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– ¡Pero vos habéis dicho que su majestad es un marido bueno y cariñoso! -exclamó Nyssa.

– Hendrick no quiere mí por esposa, sino por amiga. Todos los noches jugamos a cartas en nuestra habitación. Siempre gano porque el pobre Hendrick no es muy listo. Me pregunto por qué le tienen miedo.

– ¡Enrique Tudor es un hombre peligroso! -aseguró Nyssa-. Es amable y bueno con vos porque os doblegáis a sus deseos y aceptáis su voluntad, pero cuando se le contradice se convierte en una bestia salvaje. Debéis tener mucho cuidado.

– Vuestra madre fue su amante, ¿verdad?

– Ocurrió antes de que el rey se casara con Ana Bo-lena y sólo duró unos meses -contestó Nyssa-. Mamá acababa de enviudar y mi tía, la condesa de Mar-wood, la trajo a palacio para que se distrajera. El rey se encaprichó de ella desde el principio pero mamá se escondió detrás del luto. Le tenía mucho miedo y nunca había estado con otro hombre que no fuera mi padre. Enrique Tudor aseguró a mi madre que antes del día uno de mayo sería suya y ella quiso escapar pero vuestro esposo amenazó con separarla de mí si lo hacía.

– Así que mi Hendrick también puede ser un hombre desagradable y despiadado -murmuró la reina.

– Así es, señora.

– ¿Y tu madre fue el amante de Hendrick Tudor antes del día un de mayo?

– Sí. Llegó a quererle y a entenderse con él bastante bien, pero todo cambió cuando Ana Bolena llegó a la corte. El rey arregló el matrimonio de mi madre con mi padrastro y dejó el campo libre para poder casarse con la primera lady Ana. Mi padrastro era el heredero de mi padre y estaba enamorado de mi madre desde hacía muchos años, aunque nunca se había atrevido a decírselo por respeto a mi padre. Se casaron en la capilla del rey y se trasladaron a vivir a Riveredge, nuestro hogar. El rey siempre ha tenido a mamá por su subdita más fiel y ha reclamado su presencia en la corte dos veces: para interceder por la reina Catalina y poco antes de la ejecución de Ana Bolena. Desde entonces no ha vuelto más.

– ¿Cómo llama Hendrick a ella?

– Mi pequeña campesina, o algo parecido -respondió Nyssa con una sonrisa.

– ¿Tú eres campesina o prefieres el corte? El corte de mi hermano estaba muy aburrido. No cartas, no baile, no festidos bonitos.

– Nuestra corte es muy emocionante pero, como mi madre, prefiero el campo -contestó Nyssa-. Naturalmente, estoy orgullosa de serviros y mi tía espera que encuentre un marido entre los caballeros de buena familia.

– ¿No has dejado prometido en Riveredge?

– No, señora. Mi familia está muy decepcionada por ello. Acabo de cumplir diecisiete años y no encuentro caballero que conquiste mi corazón -confesó-. Si es cierto que no seréis reina durante mucho tiempo me pregunto qué será de mí. ¿Sabéis cuándo piensa anular el rey vuestro matrimonio?

– Imaguino que será antes de la primafera. Hendrick no es un hombre que sepa estar sin una muguer durante mucho tiempo. ¿No has dado cuenta cómo brillan sus ojos? Sonríe a Ana Basset, a Cat Howard y a tú.

– ¿A mí? -replicó Nyssa, horrorizada-. ¡El rey fue amante de mi madre! ¡Podría ser mi padre!

– Tranquila, Nyssa -la tranquilizó la reina apoyando una mano en su hombro-. Hendrick también tiene edad por ser mi padre. Siento haber hecho caso a las habladurías de las damas. El rey quiere a ti porque quería a tu madre.

– Deber ser por eso -suspiró Nyssa, aliviada-. Estoy segura de que el rey simpatiza con todas las damas por igual.

Sin embargo, las inquietantes palabras de la reina le hicieron reflexionar. No se atrevía a revelar el contenido de aquella conversación a su tía porque ello significaría traicionar la confianza de lady Ana, pero le preocupaba saber qué sería de ella cuando se anulara el matrimonio de Enrique Tudor y Ana de Cleves. El rey no tardaría en buscar una nueva esposa que le diera hijos y, si no recordaba mal, últimamente el monarca aprovechaba cualquier oportunidad para ensalzar las virtudes de las mujeres inglesas. De repente recordó que había sorprendido a algunos consejeros del rey observando con disimulo su lealtad y su dedicación para con la reina.

