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A cambio, Ana recibiría dos palacios que debía elegir entre las posesiones de su esposo, una generosa cantidad de dinero y el tratamiento de hermana del rey de manera que sólo una nueva reina la precedería en importancia en la corte. También debía comunicar a su hermano que estaba satisfecha con los términos del acuerdo y que en todo momento había sido tratada como correspondía a una princesa de su posición. Lo último que Enrique deseaba era provocar la ira del soberano de Cleves.

Cuando se hubieron puesto de acuerdo, los esposos se estrecharon las manos. Enrique se preguntaba por qué su esposa se mostraba tan complaciente y aceptaba de buen grado todas sus propuestas. Quizá no es virgen y teme que lo descubra, pensó. Un escalofrío le recorrió la espalda. De todas formas, no tenía importancia; no tenía la más mínima intención de comprobarlo. Quizá la joven princesa temía ser víctima de uno de sus ataques de ira si se atrevía a contradecirle. El rey frunció el ceño. Había tratado a Catalina de Aragón y a la bruja de Ana Bolena como se merecían. Aunque había habido quien había tratado de recriminarle su actitud, sabía que había actuado correctamente.

Enrique observó a su esposa y se repitió que no entendía nada. Por un momento estuvo tentado a preguntarle cuáles eran sus verdaderos sentimientos. Aunque sabía que la reina se negaría a confesarse con él, le parecía una mujer demasiado noble e inteligente para mentir. El rey sacudió la cabeza como si fuera un perro bajo la lluvia. Ana Bolena había sido una mujer muy lista y la hija que le había dado, la pequeña Bess, también mostraba signos de una inteligencia despierta y vivaz a pesar de su corta edad. ¡Dios me libre de las mujeres inteligentes!, se dijo. Gracias a Dios, Ana de Cleves era discreta y condescendiente.

El 27 del mismo mes, Enrique Tudor ofreció una gran fiesta en honor del séquito que había venido de Cleves~ acompañando a su nueva esposa y los envió de vuelta a casa cargados de regalos. Sólo quedaron en palacio Helga von Grafsteen y María von Hesseldorf, dos de las damas de lady Ana, lady Lowe, su ama de cría, y Hans von Grafsteen, el intérprete. Ante el disgusto y la decepción de lady Browne, el rey afirmó que ocho damas eran más que suficiente y que las jóvenes candidatas podían regresar a sus casas.

El 3 de febrero se iniciaron los preparativos de una recepción oficial en Londres para la reina. Aquellos que se extrañaban de que el rey no hubiera hablado todavía de la coronación de lady Ana se guardaron mucho de expresar sus pensamientos en voz alta. El séquito real llegó en barca procedente de Greenwich al día siguiente y cuando pasaron frente a la Torre de Londres una salva de honor les saludó. Los ciudadanos se agolparon a lo largo de la orilla del río Támesis y aclamaron a los monarcas.

Ana recibió todas aquellas muestras de afecto conmovida. Le dolía pensar que pronto dejaría de ser la reina de unos subditos tan fieles y cariñosos, pero si Enrique no la quería como esposa, ella tampoco le quería a él. Estaba segura de que podían llegar a ser grandes amigos pero dudaba que el rey fuera tan buen marido como amigo. Sin embargo, habían acordado mantener las apariencias así que, cuando la barcaza llegó a Westminster, ambos hicieron el recorrido que les separaba del palacio de White Hall cogidos de la mano.

Mientras duró su estancia en el palacio, el conde de March hizo todo lo posible por acercarse a Nyssa pero, aunque la muchacha se negaba a admitirlo, estaba impresionada por la historia que le había contado lady Marlowe y le evitaba.

– Estoy aquí para servir a la reina y apenas tengo tiempo libre -contestó cuando Varían de Winter la invitó a dar un paseo a caballo-. Y cuando no estoy con la reina prefiero la compañía de mi familia.

El conde no pudo ocultar su desencanto pero se propuso volver a intentar ganarse el favor y la confianza de la joven en otra ocasión más propicia.

