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– ¿Quién ha dicho que estoy segura?

Thomas Howard se echó a reír y olvidó sus preocupaciones por un momento. Si supiera lo que yo sé, no reiría así, se dijo Nyssa mientras el duque se volvía hacia su marido. La joven se acomodó en su.banco de respaldo alto tapizado de terciopelo y se dispuso a disfrutar del paisaje. Era 1 de noviembre, estaba muy nublado y hacía frío. Tillie y el resto de los criados se habían adelantado a caballo para tener todo a punto cuando llegaran sus señores.

Nyssa se alisó las arrugas de su elegante vestido de terciopelo anaranjado. El rey había anunciado la noche anterior que, en cuanto la caravana llegara a palacio, se celebraría una misa de Acción de Gracias por el regreso de la caravana. Nyssa recordó que la reina Catheri-ne resplandecía orgullosa junto al rey mientras éste hablaba. Habría dado cualquier cosa por que Cat le hubiera confesado que había dejado de ver a Tom Cul-peper pero sabía que no era así. Lady Rochford no se separaba de ella ni un momento y constantemente le traía recaditos que le susurraba al oído y hacían que la reina enrojeciera hasta la raíz del cabello.

Por su parte, Tom Culpeper se había convertido en un hombre orgulloso y arrogante. Francis Dereham, el malcarado secretario personal de la reina, se había peleado con él en dos ocasiones, aunque, afortunadamente, aquellos enfrentamientos no habían llegado a oídos del rey. Cuanto más favorecía Cat a Tom Culpeper y más tiempo pasaba a solas con él, más celoso se ponía su secretario. Algunas damas de la reina comentaban que Francis Dereham trataba a su majestad con una familiaridad inusual.

Nyssa estaba segura de que Catherine no dejaría de ver a Tom Culpeper. Se preguntaba si alguien más sabía lo que se traían entre manos. Clavó la mirada en la barca que les precedía, la ocupada por los reyes.

Habían embarcado cogidos del brazo y habían olvidado echar las cortinas, así que Nyssa podía observarles a placer. Catherine estaba sentada sobre el regazo del rey y reía alegremente. Nyssa enrojeció al imaginar lo que estaban haciendo. Catherine Howard era una desvergonzada y estaba convencida de que, si lograba mantener sus encuentros en secreto y no descuidaba al rey, todo saldría bien. Nyssa suspiró al pensar que todavía faltaban dos meses para que pudieran regresar a casa. Rezaba por que el invierno no fuera muy riguroso y la nieve no les cerrara el paso.

Los subditos se agolpaban en las orillas y saludaban con efusión a los ocupantes de las barcas. Si supieran qué ocurre tras los muros de palacio…, se dijo Nyssa. ¡Y pensar que ella había acudido a palacio tan ilusionada! ¿Quién iba a decirle que era un lugar poblado de peligrosos intrigantes?

Thomas Cranmer, arzobispo de Canterbury, tenía fama de ser un caballero bondadoso y comprensivo y simpatizaba más con los reformistas que con los católicos ortodoxos, tendencia a la que la joven reina y su familia se habían adherido. El arzobispo había suspirado de alivio cuando el rey le había dicho que no era necesario que le acompañara en su viaje, así que su verano había transcurrido entre oraciones, sesiones de meditación y visitas al joven príncipe Eduardo, a quien el rey había decidido dejar en palacio por miedo a que enfermara durante el viaje.

Habían sido meses muy tranquilos. No había habido ningún conflicto y el rey no se quejaba de tener mala conciencia, como solía hacer cada vez que deseaba deshacerse de una esposa. Aquella tranquilidad se terminó el día en que un tal John Lascelles le pidió audiencia para tratar «un asunto de suma importancia».

Thomas Cranmer, que había oído hablar de John Lascelles en alguna ocasión, le tenía por un reformista fanático tan convencido de que su visión de Dios y la Iglesia era la verdadera que no temía condenarse. Presentía que aquella inesperada visita le traería más de un quebradero de cabeza pero no se atrevía a despedirle con cajas destempladas. ¡Sólo Dios sabía qué era capaz de hacer si se negaba a recibirle! El rey estaba a punto de regresar y prefería deshacerse de él antes de que decidiera importunar a Enrique Tudor.

