterra, Hendrick?

Enrique Tudor miró a su esposa estupefacto. Sólo llevaba once días en el país y ya hablaba el idioma, lo que probaba que era una mujer inteligente. Además, comprendía la situación perfectamente. ¿Estaba cometiendo un error? No. Nunca había amado a esa mujer y nunca la amaría. No podía; ni siquiera por el bien de Inglaterra.

– ¿Qué excusa? -inquirió entornando sus ojillos azules-. A pesar de mi mala reputación como mari do, te aseguro que yo sólo me divorcio por razones infalibles.

El rey había hablado muy despacio para que su esposa comprendiera sus palabras, pero la reina entendía más de lo que parecía y se echó a reír mostrando sus enormes dientes.

– Escúchame, Hendrick. No hacemos el amor y tú rechazas mí, ja?

Era. una idea tan sencilla y brillante que Enrique Tu-dor se sorprendió de que no se le hubiera ocurrido a él. Se dio cuenta de que la princesa no le rechazaba como marido, sino que trataba de facilitarle las cosas. Era una situación embarazosa, pero no podía culpar al físico escasamente atractivo de su esposa del fracaso de su matrimonio.

– Necesitamos a Hans, pero no esta noche. Lo dejaremos para mañana, ¿de acuerdo?

– Ja! -asintió ella saltando de la cama-. Gugamos a cartas, ¿Hendrick?

– ¡Está bien, Annie! -rió el rey-. Jugaremos a las cartas.

Lady Ana no era la mujer que habría escogido como esposa o como amante, pero tenía la impresión de que iban a ser grandes amigos.

A la mañana siguiente, el rey se levantó muy temprano. Habían jugado a las cartas hasta el amanecer y la yegua de su esposa le había ganado casi todas las partidas. En cualquier otra ocasión le habría enojado perder, pero esa mañana estaba de un humor excelente. Se dirigió a su habitación por un pasadizo secreto y saludó a sus ayudas de cámara. Era hora de poner en práctica el plan que había ideado la noche anterior y debía empezar por mostrar su descontento con la reina.

– ¿Ha cambiado vuestra opinión sobre la reina? -preguntó Cromwell mientras se dirigían a la capilla-. ¿Habéis pasado una buena noche?

– No -gruñó Enrique-. He dejado a la reina tan virgen como la encontré. Lo siento, Crum, pero me siento incapaz de consumar este matrimonio.

– Quizá su majestad estaba cansado después de la fiesta -insistió Cromwell-. A lo mejor esta noche…

– ¡No estaba cansado! -replicó el monarca-. Traed-me a otra mujer y os demostraré cómo se comporta el rey de Inglaterra en la cama. ¡Pero lady Ana me repugna! ¿Entendéis, Cromwell?

El primer ministro bajó la cabeza, apesadumbrado. Finalmente, Enrique Tudor había encontrado la excusa perfecta para anular su matrimonio. El rey le hacía responsable de la situación y estaba dispuesto a hacerle pagar con su vida.

Cromwell sintió que el cielo se desplomaba sobre su cabeza cuando comprobó que el rey contaba a todo el mundo su incapacidad de consumar su matrimonio. Mientras Enrique conversaba con su médico, el primer ministro empezó a sentirse mareado. El duque de Norfolk le dirigió una sonrisa burlona.

El 11 de enero se celebró un torneo en honor de la nueva reina ante la extrañeza de toda la corte. Enrique Tudor había proclamado a los cuatro vientos que estaba descontento con su esposa y lady Ana, por su parte, se limitaba a sonreír a todo el mundo y a sobrellevar su desgracia con dignidad. Su inglés mejoraba día a día y en la mañana del torneo sorprendió a todo el mundo vistiendo un favorecedor vestido confeccionado en Londres de acuerdo con la última moda inglesa. Sus subditos la contemplaban admirados y no alcanzaban a comprender por qué estaba el rey tan descontento con ella. En cuanto a los expertos en política, se habrían quedado de una pieza si hubieran conocido el plan idea do por la noble dama para librar a su marido del tormento del matrimonio.

El día después de la boda lady Ana llamó a Hans a sus habitaciones privadas, donde se encontraba junto al rey, que había llegado a través del pasadizo secreto. El joven paje actuó como intérprete para que los esposos llegaran a un acuerdo sin riesgo de que se produjeran malentendidos. Enrique Tudor y Ana de Cleves se comprometieron a no consumar su matrimonio. El rey pretextaría que su incapacidad se debía al escaso atractivo de jady Ana y ésta debía hacer ver que aceptaba su situación como si no ocurriera nada anormal. Corrían rumores de que la alianza entre el rey de Francia y el emperador romano empezaba a deteriorarse, lo que significaba que Inglaterra iba a dejar de necesitar el apoyo del reino de Cleves muy pronto. Enrique esperaría a que la alianza del enemigo se rompiera para anular su matrimonio no consumado.