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En la primavera de 1540 las abadías de Canterbury, Christchurch, Rochester y Waltham se rindieron a su majestad Enrique Tudor. Thomas Cromwell acababa de conseguir la disolución de todos los monasterios y sus días al servicio del rey estaban a punto de terminar. Casi todas las riquezas que habían pertenecido a estas abadías fueron a parar a las arcas del rey y el resto fueron repartidas entre los nobles leales a su majestad. Enrique deseaba cubrirse las espaldas y procuraba mantener contenta a la aristocracia por miedo a que se opusieran a las reformas religiosas que estaba decidido a llevar a cabo.

Charles de Marillac, el embajador francés, comunicó a su rey que el primer ministro inglés estaba casi acabado, pero Enrique parecía dispuesto a sorprender a todo el mundo y nombró a Thomas Cromwell conde de Essex.

Cuando el duque de Norfolk trató de sonsacar al monarca sobre el inesperado honor concedido a Cromwell, Enrique esbozó una sonrisa cruel.

– Mi querido Thomas, sólo se trata de un truco para tranquilizar al viejo Crum -contestó-. En estos momentos teme por su vida y está asustado, y ya sabéis que un hombre asustado no rinde. Necesito la inteligencia con que me cautivó en los viejos tiempos para salir del lío en que estoy metido. ¡Él escogió a mi esposa y él debe encontrar la manera de librarse de ella!

– Entonces, ¿no hay esperanzas de que…? -preguntó el duque fingiendo decepción y pena.

– ;¿De salvar mi matrimonio? Mi matrimonio ha sido una farsa. Lady Ana es una mujer muy bondadosa pero no ha sido ni será mi esposa.

– ¿Y qué me decís del duque de Cleves? -insistió Thomas Howard-. ¿No se ofenderá cuando sepa que enviáis a su hermana de vuelta a casa? Después de todo, es una princesa.

– Lady Ana será tratada como se merece -aseguró el rey-. En cuanto al duque de Cleves, no le conviene enfrentarse a Inglaterra. Francia y el Sacro Imperio Romano vuelven a buscar nuestra amistad y nuestro apoyo. ¡Y yo volveré a tener a una rosa inglesa como esposa! -concluyó esbozando una amplia sonrisa.

– ¿Y no preferiríais a otra princesa de sangre real, majestad? Una simple ciudadana no tiene prestigio.

– ¿Prestigio? -le interrumpió el rey-. Howard, sois un presuntuoso. Las muchachas inglesas no tienen riada que envidiar a las princesas de sangre real. ¡No quiero más princesas! ¡Quiero una mujer de carne y hueso! Una mujer generosa en la cama y una buena madre para sus hijos. ¡Y pongo a Dios por testigo de que la encontraré y me casaré con ella! -concluyó descargando un puñetazo sobre la mesa.

– ¿Hay alguna dama que os llame especialmente la atención? -inquirió el duque astutamente.

– ¡Viejo curioso! -rió Enrique Tudor golpeando al duque en las costillas-. ¡Queréis ser el primero en saber lo que se cuece en palacio! La verdad es que todavía no me he decidido por ninguna dama -confesó secándose las lágrimas que rodaban por sus mejillas-. Antes de comunicaros mi decisión debo tomarla, ¿no creéis?

Pero, al igual que el resto de la corte, el duque de Norfolk sabía que el rey sentía predilección por Ca-therine Howard y Nyssa Wyndham. Thomas Howard se había apresurado a hablar con su sobrina el mismo día de la conversación con el obispo de Winchester. Su espía en las dependencias de la reina le había comunicado que la muchacha tenía la tarde libre y él se había apresurado a llamarla. Estaba muy bonita con un vestido nuevo color verde manzana que realzaba el tono de su piel y su cabello oscuro.

– ¿De dónde has sacado el dinero para hacerte un vestido nuevo? -preguntó su tío.

– Es un regalo de Nyssa Wyndham. Dice que tiene muchos vestidos y que éste no le sienta bien. Yo creo que le doy lástima porque soy pobre. ¿No os parece un gesto muy generoso por su parte?

– ¿Qué te parecería no tener que volver a preocuparte por no tener vestidos bonitos, sobrina? -preguntó el duque-. ¿Te gustaría ser la dama mejor vestida de palacio?

– ¿Cómo…? -inquirió la joven abriendo sus ojos azules como platos.

