Varían recordó las palabras de su suegro mientras ayudaba a Nyssa a desmontar.
– Comparada con Riveredge, Winterhaven debe parecerte horrible y pasada de moda, ¿verdad? -se adelantó el conde de March a modo de disculpa. La casa no le había parecido nunca tan triste e inhóspita como ahora.
– Será divertido ponerla en condiciones -contestó Nyssa-. Mientras las ventanas cierren bien y las chimeneas funcionen, lo demás tiene fácil solución. Tenemos tiempo de sobra para hacer de esta casa un hogar acogedor -concluyó besándole en la mejilla.
Una pareja de ancianos habían salido a recibirles y sus rostros arrugados estaban iluminados por una amplia sonrisa de bienvenida.
– Bienvenidos a casa -dijeron a coro, felices de ver a sus señores.
– 'Nyssa, te presento al señor y a la señora Browning. Ésta es mi esposa, la condesa de March -añadió dirigiéndose a los criados-. Es la hija de los condes de Langford. ¿Dónde están el resto de los criados? -inquirió.
– Se han ido, señor -contestó Browning-. El señor Smale, el administrador, dice que mantener criados en una casa deshabitada es un gasto innecesario.
– Hace mucho frío -intervino Nyssa-. ¿Por qué no entramos y continuamos esta conversación junto al fuego?
Los Browning siguieron a su nueva señora dócilmente mientras Varían de Winter sonreía complacido al ver que los criados no dudaban en acatar las órdenes de Nyssa. El comedor principal de Winterhaven era una amplia estancia de forma rectangular con dos chimeneas en los extremos. La joven condesa de March se quitó el abrigo y se lo tendió a Browning.
– ¿Sois vos quien se ocupa de la cocina, señora Browning? -preguntó, consciente de sus obligaciones-. A partir de hoy se servirá el desayuno después de la misa de la mañana. A menos que tengamos invitados importantes, será una comida muy sencilla: cereales, huevos duros, pan, jamón, queso y frutas confitadas. El almuerzo se servirá a las dos en punto y una ligera cena, a las siete.
– Sí, señora -asintió la señora Browning-. Necesitaré ayuda en la cocina.
– Vos conocéis a las familias de los alrededores, así que seréis la encargada de elegir a vuestras ayudantas. Deberán ser muchachas trabajadoras y bien dispuestas. Escoged a tantas como necesitéis. Yo misma las entre vistaré una por una y les asignaré diferentes quehaceres. Las que no sepan cocinar realizarán los trabajos domésticos y se ocuparán de la ropa. Soy una mujer justa y bondadosa pero no estoy dispuesta a mantener sirvientes perezosos e inmorales. Y ahora, acompañad a mi doncella a sus habitaciones y ayudadla a instalarse
– concluyó.
– Sí, señora -dijo la señora Browning haciéndole una reverencia. Es muy joven para ser tan severa, pensó. Saltaba a la vista que venía de una buena familia. La anciana señora Browning había oído hablar de la hospitalidad de los habitantes de Riveredge. Sus criados eran la élite de la servidumbre de la comarca y era evidente que la joven señora estaba acostumbrada a lo mejor. ¡Ya era hora de que Winterhaven tuviera una señora como Dios manda! Habían tenido que pasar treinta años pero aquel parecía el principio de una nueva y próspera era.
Varían de Winter contempló a su esposa embelesado mientras ésta instruía a sus sirvientes con una mezcla de firmeza y dulzura. Cuando Nyssa hubo terminado de dar órdenes a la señora Browning, el conde de March se volvió hacia el viejo criado.
– Quiero ver al señor Smale inmediatamente
– dijo.
– Iré a buscarle-se ofreció. Ahora sabrás lo que es bueno, Arthur Smale, pensó. El administrador llevaba quince años ocupándose de Winterhaven y, aunque era un hombre honrado y trabajador, se le acusaba de conservador. Quizá ahora que el joven señor había regresado a casa decidiera efectuar algunos cambios… a menos que fuera a regresar a la corte tras el nacimiento de su hijo.
– ¿Habéis venido para quedaros, señor? -preguntó.
