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– Soy una mujer casada.

– Entonces será mejor que pida permiso a vuestro marido.

Nyssa se echó a reír. Tenía que admitir que era una respuesta muy aguda y que el joven tenía sentido del humor.

– Varían tiene muchas admiradoras, así que no creo que le importe que otros caballeros se fijen en mí. ¿Por qué me miráis así?

– Sois muy hermosa.

– Y vos muy peligroso -replicó Nyssa soltándole la mano y alejándose tras devolverle la copa medio vacía.

Cynric Vaughn estalló en carcajadas. Había conseguido sacar a la presa de su escondrijo y la caza estaba a punto de empezar. Nyssa era una mujer fascinante y estaba decidido a tenerla.

– Ea miras demasiado, Sin -dijo Tom Culpeper, que había observado la escena y se había acercado a su amigo-. Siento desilusionarte, pero pierdes el tiempo. Su majestad dice que lady De Winter es virtuosa hasta el aburrimiento. Te aconsejo que escojas una presa más fácil.

– Ni hablar -replicó Vaughn-. Todavía no sé cómo lo conseguiré, pero juro que esa mujer será mía.

– Ten cuidado, amigo -le advirtió Tom Culpeper-. El rey la adora y fue amante de su madre hace quince años. ¿Conoces la historia de su boda con lord De Winter? El conde estaba a punto de seducirla cuando el rey les sorprendió. Se puso furioso y ordenó que se casaran inmediatamente y que a la mañana siguiente le fuera mostrada la prueba de que el matrimonio había sido consumado. Así se aseguraba de que el conde no repudiara a la joven y se quedara con el dinero de la dote.

– Entonces se casaron obligados y no por amor… -murmuró Cynric, pensativo.

– Parece que se llevan bien -le informó Tom-. Tienen dos hijos de corta edad.

– ¿Y cómo van tus conquistas? -preguntó Cynric Vaughn cambiando de tema.

– No te equivoques conmigo. Soy un hombre ambicioso y deseo llegar a lo más alto, como hizo Charles Branden hace treinta años. Ha llovido mucho desde entonces y el rey se ha convertido en un anciano y un calzonazos. He descubierto que la mejor forma de conseguir mis objetivos es ganarme a la reina.

– ¡Es la excusa más original que he oído en mi vida! -rió su amigo-. Deja que te diga algo: si os descubren, la reina nunca confesará que le gustas. Te acusará de haberla violado y te aseguro que el rey no olvidará tan fácilmente como cuando tuviste aquel «accidente» con la mujer del guardabosques. Atrévete a poner una mano encima a su rosa sin espinas y serás decapitado. ¿Crees que vale la pena?

– La reina es mi prima y mi amiga -replicó Tom Culpeper dando la discusión por finalizada-. Nada más.

La caravana recorrió los condados de Yorkshire y Northumberland deteniéndose en los lugares donde había buena caza. A Nyssa le gustaba aquel deporte pero, cuando se cansaba de perseguir y acorralar a su presa, se sentía incapaz de matarla. Como la mayoría de las mujeres criadas en el campo, era una amazona excelente.

Una tarde, su caballo empezó a cojear y pronto quedó rezagada. Para colmo, había empezado a llover y la joven buscó un lugar donde guarecerse. Divisó a lo lejos una vieja abadía en ruinas y corrió a refugiarse. Desmontó de un salto y examinó a su yegua.

– ¡Maldita sea! -se lamentó. En ese momento oyó la voz de un hombre y dio un respingo. Se volvió y descubrió que Cynric Vaughn la había seguido hasta allí.

– ¿Estáis bien, señora?

– Mi yegua se ha clavado una piedra y no puedo sacársela.

– ¿En qué pata? -preguntó Cynric Vaughn arrodillándose y sacando su navaja-. Ya está. Puede andar perfectamente pero os aconsejo que esperéis a que deje de llover.

Nyssa advirtió que lo que había empezado como un pequeño chaparrón se había convertido en un aguacero torrencial y decidió aprovechar la oportunidad para sonsacarle.

– ¿Cuánto tiempo lleváis en palacio? -empezó-. No recuerdo haberos visto el año pasado.

– Mucho -contestó él, enigmático.

– Sois muy amigo de Tom Culpeper, ¿verdad? -preguntó adoptando su expresión más inocente.

