A Thomas Howard, duque de Norfolk, no le gustaba aquel matrimonio. Mucha gente, incluido el obispo Gardiner, opinaba que era porque la princesa era protestante, pero la verdadera razón era que el duque odiaba a Thomas Cromwell y estaba resentido por haber sido excluido de los órganos consejeros que rodeaban al monarca. Durante mucho tiempo él había sido el noble más influyente de la corte y miembro del consejo privado del rey. Se oponía a la unión de Enrique VIII y Ana de Cleves porque aquel matrimonio había sido idea de Thomas Cromwell. A partir de ahora sería el primer ministro quien aconsejaría a la reina y no él, Thomas Howard, cuya estúpida sobrina, Ana Bolena, había llevado una vez la corona de Inglaterra. Si la irresponsable joven hubiera seguido sus sabios consejos, seguiría siendo reina.
El duque suspiró apesadumbrado. ¡Le había resultado tan duro mirar a la cara a la panfila de Jane Sey-mour! Había tenido que sufrir en sus carnes la arrogancia de sus dos hermanos, Eduardo y Thomas Seymour, aquellos arribistas de Wolfhall, y sufrir la humillación de ver a una Seymour en el lugar de una Howard. Su único consuelo era pensar que la nueva reina llevaba sangre real y haber conseguido conservar su cargo de tesorero del rey a pesar de que su familia había caído en desgracia.
La reina no llegó a Calais hasta el 11 de diciembre y la comitiva fue escoltada hasta la ciudad pero no pudo cruzar el Canal hasta el 26 de diciembre debido a las fuertes tormentas que azotaban las costas de Inglaterra y Francia.
La princesa Ana combatía las horas de aburrimiento jugando a las cartas. El conde de Southampton le había asegurado que el rey era un gran aficionado a los juegos de azar y la princesa se había apresurado a instruirse en este arte. Estaba dispuesta a hacer cualquier cosa por complacer a su futuro marido. En la aburrida corte de Cleves la música, el baile y los juegos eran considerados distracciones frivolas y estaban terminantemente prohibidos. Sin embargo, Ana encontraba las cartas de lo más estimulante, sobre todo cuando había en juego grandes cantidades de dinero.
Los secretarios de palacio, que se habían sentido desbordados para contestar a los cientos de candidatos que solicitaban entrar a formar parte del servicio personal de la nueva reina, se habían visto obligados a rechazar a la mayoría de ellos. Nyssa Wyndham llegó a Hampton Court el 15 de noviembre. El nerviosismo y el temor había aumentado a cada kilómetro que la alejaba de Ri-veredge y la acercaba a palacio. Observaba con atención a su tía Bliss y copiaba todos sus movimientos mientras trataba de ignorar a sus hermanos y a sus primos, que encontraban aquel comportamiento muy divertido.
Owen Fitzhugh sabía que el palacio estaría lleno a rebosar y había alquilado una casa en la población de Richmond. La próxima llegada de la reina había acabado con la oferta inmobiliaria de la ciudad y el conde había tenido que luchar con varios competidores para conseguir aquel modesto alojamiento. Cuando Bliss y yo éramos jóvenes y formábamos parte de la corte, todo era distinto, recordó. La vida de la corte se había puesto por las nubes y no sólo había tenido que alquilar una casa en Richmond, sino que había tenido que tomar otra en Greenwich. Afortunadamente, sus cuñados le había ayudado a sufragar los gastos; después de todo, estaban allí por Nyssa y los chicos.
– ¿Vamos a vivir aquí, tío Owen? -preguntó Nyssa.
– Tus hermanos y tú viviréis en palacio -respondió su tía sin dar tiempo a su marido a contestar la pregunta de su sobrina-. Esta casa es para nosotros dos, Owen y Edmund.
– La vida en palacio no es fácil, Nyssa -añadió Owen Fitzhugh-. Seguramente tendrás que compartir cama con otra muchacha de tu edad y apenas tendrás sitio para tus cosas. Deberás estar a disposición de la reina las veinticuatro horas del día y no dispondrás de un momento para ti.