– Casándoos con un hombres rico, naturalmente -contestó su tío-. Pero primero debes prometer que me guardarás un secreto que no debes revelar a nadie, ni siquiera a tu amiga Nyssa. ¿Lo has entendido, pequeña?

Catherine asintió solemnemente mientras se preguntaba quién sería el candidato. Sabía que su tío era casi tan poderoso como el rey.

– Hablo en serio, Catherine -insistió el duque muy grave-. Si revelas nuestro secreto tendrás que pagar con tu vida.

– Haré lo que me pidáis y no hablaré a nadie de esta conversación -prometió la joven-. Y ahora hablad-me de ese matrimonio -pidió.

– ¿Te gustaría ser la nueva reina de Inglaterra, Catherine? -preguntó Thomas Howard con suavidad-. Piénsalo bien, pequeña: ¡reina de Inglaterra!

– Para eso tendría que casarme con el rey -reflexionó Cat en voz alta-. Pero él tiene esposa. No entiendo qué…

– Lady Ana no será reina de Inglaterra durante mucho tiempo. No te preocupes, pequeña; la princesa no sufrirá ningún daño -se apresuró a añadir cuando Catherine palideció-. El rey está decidido a anular ese matrimonio ya que, como toda la corte sabe, ha sido incapaz de consumarlo y el trono de Inglaterra necesita herederos. Enrique Tudor debe casarse con una mujer joven dispuesta a darle muchos hijos y sé de buena tinta que te mira con muy buenos ojos. Podrías ser la escogida para hacer de él un esposo feliz y fiel. ¿Qué te parece?

Catherine frunció el ceño y reflexionó durante unos minutos. Enrique Tudor podía ser su padre, estaba gordo como un tonel y la sola idea de tocarle le revolvía el estómago. Cuando se le hinchaba la pierna enferma, el pus salía a borbotones y olía mal pero era el rey de Inglaterra. Y ella, Catherine Howard, no podía desaprovechar la oportunidad de hacer una buena boda: tenía cuatro hermanos, tres de los cuales eran chicas, sus padres habían fallecido y dependía de la caridad de su poderoso tío, un hombre tacaño de quien no conseguiría obtener una buena dote a menos que un pretendiente rico se fijara en ella. Pero los caballeros ricos no se fijaban en las muchachas pobres, por muy poderosos que fueran sus tíos. La idea de quedarse soltera e ingresar en un convento tampoco le resultaba muy atractiva. Podía convertirse en la amante de un caballero rico y gozar de su favor pero ésa tampoco era una situación demasiado cómoda… ¿Tenía elección?

– Tengo miedo, tío -confesó.

– ¿Miedo de qué? -rugió Thomas Howard empezando a perder la paciencia-. ¡Te recuerdo que eres una Howard, Catherine!

– Mi prima Ana Bolena también era una Howard y perdió la cabeza en la Torre. El rey cambia de gustos con mucha facilidad y hasta ahora parece que lady Jane ha sido la única mujer capaz de satisfacerle. Me pregunto si habría gozado del favor de su variable marido durante mucho tiempo o también habría acabado encerrada en la Torre cuando su majestad se hubiera cansado de ella. Enrique Tudor se ha casado cuatro veces; lady Jane murió, se divorció de la primera, asesinó a la segunda y ahora quiere anular su cuarto matrimonio. Me habéis preguntado si me gustaría tener vestidos bonitos y joyas caras y yo os contesto: Sí, me encantaría. Pero me pregunto cuánto tardará el rey en cansarse de mí. Y cuando eso ocurra, ¿qué será de mí?

Thomas Howard decidió cambiar de estrategia y rodeó con un brazo los hombros de su sobrina en un gesto tranquilizador.

– Si sigues mis consejos al pie de la letra el rey estará tan satisfecho contigo que nunca querrá separarse de ti -prometió-. Este nuevo matrimonio traerá consigo importantes cambios políticos: como sabes, el rey se confiesa católico pero no está haciendo nada por impedir que los luteranos ganen terreno. Sin duda, el arzobispo Cranmer está detrás de la conspiración y nuestra misión es pararle los pies. Para ello necesitamos que la nueva esposa del rey sea una dama educada a la antigua y dispuesta a dejarse aconsejar por aquellos que saben más que ella. Creo que eres la mujer perfecta para ocupar un puesto de tanta responsabilidad y estoy seguro de que el rey estará de acuerdo conmigo. Por última vez, sobrina, ¿te gustaría ser la nueva reina de Inglaterra? -preguntó sacudiéndola ligeramente.