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– ¿Y te gustan sus…?-titubeó lady Ana.

– ¿Sus atenciones? -añadió Nyssa terminando la frase por ella-. Aunque por razones evidentes no puedo hacer comparaciones, debo decir que lo pasamos bien en la cama.

– No está mal para empezar -replicó la reina.

La conversación no tardó en volver a Catherine Howard. Las constantes atenciones del rey habían hecho que las chismosas de la corte se olvidaran del precipitado matrimonio a medianoche de Nyssa y Varían de Winter. Cromwell había ordenado la detención de lord Lisie, el padre de las hermanas Basset, y las muchachas estaban aterrorizadas. El obispo Sampson, el mejor aliado de Gardiner, había sido encerrado en la Torre y la inestabilidad aumentaba. Para colmo, el comportamiento del rey era más propio de un joven de veinte años que de un hombre de cincuenta.

El rey y la reina aparecieron juntos en público con motivo de los torneos celebrados en Westchester y Durham. Se permitió asistir a todo el mundo a los banquetes ofrecidos tras los torneos, ocasión que los subditos más fieles aprovecharon para ver a sus soberanos juntos por última vez. El pueblo adoraba a Ana de Cleves y Ja tenía por una princesa digna y encantadora y, aunque Enrique Tudor conocía el cariño que su esposa despertaba, fingía no darse cuenta. Ofreció un suculento banquete a los participantes en los torneos y recompensó a los ganadores con cien marcos de oro y una casa para cada uno.

El mes de mayo pasó muy deprisa. Catherine Ho-ward, todavía dama de la reina, cada vez dedicaba menos tiempo a sus ocupaciones y lady Ana empezaba a sentirse incómoda. Había prometido a su marido comportarse como si no supiera qué ocurría a su alrededor, pero era imposible ignorar que los acontecimientos se precipitaban hacia un enredo final. Finalmente, el 10 de junio el jefe de la guardia interrumpió la reunión que mantenían los consejeros del rey, presididos por Tho-mas Cromwell.

Cuando hubo informado al primer ministro de que tenía órdenes de arrestarle, Cromwell se quitó el sombrero y lo arrojó sobre la mesa.

– ¡Que Dios ayude al rey, mi señor! -exclamó furioso, mientras el duque de Norfolk y el conde de Southampton le arrebataban las insignias de su cargo-. Si supierais dónde os estáis metiendo no estaríais tan ansioso por ocupar mi lugar, Howard -añadió mientras el jefe de la guardia le arrastraba fuera de la habitación. A la orilla del río esperaba la barca que le llevaría a la Torre.

La orden de arresto de Cromwell estaba salpicada de referencias a su origen humilde, por lo que todo el mundo supo que el duque de Norfolk se encontraba detrás de aquella turbia operación política. El primer ministro fue acusado de traición, de malgastar las finanzas del rey y de abusar del poder que éste le había otorgado, todos ellos cargos imposibles de demostrar. Se decía que había sacado de la cárcel a hombres acusados de traición al rey y que había otorgado pasaportes y redactado nombramientos sin permiso de Enrique Tudor. Por su parte, sir George Throckmorton y sir Richard Rich, los enemigos más feroces del primer ministro, le acusaron de herejía. Sir Rich, que había cometido perjurio en el juicio contra Tomás Moro, no tuvo inconveniente en volver a jurar en falso.

Durante su etapa como primer ministro, Thomas Cromwell se había granjeado numerosas enemistades entre los caballeros de ascendencia ilustre y los de origen humilde. El rey creyó las acusaciones contra él a pie juntiñas tras llegar a la conclusión de que le convenía deshacerse de su primer ministro. Además, todavía no le había perdonado por haberle forzado a casarse con una mujer tan poco atractiva como lady Ana. Cromwell escribió al rey desde la Torre y le pidió perdón por sus crímenes, pero Enrique Tudor hizo oídos sordos a sus súplicas.

El arzobispo Cranmer, la única persona de la corte que comprendía y apoyaba a Thomas Cromwell, sabía que su amigo no era culpable de herejía y trató de interceder por él. Hizo todo cuanto pudo por convencer al rey de que el primer ministro era su subdito más fiel y que sus decisiones más controvertidas le habían beneficiado, pero Enrique Tudor le despidió con cajas destempladas tras asegurar que Thomas Cromwell era culpable de numerosos crímenes y que debía pagar por ellos con su vida. El obispo de Chichester, que había sido encerrado en primavera por orden de Cromwell, fue liberado junto con sir Nicholas Carew y lord Lisie, el padre de las hermanas Basset. Cromwell había anotado los nombres de otros cinco obispos en su lista negra, pero no tuvo tiempo de actuar contra ellos.

