El rey siempre había tenido buen apetito pero Blaze le observó boquiabierta cuando empezó a devorar todo cuanto tenía al alcance de la mano. Se sirvió generosas raciones de ternera y jamón, engulló una trucha, un pato, un pastel de perdiz entero y seis costillas de cordero y, cuando la emprendió con las cebollas, el brillo de sus ojos revelaba que estaba disfrutando como un niño. Se comió un pan entero, casi toda la mantequilla y la tercera parte del queso. Su copa nunca estaba vacía y bebía con tanta avidez como comía. Al descubrir que había tarta de manzana de postre, se frotó las manos satisfecho.
– La comeré con nata -dijo tomando la bandeja que un criado le tendía-. Ha sido una comida excelente, pequeña -alabó a su anfitriona-. No podré probar bocado hasta la hora de cenar -añadió aflojándose el cinturón y arrellanándose en su asiento.
– Si yo hubiera comido tanto no podría probar bocado hasta el día de San Miguel -murmuró el conde de Langford al oído de uno de sus cuñados.
Cuando el rey se disponía a regresar a su cacería, Blaze se puso de parto.
– ¡Pero si todavía faltan dos semanas! -exclamó sorprendida.
– Parece mentira que hayas tenido seis niños -replicó su madre-. Ya deberías saber que los bebés vienen cuando quieren, no cuando nosotros decidimos. Volved a vuestra cacería, majestad y llevaos al conde de Langford -añadió dirigiéndose al rey-. Este es trabajo de mujeres. No conozco a un solo hombre que sirva para nada mientras su esposa da a luz.
– Los hombres ya hacemos bastante nueve meses antes, señora -replicó el rey con una sonrisa picara.
Dicho esto, indicó a sus acompañantes que era hora de partir mientras Blaze era conducida a su habitación por su madre, su suegra y sus hermanas. Pocas horas después daba a luz a dos niñas.
– ¡No puedo creerlo! -exclamó emocionada-.
Hasta ahora Tony sólo me ha dado hijos varones y ya había perdido la esperanza de tener otra hija, pero mirad esto: ¡gemelas!
– Son idénticas -repuso su madre-. Siempre sospeché que alguna de vosotras tendría gemelos. Después de todo, yo tuve cuatro pares.
– Iré a decírselo a papá -se ofreció Nyssa-. Estará encantado. ¡Son tan bonitas! -exclamó inclinándose a mirarlas.
– Ahora ya no tienes que preocuparte por la marcha de Nyssa -dijo lady Morgan-. Tendrás tanto trabajo criando a estas dos preciosidades que no notarás su ausencia.
– Te equivocas, mamá -replicó Blaze-. Nyssa siempre será muy especial para mí y la echaré de menos, esté donde esté. Es todo cuanto me queda de Edmund Wyndham y no me sentiré feliz hasta que la vea felizmente casada. Es lo que su padre hubiera querido.
– Era un buen hombre -corroboró lady Morgan. Lady Dorothy, que había sido hermanastra de Edmund Wyndham, asintió-. Sin su ayuda tus hermanas no habrían podido hacer tan buenas bodas ni tu padre habría recuperado su fortuna perdida. ¡Bendito sea el día que vino a Ashby! Cada noche rezo por el descanso de su alma.
Los bebés fueron envueltos en pañales antes de ser entregados a su nueva mamá, que descansaba en la cama. Heartha, la doncella personal de Blaze, entró en la habitación trayendo un poco de caldo para su señora. Cuando se lo hubo bebido todos la dejaron sola para que pudiera descansar.
Las mujeres se reunieron en el comedor de Rivered-ge e iniciaron una animada charla mientras esperaban el regreso del conde Wyndham.
– Me pregunto qué nombres les pondrá -dijo Blythe.
– Blaze ha heredado tu extravagante gusto por los nombres curiosos -añadió Bliss.
– Pues yo opino que Nyssa es un nombre precioso
– repuso su madre.
– Fue Edmund quien decidió que se llamara así
– les recordó lady Dorothy-. Blaze quería que la niña llevara el nombre de la primera esposa de Edmund, Catherine de Haven, pero él insistió en que la niña fuera bautizada con el nombre de Nyssa, que significa «principio» en griego. El pobre estaba convencido de que después de ella vendría una numerosa descendencia y no imaginaba que sería mi Anthony y no él quien daría continuidad al apellido Wyndham. Aunque murió hace ya quince años, le echo muchísimo de menos.