Nyssa palideció y dirigió una mirada inquisitiva a su tía. ¿Por qué no le había hablado nadie de la dura vida que le esperaba? De repente había dejado de apetecerle ser dama de honor de la reina Ana. ¡Ojalá se hubiera quedado en casa!
– Es cierto que la vida de una dama de honor no es fácil, Nyssa -se apresuró a replicar su tía-, pero debes pensar en las ventajas que la corte ofrece a una muchacha de tu edad y posición: poder, diversión… y hombres -añadió quitándose el sombrero, tomando la mano que el cochero le tendía y disponiéndose a descender del coche-. ¿Qué es esto? -exclamó disgustada al ver la residencia escogida por su marido-. ¡Pero si es una cabana!
Nyssa descendió del coche detrás de su tía y le estrechó una mano.
– Tenemos suerte de haber encontrado una casa, aunque sea modesta -se defendió Owen Fitzhugh-. No es fácil instalarse en esta población en circunstancias normales y mucho menos ahora que la reina está a punto de llegar. Sé de gente que está durmiendo en un granero. Si preferís dormir con las vacas, señora, no tenéis más que decirlo.
Nyssa ahogó una carcajada. El tío Owen podía ser muy mordaz pero la verdad era que la tía Bliss hacía y deshacía a su antojo sin contar con él.
– A mí me parece una casa preciosa -intervino conciliadora-. Estoy impaciente por vivir en la ciudad.
– Estoy segura de que es el mejor alojamiento que has podido encontrar, Owen, querido -se apresuró a rectificar Bliss-. ¡Vamos, no te quedes como un pasmarote y veamos en qué estado se encuentra!
Tras una rápida inspección, la condesa advirtió que, aunque la casa no se encontraba en las penosas condiciones que había temido, distaba mucho de ser el lujoso palacio que habría preferido. Del vestíbulo arrancaba una escalera que iba a dar al piso superior.
– La biblioteca está en la parte de delante y el comedor, atrás -indicó el conde-. La cocina se encuentra en la planta baja pero podemos traer la comida del comedor público si no deseas cocinar. Hay tres habita ciones en el primer piso y los criados pueden dormir en la buhardilla. El jardín y el establo están incluidos en el precio. Siento no haber podido encontrar algo mejor -se disculpó.
– Afortunadamente no tendremos que vivir aquí durante mucho tiempo -se consoló su esposa-. Pronto tendremos que trasladarnos a Greenwich para asistir a la boda real.
– La casa de Greenwich es más espaciosa -respondió el conde animándose de repente-. Cuando llegué ya estaba comprometida, pero un miembro de la familia que la alquiló murió de repente y tuvieron que suspender su estancia allí. El contrato dura hasta el mes de abril y una casa allí nos será de gran utilidad, aunque tengamos que pasar alguna temporada en Londres. ¿Te he dicho que tiene un jardín precioso?
– No, Owen; no me lo has dicho -respondió su esposa con un suspiro resignado-. Saber que en Greenwich nos espera casi un palacio hará más agradable y llevadera mi estancia en esta casa.
Mientras hablaban habían recorrido la casa hasta llegar al comedor, donde un criado había encendido el fuego y las luces. Los muebles eran modestos pero por lo menos la habitación estaba limpia.
– ¿Cuándo iremos a palacio, tía Bliss? -preguntó Nyssa, impaciente.
– Mañana -respondió la condesa-. He oído que la encargada de seleccionar a las damas de honor es la esposa de sir Anthony Browne, una dama muy exigente pero buena y justa. Creo que también se encarga de instruir a los pajes. Vosotros dos tendréis que comportaros, ¿entendido? -añadió dirigiendo una mirada severa a sus sobrinos-. Sobre todo tú, Philip. Eres el heredero de tu familia y debes dejar en buen lugar el apellido Wyndham. El rey os ha hecho un gran favor al permitiros servir a la reina.
– Descuida, tía Bliss -la tranquilizó el muchacho-. Sé cuánto se espera de mí y lo que debo hacer.
– Estoy seguro de que no nos defraudarás -añadió Owen Fitzhugh palmeando la espalda de su sobrino y esquivando la mirada furiosa de su esposa.