– Así es, pero permitidme que os dé un consejo: olvidaos de él; su amante es muy celosa.

– Os recuerdo que soy una mujer casada.

– ¿Dónde he oído eso antes? -replicó Cynric Vaughn esbozando una sonrisa burlona-. ¿Estáis casada de verdad o necesitáis repetir lo mismo cada cinco minutos para convenceros? -añadió alargando una mano y acariciándole un mechón de cabello.

– Hay quien dice que sois un hombre malvado y empiezo a pensar que tienen razón -dijo Nyssa pestañeando seductoramente. Se estaba divirtiendo mucho. Cynric Vaughn era un hombre muy atractivo y tenía ganas de que la besara. Sentía curiosidad por averiguar cómo sabían los besos de otros hombres y, aunque sabía que hacía mal, se decía que sólo sería un besito sin importancia.

– Sois deliciosa -murmuró él sujetándola por la barbilla y rozándole los labios con los suyos-. Quiero haceros el amor aquí y ahora. Pensad en los fantasmas de los monjes que nos estarán observando mientras damos rienda suelta a nuestra pasión -añadió enlazándola por la cintura y acariciándole los pechos.

– ¡No tan deprisa, señor! -exclamó Nyssa desasiéndose de su abrazo-. ¿Por quién me habéis tomado? Mirad, ha dejado de llover. Será mejor que regresemos con los demás antes de que nos echen de menos

– añadió y, sin esperar a que él la ayudara, montó de un salto-. ¿Venís, señor? -preguntó antes de poner a su yegua al galope y desaparecer a toda velocidad.

Cynric Vaughn sonrió para sus adentros. La joven no dejaba de repetir que era una mujer casada pero su cuerpo pedía a gritos ser amado. Ya tendría tiempo de intentar otro asalto.

La caravana visitó la ciudad de Newcastle y a finales del mes de agosto llegó al castillo de Pontefract, donde tenía previsto permanecer durante una semana.

La reina y sus damas se entretenían jugando a las cartas cuando el tiempo no les permitía divertirse al aire libre. Una tarde, lady Rochford se acercó a Catherine y le susurró al oído que un caballero deseaba verla.

– ¿De quién se trata? -inquirió la reina.

– Se llama Francis Dereham y dice que viene de parte de vuestra abuela, la duquesa Agnes. Desea ocupar el puesto de secretario de su majestad.

Catherine palideció y se sintió desfallecer, pero consiguió recuperar la compostura antes de que lady Rochford advirtiera su inquietud.

– Recibiré al señor Dereham en mi habitación

– dijo poniéndose en pie-. Si le ha enviado mi abuela, debo ser amable con él.

El corazón se le salía por la boca. ¿Qué quería? ¿Lo mismo que Joan Bulmer y el resto de parásitos que habían acudido a pedirle una colocación en palacio tras amenazarla con revelar algunos detalles de su vida en el palacio de Lambeth?

Lady Rochford abrió la puerta y cedió el paso a un caballero..

– Majestad, el señor Dereham. Francis Dereham se descubrió e hizo una reverencia a la reina.

– Es un honor volver a veros, majestad -empezó-. Lady Agnes os envía un cariñoso saludo.

– Dejadnos a solas, por favor -pidió Catherine a lady Rochford, quien se apresuró a retirarse. La reina observó al hombre arrodillado a sus pies. Era moreno, lucía una cuidada barba y un pendiente en una oreja y sus ojos tenían un brillo malicioso-. ¿Qué queréis, señor? -preguntó con frialdad.

– ¿Qué significa esto, mi pequeña Cat? -replicó él esbozando una amplia sonrisa. Cat comprobó que seguía teniendo una boca preciosa y una dentadura perfecta-. Acabo de llegar de Irlanda. ¿No me dedicas unas palabras de bienvenida?

– ¿Estáis loco? -exclamó ella, enojada-. ¿Cómo os atrevéis a dirigiros a vuestra reina en ese tono? Decid de una vez qué queréis y esfumaos.

– Quiero que me ayudes a hacer fortuna en la corte -contestó Francis Dereham-. Es lo mínimo que una mujer puede hacer por su marido.

– Nosotros no somos marido y mujer.

– ¿Has olvidado las promesas de amor que nos hicimos hace sólo tres años? Yo no.