– Blaze ha puesto a sus hijos nombres normales y corrientes -observó Blythe.
– ¡Pero éstas son niñas! -replicó la deslenguada Bliss, su hermana gemela-. Apuesto a que nuestra hermana escogerá nombres originales para ellas. ¿Cómo no va a hacerlo teniendo el ejemplo de mamá? ¡Estoy impaciente por que llegue el día del bautizo!
– Nuestras hijas también llevan nombres corrientes
– insistió Blythe provocando la mirada ceñuda de su hermana.
Poco tiempo después lord Wyndham regresó a Ri-veredge acompañado del rey.
– He venido a felicitar a mi pequeña Blaze -dijo Enrique Tudor con los ojos húmedos de emoción-. ¡Y también a ti, querido amigo, por tener una familia tan maravillosa! -añadió volviéndose a Tony.
Cuando Blaze Wyndham despertó dio un respingo al encontrar al rey sentado junto a su cama observándola con atención. La condesa se ruborizó al recordar los días en que las visitas de su majestad a su cama habían sido más que frecuentes. Los ojos de Enrique Tudor brillaban maliciosos pero sus palabras fueron cor teses y comedidas como correspondía a un hombre de su posición.
– Me alegro de ver que te encuentras bien, pequeña
– dijo antes de besarle la mano.
– No hay para tanto, majestad -respondió Blaze esbozando una sonrisa-. He tenido tantos hijos que cada vez me cuesta menos trabajo dar a luz. De todas maneras, me alegro de que hayáis vuelto sólo para verme.
– Acabo de ver a tus hijas, Blaze. Son tan bonitas como su madre. ¿Has pensado qué nombres vas a ponerles?
– Si su majestad da su permiso, me gustaría llamarlas Jane, en honor a vuestra difunta esposa, y Ana, por la futura reina. He pensado que como vos habéis honrado mi casa con vuestra visita el mismo día de su nacimiento…
El rey, en el fondo un sentimental que disfrutaba representando el papel de monarca benevolente, se llevó su pañuelo de seda a los ojos y se enjugó las lágrimas que los empañaban.
– ¿Hay un sacerdote en la casa, Tony? -preguntó volviéndose al conde, quien asintió-. Ve a buscarle
– ordenó-. Ahora mismo bautizará a tus hijas y yo seré su padrino. Así tú y tus hijos pasaréis a ser parte de mi familia -añadió volviéndose a Blaze.
– ¡Oh, Hal, estoy tan contenta! -exclamó Blaze emocionada.
Un criado partió en busca del padre Martin, el cura de los condes de Langford desde los tiempos en que Edmund Wyndham ostentaba ese título. Cuando supo que la condesa había tenido gemelas y que el rey había ordenado que fueran bautizadas aquella misma tarde corrió a buscar su mejor casulla.
– Vuelve a Riveredge y di al señor Richard que vaya encendiendo las velas del altar y que espero que me ayude durante la ceremonia -ordenó al criado.
– Sí, padre Martin.
Blaze fue llevada en litera a la capilla de la familia. Cuando el padre Martin pidió a Bliss y Blythe que dijeran en voz alta los nombres de las pequeñas, la primera hizo una mueca de disgusto y la segunda a punto estuvo de estallar en carcajadas.
– Jane Marie -dijo Blythe con una sonrisa radiante.
– Ana María -casi espetó Bliss.
El rey, radiante de alegría, tomó a las niñas de brazos de Nyssa y las sostuvo mientras el padre Martin las bautizaba. Cuando la ceremonia hubo finalizado, la condesa de Langford fue llevada a sus habitaciones y todos se reunieron allí para brindar por las recién nacidas. Momentos después, el rey se dispuso a partir.
– Enviaré un mensajero cuando Nyssa deba venir a la corte -dijo a Blaze antes de despedirse-. Será pronto porque deseo que tu hija conozca sus deberes para con mi reina antes de que ésta llegue. Deberá aprender dónde ir, qué hacer en cada sitio y quién es quién en la corte. No tenemos mucho tiempo pero te garantizo que la reina y yo cuidaremos de ella. No temas, Blaze Wyndham; tu hija estará a salvo conmigo.