– ¿Está aquí, Robert? -preguntó a su criado, quien asintió-. Está bien, hazle pasar -suspiró, resignado mientras el joven clérigo que le ayudaba en sus tareas esbozaba una sonrisa cómplice.

– Sí, señor.

Lascelles irrumpió en el despacho del arzobispo dándose importancia.

– Os doy las gracias por haber accedido a recibirme, señor -dijo a modo de saludo mientras el secretario se retiraba discretamente.

– Sentaos, por favor -repuso Thomas Cranmer señalando un sillón.

– He venido a hablaros de un asunto muy delicado relacionado con su majestad la reina -empezó Lascelles tan atropelladamente que tuvo que hacer una pausa para tomar aire.

¡Oh, no!, se lamentó el arzobispo. ¿Por qué se empeñan en empañar la dicha del rey, ahora que ha alcanzado la felicidad junto a Catherine Howard? ¿No hemos tenido ya suficientes problemas con sus esposas, Señor? ¿Es que Enrique Tudor y este país no han sufrido bastante?

– Hablad sin miedo -ordenó-. Pero antes debo advertiros de algo: si habéis venido a contarme habladurías y chismes más propios de comadres que de hombres de nuestra posición os invito a abandonar mi despacho inmediatamente. No puedo perder el tiempo escuchando tonterías.

– Siento deciros que lo que he venido a deciros no es ninguna habladuría, sino la pura verdad -replicó John Lascelles antes de lanzarse a explicar la increíble historia que su hermana María Hall le había contado. La dama había trabajado en el castillo de Lambeth, conocía a Catherine Howard desde que ésta era una niña y la quería como si fuera su propia hija. Sin embargo, la muchacha que la hermana de John Lascelles había descrito en su relato distaba mucho de ser la inocente joven que todos creían conocer.

– Perdonad mi franqueza, pero ¿es vuestra hermana lo que se suele llamar.una chismosa? -preguntó Thomas Cranmer cuando John Lascelles hubo concluido su historia-. Ésas son acusaciones muy graves.

– Mi hermana es una buena cristiana y nunca ha faltado a la verdad. Además, muchos de los criados de la duquesa Agnes también conocían su comportamiento atrevido e indecoroso. Esos criados están al servicio de su majestad ahora y pueden corroborar que Catherine Howard cometió algunos pecadillos durante su juventud.

– Ya he oído suficiente por hoy -le interrumpió el arzobispo-. Deseo hablar con vuestra hermana. Ella asegura ser testigo de los hechos, mientras que vos os limitáis a repetir sus palabras. Decidle que la espero mañana.

– Así lo haré, señor -prometió John Lascelles poniéndose en pie e inclinándose cortésmente.

Thomas Cranmer estaba desconcertado. ¿Debía creer la historia que acababa de escuchar? Aunque la familia de Catherine Howard no estaba de acuerdo con los postulados de la Reforma, el arzobispo nunca había considerado a los Howard una seria amenaza. Thomas Howard no tenía religión, escrúpulos ni moral; simplemente era un conservador que no entendía por qué debían cambiar las cosas que siempre habían sido de una manera determinada. No le gustaban los cambios, pero era lo bastante inteligente como para dar su brazo a torcer cuando el prestigio y el bienestar de su familia estaban en juego.

En cambio, John Lascelles era un fanático empeña do en expulsar de Inglaterra a los católicos ortodoxos. Al contrarío del duque de Norfolk, era el tipo de hombre capaz de hacer cualquier cosa por llevar su causa a buen puerto. ¿Debía creer su historia? ¿Qué había impulsado a su hermana a revelarle los secretos de alcoba de Catherine Howard? ¿De verdad creía que si lograba deshacerse de una reina cuya familia simpatizaba con los católicos ortodoxos y la sustituía por una dama de familia favorable a la Reforma la causa triunfaría? Si pensaba que le iba a resultar fácil manipular a Enrique Tudor y a él mismo, arzobispo de Canterbury, era más tonto de lo que parecía.

A la mañana siguiente, María Hall se presentó en el despacho de Thomas Cranmer acompañada de su hermano. Era una mujer hermosa y saltaba a la vista que se había puesto su mejor vestido para asistir a la audiencia. El arzobispo asintió aprobatoriamente mientras recorría con la mirada el oscuro traje de seda con un escote recatado que desafiaba los dictados de la moda del momento. Se cubría la cabeza con una caperuza negra y se inclinó ante él cortésmente.