Las damas de honor no tardaron en darse cuenta de que, aunque su señora ostentaba el título de esposa del rey, en realidad no lo era. Ana se esforzaba por cumplir lo pactado y actuaba como si nada ocurriera. En una corte donde las intrigas políticas, el adulterio y la promiscuidad sexual estaban a la orden del día resultaba increíble que la reina fuera una criatura tan inocente como parecía. Una tarde de invierno se encontraba conversando con sus damas y no pudo evitar comentar lo cariñoso que era su esposo con ella.

– Cuando nos acostamos en el noche da un beso a mí y dice: «Buenas noches, querida» y en el mañana besa a mí otra vez y dice: «Adiós, querida.» ¿No es la mejor de los maridos? Bessie, querida, trae mí un copa de malvasía.

Las damas intercambiaron miradas de extrañeza y finalmente lady Edgecombe se atrevió a hacer el comentario que quemaba en los labios de todas:

– Espero que su majestad nos dé muy pronto la noticia de que espera un hijo -dijo-. El pueblo espera impaciente un duque de York que haga compañía al príncipe Eduardo.

– No estoy embarazada -aseguró la reina alargando la mano para tomar la copa que Elizabeth Fitzgerald le ofrecía-. Gracias, Bessie.

– Entonces, ¿su majestad es todavía virgen? -se atrevió a preguntar lady Edgecombe mientras sus compañeras la miraban estupefactas. Sabían que lady Edgecombe no se habría atrevido a hacer una pregunta tan impertinente a una dama que no tuviera el carácter afable y comprensivo de lady Ana.

– ¿Cómo puedo ser virgen y dormir con mein Hendrick cada noche, lady Finifred? -rió-. ¡Qué tontería!

– Para ser su verdadera esposa tenéis que hacer algo más que dormir con él, señora -insistió la dama.

– ¿Qué más? -preguntó la reina fingiendo extrañeza-. Hendrick es lo megor marido en el mundo. -Bien dicho, Ana, añadió para sus adentros. Gracias a la cotilla de lady Edgecombe, se corroboran los rumores de que nuestro matrimonio no ha sido consumado-. Quiero descansar un poco -dijo poniéndose en pie-. Podéis iros todas menos Nyssa Wyndham.

– Pobre señora -suspiró la duquesa de Richmond negando con la cabeza cuando la reina hubo abandonado el salón-. ¡No entiende nada! Es una lástima que el rey no la quiera. ¿Qué va a ser de ella? No puede acusarla de adulterio ni alegar consanguinidad, como hizo con Ana Bolena y Catalina de Aragón.

– Seguramente se anulará el matrimonio -repuso la marquesa de Dorset.

Nyssa cerró la puerta de la habitación y se volvió hacia la reina, cuyo rostro estaba contorsionado en una mueca extraña.

– No hagáis caso de esas chismosas, majestad -trató de consolarla Nyssa creyendo que la reina estaba a punto de llorar. Como toda respuesta, lady Ana estalló en ruidosas carcajadas.

– Foy a contarte un secreto, Nyssa -dijo cuando recuperó la compostura-. Si no puedes esconder una secreto di mí ahora. Las otras no son amigas. Unas se creen muy importantes y otras son todafía unas niñas. Necesito una amiga. -Ja, Nyssa, hasta una reina necesita amigas! Hans es buen chico, pero es crío. En cambio tú…

– Estoy orgullosa de serviros, majestad -contestó Nyssa arrodillándose a los pies de la reina, que se había sentado junto á la chimenea-. Prometo guardaros el secreto y será un honor para mí ser amiga de su majestad.

– No seré reina durante muy tiempo -suspiró lady Ana.

– ¡No digáis eso, señora!

– Escucha mí, Nyssa Wyndham. Yo no gusto a Hendrick Tudor. Lo sé desde la primera día. El rey no haber casado mí si encontraba una excusa por no hacerlo. El noche de bodas hacemos un pacto: no consumamos el matrimonio porque él dice que no le gusto y yo acepto el divorcio. Hoy la cotilla lady Edgecombe sabe lo que quería.