Catherine Howard renunció a su cargo de dama de honor y se trasladó al palacio de Lambeth. El pueblo contemplaba estupefacto a Enrique Tudor cuando éste atravesaba el río cada día a la misma hora para visitar a su nuevo amor. Incluso a la reina empezaba a resultarle difícil hacer ver que no se daba cuenta de lo que ocurría a su alrededor. Sin embargo, sabía que estaba atada de pies y manos y no quería arriesgarse a expresar sus pensamientos en voz alta por miedo a encender la ira de su marido. Cuando sus damas trataban de sonsacarla, se limitaba a decir: «Su majestad sabe lo que hace.» En la mañana del 24 de junio Enrique Tudor se presentó en las habitaciones de lady Ana y exigió verla.

– Señora, hace mucho calor y temo que estalle una epidemia de peste -dijo-. Debo pediros que abandonéis palacio inmediatamente y os trasladéis a Rich-mond. Me reuniré con vos allí dentro de dos días.

Dicho esto, la besó en las mejillas y se marchó. Cuando volvieron a verse, ya no eran marido y mujer. Enseguida se corrió la voz de que el rey había enviado a lady Ana a Richmond «por motivos de salud». La reina obedeció las órdenes de su marido y partió saludando y sonriendo a toda la gente que salió al camino para verla pasar. Ante la sorpresa de toda la corte, aquella noche el obispo Gardiner ofreció una cena en honor de Enrique Tudor y Catherine Howard. Saltaba a la vista que el reinado de Ana de Cleves había llegado a su fin, pero ¿cómo iba el rey a deshacerse de ella?

Cinco días después de la partida de la reina, se firmó la sentencia contra Thomas Cromwell en la que se le acusaba de traidor, se le confiscaban todas sus propiedades y se le despojaba de todos sus derechos. Enrique Tudor permanecía en Hampton Court y la corte sospechaba que no tenía ninguna intención de cumplir la promesa que había hecho a lady Ana de reunirse con ella en Richmond. En los primeros días del mes de julio la Cámara de los Lores realizó una petición formal al rey para investigar la legitimidad de su matrimonio con Ana de Cleves y, para sorpresa de todo el mundo, el rey aceptó tras asegurar que ese matrimonio se había celebrado «en contra de su voluntad». Esa declaración causó gran asombro y desconcierto entre los cortesanos, que nunca habían visto a Enrique Tudor hacer nada «en contra de su voluntad».

El Consejo del rey se reunió aquella misma tarde y sus miembros acordaron ir a ver a lady Ana y pedirle permiso para seguir adelante con el proceso. Partieron una soleada tarde de verano, tan inquietos y preocupados que ni siquiera se molestaron en contemplar el hermoso paisaje que bordeaba el río.

– Espero que no sea otra Catalina de Aragón -suspiró lord Audley, que viajaba en la barca que abría la marcha.

– Yo también -contestó el duque de Suffolk-. El rey está impaciente y, como las otras dos, Catherine Howard exhibe ante él su virtud como si fuera un trofeo que debe conquistar. No permitirá que le ponga una mano encima hasta que su majestad no le ponga la alianza en el dedo y le ciña la corona a la cabeza. Todas son iguales, pero él no aprende -se lamentó negando con la cabeza-. Primero la reina Ana, luego lady Jane y ahora…

– Lady Ana es una mujer muy sensata -intervino el arzobispo Cranmer-. No nos dará problemas.

Cuando las tres barcazas en que viajaban los miembros del Consejo llegaron a Richmond horas después, lady Ana recibió la inesperada visita con desconfianza. ¿Y si. Hendrick había cambiado de opinión y faltaba a las promesas que le había hecho meses atrás? ¿Y si había decidido enviarla de vuelta a Cleves? Mientras se hacía todas estas preguntas, Ana de Cleves paseaba su inquieta mirada por los rostros serios de los caballeros. Como presidente del Consejo, el duque de Suffolk tomó la palabra y explicó el motivo de su visita con tanta delicadeza como pudo para no causar una impresión demasiado fuerte a la reina. Deseoso de asegurar se de que lady Ana entendiera la situación perfectamente, pidió a Hans von Grafsteen que tradujera sus palabras al alemán. Las damas de honor contemplaban la escena boquiabiertas y sus miradas ansiosas iban del duque de Suffolk a la reina. ¡Qué historia tan magnífica para contar a sus familiares y amigos!