– Sí, Browning -contestó Varían esbozando una amplia sonrisa-. Puedes decírselo a todo el mundo. Quiero llenar esta casa de niños. ¿Qué te parece?
– ¡Una idea excelente, señor! Voy a buscar a Smale. Cada día suele regresar de los establos sobre esta hora. Durante los quince años que lleva ocupándose de estas tierras no ha llegado tarde ni un solo día. Es puntual como un reloj.
– Os traeré galletas y un poco de vino, señora -se ofreció la señora Browning saliendo tras su marido.
Nyssa paseó su escrutadora mirada por el amplio salón. El techo y el suelo de madera pedían a gritos ser pulidos de nuevo pero era consciente de que no podía encargar una tarea tan pesada a la anciana señora Browning. La mesa y las sillas también necesitaban desprenderse del polvo que habían acumulado durante años.
– ¿Dónde están los tapices?
– Mi madre bordó dos y los colgó en aquella pared, pero cuando mi padre murió los guardé en el desván. Sabía que tarde o temprano volvería y no deseaba que el sol y el polvo los echaran a perder.
– ¿Y quién te instruyó en el cuidado y la conservación de los tapices? -preguntó Nyssa.
– La duquesa Elizabeth, mi abuela adoptiva.
Durante las semanas siguientes Nyssa comprobó que la casa se encontraba en un estado lamentable y que iba a tener que trabajar muy duro si quería tenerla en condiciones antes del nacimiento de su hijo. Había dejado de sufrir mareos y se sentía llena de energía. Había decidido empezar por pedir prestados a su madre algunos de sus mejores sirvientes para que éstos instruyeran a los nuevos. La señora Browning era muy querida y respetada pero no tenía edad para ocuparse de una tarea tan pesada. Sin embargo, Nyssa no deseaba hacerle sentir incómoda y olvidada y le consultaba cada decisión que debía tomar. La nuera de la anciana pareja empezó a realizar las tareas que su suegra había de sempeñado años atrás y la señora Browning pasó a empuñar un cucharón de madera y a ocupar un sillón junto a la chimenea de la cocina, posición desde la que vigilaba a las cocineras.
El mobiliario se encontraba en buenas condiciones y las piezas más deterioradas no tardaron en recuperar el esplendor perdido. Se confeccionaron almohadones, colchas y colgaduras y se bajaron los tapices del desván. Nyssa encargó que trajeran alfombras de Londres.
– Sólo las residencias más pasadas de moda tienen esteras en lugar de alfombras -aseguró Nyssa-. Necesitamos alfombras.
– Pues yo vi muchas esteras en palacio -replicó Varían-. ¿Insinúas que el rey es un antiguo?
– ¡Desde luego que sí! Además, el dinero no te servirá de excusa. Fuiste tan comedido en tus días de soltero que tenemos de sobra. Uno de los deberes ineludibles de una esposa es despilfarrar el dinero de su marido.
El día de Santo Tomás llegó un paje trayendo un mensaje de palacio. Hacía mucho frío y el conde de March le invitó a pasar la noche en Winterhaven.
– Mañana os daré la respuesta al mensaje de su majestad -prometió.
El mensajero se retiró después de agradecer la hospitalidad de los condes de March. El joven había acudido a la corte en busca de fortuna, pero había tantos como él que hacía falta un milagro para hacerle destacar por encima de los demás. Sin embargo, él no perdía las esperanzas y se había afanado en cumplir al pie de la letra las órdenes de la reina Catherine: debía entregar el mensaje personalmente a los condes de March. Si la respuesta de éstos complacía a sus majestades, quizá él fuera recompensado.
– El rey nos espera en palacio el día de Reyes -comunicó Varían a Nyssa cuando estuvieron solos-. Me temo que no estás en condiciones de viajar -añadió acariciando el abultado vientre de su esposa y estremeciéndose al sentir a su hijo moverse en su interior-. ¿Sientes no poder ir?
Nyssa cambió de postura y trató de acomodarse en la enorme cama de madera de roble con colgaduras de terciopelo rojo que compartía con su esposo. Sentía el cuerpo hinchado como una sandía e incluso los vestidos de embarazada que su madre le había prestado le quedaban estrechos.