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– ¿Qué pensaría el rey si se la encontrara desnuda en brazos de su amante, mi querido obispo? -repuso el duque de Norfolk esbozando una sonrisa astuta-. Las apariencias a menudo engañan.

– ¿Estáis dispuesto a llegar a esos extremos? -exclamó el obispo, escandalizado-. La pobre muchacha ha venido a la corte a encontrar un buen marido. Si lleváis a cabo vuestros planes nadie querrá casarse con ella. ¡No pienso convertirme en cómplice de un plan tan malvado!

– Calmaos, Stephen -replicó Thomas Howard-. Pienso, desacreditarla y proporcionarle el marido perfecto a la vez. Mi hombre será tan buen partido que su familia no se atreverá a negarse. No os diré nada más para no torturar a vuestra conciencia pero os juro que la joven no sufrirá ningún daño. Sólo deseo que el rey se olvide de ella durante una temporada y ésta es la única manera de conseguirlo. Me consta que a Enrique Tu-dor no le gustan las mujeres de segunda mano. Creed-me, él mismo ordenará el matrimonio de lady Nyssa con mi hombre.

El obispo de Winchester no replicó pero se dijo que confiar en Thomas Howard era como dejar al zorro al cuidado de las gallinas. Encogiéndose de hombros, se consoló pensando que ya era demasiado tarde para echarse atrás y que no podía permitir que una jovenci-ta se interpusiera en su camino. La Iglesia de Inglaterra debía permanecer tan ortodoxa y conservadora como en los últimos siglos.

El duque de Norfolk observó al obispo de Winchester mientras éste se alejaba. ¡El muy beato!, pensó. Le importa un bledo lo que le ocurra a Nyssa Wyndham con tal de que su poder y su influencia sobre el rey queden intactos. Se niega a tomar parte en el plan pero no hará ascos a los beneficios que obtendrá. Se volvió y empezó a buscar a su hombre. Cuando le hubo encontrado, llamó a su paje personal y le dijo:

– Busca al conde de March y dile que deseo verle. Abandonó el campo de tiro y regresó al palacio lentamente.

– Cuando llegue el conde de March, hazle pasar -dijo mientras tomaba la copa de vino que un criado le ofreció cuando entró en sus aposentos-. No quiero que nadie nos moleste mientras hablamos.

El duque entró en la habitación destinada a sus reuniones más secretas y se sentó junto a la chimenea. A pesar de que corría el mes de abril, todavía hacía mucho frío. Thomas Howard era un hombre muy friolero y mantenía la chimenea encendida hasta bien entrada la primavera. Mientras contemplaba las llamas suspiró pesadamente y se llevó la copa a los labios. Ya había cumplido sesenta y siete años y empezaba a cansarse de ser el cabeza de su familia pero no confiaba en su hijo Enrique, quien prefería la poesía a la política.

Me hago viejo, se dijo negando con la cabeza mientras apuraba su copa. He engendrado a cuatro hijos y dos de ellos han muerto. Había sido padre por primera vez a los quince años y el nacimiento de María Eliza-beth, su hija ilegítima, había causado un gran revuelo. La madre de la pequeña había sido su prima Bess, una huérfana que había muerto tras dar a luz a la niña. Bess sólo tenía catorce años pero era una de sus mejores amigas y su muerte le había hecho cambiar: nunca más había vuelto a enamorarse. La niña había crecido con la familia y el duque le había encontrado un buen marido. María Elizabeth se había casado a los veinte años, la misma edad a la que había muerto Tom, el primer hijo legítimo que le había dado Ana de York.

No le había sido fácil encontrar a un hombre dispuesto a casarse con María Elizabeth Howard pero, gracias a que los Howard eran una familia rica y poderosa y a que la niña había sido reconocida, había conseguido casarla con Enrique de Winter, conde de March, un hombre ambicioso que sabía que el matrimonio con un Howard, aunque se tratara de un miembro ilegítimo de la familia, ofrecía numerosas ventajas.

La familia del conde nunca había sido muy rica y Enrique de Winter había acabado enamorándose de su esposa, por lo que se había sentido muy desconsolado cuando la joven había muerto al dar a luz a su primer hijo. No había vuelto a casarse y no sabía qué hacer con el bebé que María Elizabeth le había dejado. Afortunadamente, su suegro había tomado cartas en el asunto.

Ana de York, la primera esposa de Thomas Howard, había muerto en 1513 y el conde se había casado con lady Elizabeth Stafford tres años después. Su hijo Enrique había nacido al año siguiente. Su hija había nacido en 1520 y su esposa se había empeñado en poner le el nombre de María. María Elizabeth llevaba diez años muerta y el duque no se había atrevido a protestar pero nunca olvidó el gesto cruel de su esposa, quien sabía de la existencia de su hija ilegítima y el nieto que vivía en su casa.

Tras llamar a la puerta, Varían de Winter, conde de March, entró en la habitación.

– Buenos días, abuelo -saludó-. Tenéis cara de estar tramando algo grande. ¿De qué se trata?

– Sírvete una copa de vino y siéntate conmigo, Varían -contestó el anciano-. Necesito tu ayuda para resolver un pequeño problema.

Varían de Winter enarcó una ceja sorprendido y se apresuró a obedecer. Su abuelo poseía una magnífica bodega y le había enseñado a apreciar las cualidades de un buen vino. Se sirvió una copa y observó al anciano con disimulo. Aspiró el aroma que desprendía el vino, sonrió satisfecho y bebió un sorbo mientras se acomodaba en un sillón frente al ocupado por Thomas Howard.

– Os escucho, señor.

Ha heredado mi rostro alargado y mis ojos, pero por lo demás es un De Winter de los pies a la cabeza, pensó el duque mirando fijamente a su nieto. Es una lástima porque razona como un auténtico Howard.

– Las tierras que di a tu madre como dote… -empezó.

– ¿Os referís a las tierras que olvidasteis entregar a mi padre? -le interrumpió Varian sonriendo divertido-. Sí, deben ser ésas. Continuad, por favor.

– ¿Te gustaría tenerlas, Varian?

– ¿Qué precio tendría que pagar por ellas, señor?

– ¿Qué te hace pensar que quiero pedirte algo a cambio?-replicó el duque, dolido.

– ¿Habéis olvidado la primera lección que nie enseñasteis, abuelo? -contestó el conde-. Siempre habéis dicho que todo aquello que se puede conseguir a cambio de nada no tiene ningún valor, que todo tiene un precio.

– Has sido un alumno muy aplicado -rió Thomas Howard-; mucho más que tu tío Enrique. Tienes razón, tendrás que pagar un precio por esas tierras, pero antes de revelarte mi plan deseo saber si estás comprometido con alguna mujer.

– No -contestó Varían de Winter, extrañado-. ¿A qué viene esa pregunta?

– Tengo una mujer para ti pero te advierto que mi plan es algo peligroso. Por esta razón estoy dispuesto a recompensarte generosamente. Esa muchacha es una heredera y posee tierras al otro lado del río.

– ¿Qué queréis que haga?

– Deseo que tu prima Catherine se convierta en la próxima reina de Inglaterra -contestó el duque. Sorprendido, su nieto enarcó las cejas, pero guardó silencio y dejó que su abuelo terminara de exponer su plan-. Me consta que Enrique Tudor la mira con buenos ojos y cuando su matrimonio sea anulado quiero que la tome como esposa. Sólo hay una cosa que se interpone en su camino.

– Lady Nyssa Wyndham -adivinó Varían de Winter-. Yo también he oído las habladurías que corren por palacio. El rey está confuso como un joven de dieciséis años y no acaba de decidirse. Si no me equivoco, Nyssa Wyndham tiene tantas posibilidades de convertirse en la próxima reina de Inglaterra como nuestra Catherine. ¿Cómo la llama el rey? Su rosa salvaje, o algo parecido. Os advierto una cosa, abuelo: esa rosa tiene espinas. Es la mujer más decente que he conocido y sólo vive para servir a la reina.

– En cambio, a tu prima Cat la llama «mi rosa sin espinas» -repuso el duque-. Debemos asegurarnos de que su majestad escoge a la más dócil de entre las rosas de su jardín y ésa es nuestra Catherine. Nyssa Wyndham debe caer en desgracia y ahí es donde entras tú. Tengo un plan.