A principios de marzo el rey reunió a sus consejeros y les comunicó la imposibilidad de consumar su matrimonio con lady Ana de Cleves. El consejo entendió que Enrique les pedía con tanta sutilidad como le era posible que buscaran una solución al problema. El rey insinuó que había habido un contrato de matrimonio entre su esposa y el hijo del duque de Lorena.

– Lo investigaremos, majestad -prometió Thomas Cromwell con tanta vehemencia que el duque de Norfolk estuvo a punto de estallar en carcajadas.

Enrique Tudor agradeció a sus consejeros su atención y les dejó a solas para que debatieran. Todos se volvieron hacia el primer ministro.

– Ese contrato no existe -aseguró-. Antes de firmar el contrato en nombre del rey Enrique hablamos con el duque de Lorena, el hombre con quien estaba destinada a casarse nuestra reina cuando era una niña, y aseguró que nunca se firmó ningún documento comprometedor. Revolvió entre los papeles de su padre y consultó a su confesor y no encontró nada. El sacerdote reveló que una vez se habló de comprometer a ambos herederos pero sólo fue una conversación y el proyecto se abandonó poco tiempo después. Ésta no es excusa para disolver el matrimonio del rey.

– Se deshará de ella tanto si os gusta como si no, Crum -replicó el duque de Norfolk-. Hace tanto tiempo que no pasa un buen rato en la cama que está a punto de explotar. He oído decir que no puede apartar los ojos de las damas más jóvenes y bonitas de la corte. Nunca se acostará con su esposa y el país necesita otro heredero.

– Estoy de acuerdo -asintió el obispo Gardiner.

– ¡La reina parece una mujer tan bondadosa…! -intercedió el arzobispo de Canterbury-. No merece ser humillada y maltratada. ¿Qué pensará del pueblo de Inglaterra? Si no hay más remedio que anular el matrimonio, que así sea, pero seamos considerados con ella.

– ¿Y si resulta una bruja como la española y se niega a cooperar? -replicó el duque de Norfolk-. Después de todo, su majestad tiene la culpa. ¿No ha sido él quien ha proclamado a los cuatro vientos su imposibilidad de consumar el matrimonio? ¿Y si se niega a colaborar? No tendremos más remedio que… -añadió pasándose un dedo por el cuello.

– Thomas, Thomas… -le reprendió el arzobispo-. Lady Ana no se parece en nada a Catalina de Aragón: es razonable y condescendiente. Yo mismo me ofrezco para hablar con ella. ¿Qué proponéis, Crum? ¿Pedir la anulación?

– Es la única solución -contestó el primer ministro, resignado.

– Entonces debéis ser vos quien se lo proponga a su majestad. Con el permiso del rey, yo me ocuparé de la reina. Debemos tratarla con respeto y consideración; después de todo, es una princesa de sangre real.

– También lo era la española y no hubo manera de llegar a un acuerdo con ella -refunfuñó el duque de Norfolk.

– Esta vez es diferente -contestó el arzobispo armándose de paciencia.

– No creo que el rey se avenga a convertirse en objeto de burla de sus subditos -replicó el primer ministro-. ¿De verdad creéis que confesará en público sus «desavenencias» matrimoniales?

– No le queda más remedio -intervino el obispo Gardiner-. Si quiere deshacerse de la dama tendrá que hacer este pequeño sacrificio.

– ¡Señores, olvidan que no estamos hablando de un hombre cualquiera! -exclamó Thomas Cromwell-. ¡Es Enrique Tudor, el rey de Inglaterra!

– Tranquilizaos, Crum -dijo el duque de Norfolk-. El consejo os apoyará en todo. El futuro de Inglaterra está en juego. ¿Están de acuerdo conmigo, caballeros?

– ¡Sí! -contestaron todos a coro.

– No me fío de sus promesas, señores -replicó el primer ministro-, pero parece que no tengo más remedio que proponer al rey la anulación del matrimonio. Lo haré hoy mismo; no tiene sentido esperar.

Dicho esto, Thomas Cromwell dio la reunión por terminada y fue en busca del rey. El obispo Gardiner se acercó al duque de Norfolk y le habló al oído con disimulo: