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– Será un honor acompañar a su majestad esta tarde -se apresuró a responder el conde de Langford con tono conciliador tratando de aplacar la ira del rey-. ¿Por qué no entráis a descansar y coméis algo? Ya sabéis que Blaze es una estupenda cocinera.

– Venid dentro, Hal -añadió Blaze tomando al rey del brazo y arrastrándole al interior de la casa-. Mis padres y la madre de Tony han venido para haceros los honores como merecéis y os esperan en el comedor. He preparado ternera y pastel de perdiz. Si no recuerdo mal, son vuestros platos favoritos. También hay vino tinto, chalotes y zanahorias nuevas. -

– Caballeros, pueden acompañarnos -dijo el rey volviéndose a sus acompañantes e iniciando la marcha sin soltar el brazo de Blaze.

Cuando el conde llegó al comedor encontró a su esposa presentando al rey al resto de la familia. Estaban lord y lady Morgan y su madre, lady Dorothy Wynd-ham. También habían acudido a la cita sus cuñados Owen Fitzhood, conde de Marwood, y lord Nicholas Kingsley acompañados de sus esposas Bliss y Blithe. Lord y lady Morgan habían viajado acompañados de sus hijos de dieciséis años Enrique y Thomas.

El rey, que disfrutaba como un niño con la adoración de sus subditos, se sentía como pez en el agua. Saludó a todos ellos con efusividad, alabó a aquella gran familia y preguntó a lady Dorothy por qué hacía tanto tiempo que no se dejaba ver por la corte.

– En mi corte siempre hay un lugar para una mujer tan hermosa como vos, señora -dijo con tono adulador.

– Lo sé, señor -respondió lady Dorothy, una dama de sesenta y cinco años-. Pero mi hijo no me permite ir. Dice que teme que pierda mi honra.

– Probablemente tenga razón -asintió el rey guiñándole un ojo-. ¿Y dónde está tu prole, pequeña? -preguntó volviéndose hacia Blaze-. La última vez que nos vimos tenías cuatro chicos y una chica.

– Nuestro hijo Enrique cumplió dos años el pasado mes de junio -contestó ella-. Lleva vuestro nombre, señor, y como podéis ver me encuentro a punto de dar a luz por octava vez.

– Siempre he dicho que no hay nada como una buena esposa inglesa -murmuró el rey sacudiendo la cabeza pesaroso-. ¡Echo tanto de menos a mi Jane!

– Sentaos, Hal -dijo Blaze conduciéndole a la cabecera de la mesa, el sitio de honor. Había advertido que al rey le dolía una pierna y no deseaba irritarle con una espera innecesaria-. Haré que traigan a los niños. No quería que os molestaran.

– ¡Tonterías! -gruñó Enrique Tudor dejándose caer en una silla pesadamente-. Quiero verles a todos, hasta al más pequeño.

Una sirvienta entregó al rey una copa de vino y éste la apuró de un trago. Blaze indicó con un gesto a Heartha, su sirvienta personal, que fuera a buscar a los niños. La música de un trovador que tocaba en la galería superior llegó a sus oídos y el rey se reclinó en su asiento visiblemente satisfecho.

Minutos después, los hijos de los condes de Wynd-ham entraron en el salón ordenadamente. Lord Philip, el heredero abría la marcha y su hermana Nyssa llevaba en brazos al pequeño Enrique.

– Majestad, os presento a nuestros hijos -dijo Blaze poniéndose en pie-: Éste es Philip, el mayor; tiene doce años. Le sigue Giles, que tiene nueve. Ricardo tiene ocho, Eduardo, cuatro y Enrique, dos.

Cada uno de los muchachos hizo una reverencia al oír su nombre, incluso el pequeño de dos años, a quien su hermana había dejado en el suelo.

– Y-ésta es mi hija Nyssa -añadió Blaze-. Aunque Tony la ha criado como si fuera suya, es hija de mi primer marido, Edmund Wyndham.

Nyssa se recogió la falda rosa que vestía y se inclinó al oír su nombre.

– Es bella como una rosa de Lancaster -dijo el rey-. ¿Cuántos años tiene?

– Dieciséis, señor.

– ¿Está prometida?

– No, señor.

– ^-¿Por qué no? -se extrañó el rey-. Es muy hermosa, es hija de un conde y recibirá una buena dote. ¿Cuál es el problema?

– No conocemos a nadie con quien podamos casarla -respondió Blaze-. Su dote incluye una casa en Ri-verside, y las tierras que la rodean, pero me temo que aquí no hay nadie de su posición. He pensado que quizá en la corte…

El rey se echó a reír y señaló a Blaze acusadoramente.

– ¡Blaze, tú siempre tan desvergonzada! Quieres que haga sitio en mi corte a tu niña, ¿no es así? Desde que anuncié que iba a volver a casarme, todas las familias con hijas en edad casadera, ya sean nobles o no, no han dejado de importunarme para que las coloque junto a la nueva reina. ¿Y tú qué dices, pequeña? -añadió volviéndose a Nyssa-. ¿Te gustaría venir a la corte y servir a la reina?

– Sí, si ella me acepta, señor -contestó Nyssa mirando al rey a los ojos por primera vez. El rey advirtió que la joven había heredado los ojos azules de su madre.

– ¿Ha salido de casa alguna vez?

– Como yo, es una humilde campesina, señor

– contestó Blaze negando con la cabeza.

– Los villanos de la corte se la comerían viva -repuso el rey-. ¿Es así como deseas que te recompense por tu fidelidad?

Bliss Fitzhugh, condesa de Marwood, osó intervenir en la conversación sin -ser invitada:

– He oído que la princesa de Cleves es una dama casta y recatada. Opino que mi sobrina estaría a salvo de las malas compañías bajo su protección. Mi marido y yo pasaremos el invierno en la corte y cuidaremos de ella.

Al oír el comentario de Bliss, Blaze dirigió una sonrisa de agradecimiento a su hermana.

– Está bien, pequeña -accedió el rey-. Si eso es lo que deseas, recomendaré a tu hija como dama de honor siempre y cuando la condesa de Marwood se comprometa a velar por ella. ¿Puedo hacer algo más por ti?

– Quiero que Philip y Giles sean pajes de la reina

– contestó Blaze mirando al rey a los ojos.

– ¡Nunca más volveré a decirte que me pidas lo que quieras! -exclamó el rey entre carcajadas-. Está bien, está bien, tú ganas. Tus hijos parecen listos y educados. Nunca me pediste nada cuando estábamos juntos

– añadió poniéndose serio-. Toda la corte te tenía por una boba por no aprovecharte de la situación.

– Cuando estábamos juntos tenía bastante con vuestro afecto y respeto, señor -replicó Blaze.

– Todavía te quiero y te respeto, pequeña. Miro a tus hijos y me digo que podrían ser míos si te hubiera escogido como esposa.

– Su majestad tiene al príncipe Eduardo. Queréis lo mejor para él y yo quiero lo mejor para mis hijos. Todo lo que os pido es para ellos. Vos mismo habéis dicho que nunca he abusado de vuestra generosidad.

– Nunca he conocido a una mujer con un corazón tan puro y bondadoso como el tuyo, pequeña -dijo el rey tomando la pequeña mano de Blaze entre las suyas-. Estoy seguro de que mi nueva reina estará encantada de contar con los servicios de tus tres hijos. ¿Qué decís a eso, Philip y Giles? ¿Os gustaría servir a mi reina?

– ¡Sí, majestad! -contestaron los muchachos a coro.

– ¿Y tú, Nyssa? Esta niña volverá locos a todos los hombres -añadió sin esperar la respuesta de la muchacha-. Vais a tener mucho trabajo, lady Fitzhugh.

– Puedo cuidar de mi misma -intervino Nyssa, ofendida-. Después de todo, he criado a mis hermanos.

– ¡Nyssa! -exclamó su madre escandalizada por el atrevimiento de la joven. El rey se echó a reír,

– No la regañéis, señora -intercedió-. Es igual que mi Elizabeth: una rosa salvaje. Me alegro de saber que es una muchacha fuerte; sabes que necesitará de todas sus fuerzas para sobrevivir en la corte. Y ahora que te he concedido todo cuanto me has pedido, ¿piensas darme de comer o vas a dejarme morir de hambre?

Blaze hizo un gesto a los sirvientes y éstos corrieron a la cocina a traer las numerosas viandas que habían sido cocinadas con motivo de la visita real. Como la condesa de Langford había dicho, había ternera asada con sal de roca, un hermoso jamón, truchas con limón y espinacas y, naturalmente, seis pasteles de perdiz en cuyas superficies habían sido practicadas algunas aberturas que despedían un delicioso aroma a carne y vino. También había patos con salsa de ciruelas servidos en bandejas de plata y costillas de cordero, todo ello acompañado de guisantes, cebollas asadas, zanahorias con salsa de nata, pan, mantequilla y queso.