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– Esperad fuera, señor Lascelles -ordenó Thomas Cranmer-. Deseo hablar a solas con vuestra hermana. Entrad, hija mía -añadió cediéndole el paso y cerrando la puerta a sus espaldas-. Hace un día muy húmedo y frío, ¿verdad? Venid, sentaos junto a la chimenea.

Thomas Cranmer hizo todo lo posible por ganarse la confianza de la dama. Pensaba que si lograba tranquilizarla, recordaría hasta el último detalle de aquella desagradable historia. Con un poco de suerte, aquella conversación no saldría de su despacho y no sería necesario tomar medidas drásticas. En cuanto a Lascelles, ya se ocuparía de él más adelante.

El arzobispo esperó pacientemente hasta que María Hall se hubo acomodado en un sillón y le tendió una copa de vino dulce rebajado con agua.

– ¿Qué os llevó a confiar a vuestro hermano algunos detalles relacionados con el pasado de la reina? -preguntó.

– Yo no quería, señor -contestó la dama-. La señorita Cat era una niña muy traviesa, pero estaba convencida de que el matrimonio la haría cambiar para bien. John y Robert, mi marido, no dejaban de repetirme que debía pedirle un puesto en palacio. Yo les dije que no pensaba hacer tal cosa, pero ellos insistían y cada día me venían con el cuento de otra antigua doncella de la duquesa Agnes que había sido admitida en el servicio de su majestad. Sé cómo mantener a raya a mi marido pero John es harina de otro costal. Un día le dije que me dejara en paz y que no sería yo quien importunara a la pobre reina Catherine. Cuando me preguntó qué quería decir con eso de «la pobre reina Catherine», le contesté que esas mujeres no deseaban servirla, sino aprovecharse de ella y que habían obtenido su puesto amenazándola con revelar lo ocurrido en los palacios de Horsham y Lambeth durante su infancia y juventud. Le dije que chantajear a la reina me parecía algo despreciable y que, si ella hubiera reclamado mi presencia en la corte, no habría dudado en acudir a su lado pero que no pensaba amenazarla para obtener un buen puesto. Desgraciadamente, mis explicaciones no convencieron a John -suspiró desalentada-; la ambición de mi hermano no conoce límites. A partir de ese día no dejó de importunarme hasta que consiguió arrancarme el secreto que había abierto las puertas de palacio a las otras doncellas. Estoy convencida de que la señorita Cat no tuvo toda la culpa: era joven e inocente y los caballeros revoloteaban a su alrededor sin descanso. Le advertí de lo que podía ocurrir, pero no quiso escucharme. Es una jovencita muy testaruda y yo sólo era una simple doncella. La duquesa nunca sospechó nada -añadió-. Cada vez que había un problema ac tuaba con contundencia, pero lady Agnes no solía advertir que había problemas hasta que era demasiado tarde. Nadie le contaba lo que ocurría en su propia casa porque la mayoría de los miembros del servicio estaban implicados.

– Contadme todo cuanto recordéis de aquellos años -dijo el arzobispo con una voz tan suave que María Hall sintió que podía confiar en él.

– Conozco a su majestad desde que era una cría

– contestó-. Yo cuidé de ella y de sus hermanas cuando llegaron a Horsham. ¡Era una niña muy revoltosa!

– rió al recordar a la pequeña Catherine-. Pero tenía un corazón de oro, señor, y todo el mundo la adoraba. Un año antes de su marcha al palacio de Lambeth dije a la duquesa que la pequeña mostraba un gran interés por la música, así que lady Agnes hizo venir a un atractivo y ambicioso joven llamado Enrique Manox para que enseñara a Catherine a tocar el laúd y a cantar. Pero Manox quería llegar muy alto e hizo creer a la señorita que iba a casarse con ella, aunque en realidad sólo quería deshonrarla. ¡Valiente sinvergüenza, el tal Manox!

– bufó furiosa-. Le ordené que se alejara de mi Cat pero ellos siguieron viéndose en secreto. Un día, la duquesa les sorprendió besándose y acariciándose. Les propinó una monumental paliza y envió a Manox de vuelta a Londres.

– ¿Sintió mucho la señorita Catherine la partida de su profesor de música?

– La verdad es que no -contestó María Hall tras reflexionar unos instantes-. La pobre había dicho a todo el mundo que Enrique Manox le había dado palabra de matrimonio, pero no era más que un sueño adolescente. Aunque hubiera estado enamorado de ella, la familia nunca habría permitido que ese matrimonio se celebrara. La señorita era una Howard y él, un simple profesor de música.

– Comprendo -asintió Thomas Cranmer-. ¿Qué ocurrió cuando lady Catherine llegó a Londres?

– Ocurrió un año después. Enrique Manox la esperaba impaciente y pretendía continuar su conquista. Sin embargo, la señorita Catherine no quiso saber nada de él, lo que le enfureció mucho. El muy sinvergüenza había estado fanfarroneando delante de sus amigos sobre su aventura con ella y aseguraba que la señorita volvería a su lado con sólo pedírselo.

– ¿Eso es todo? -sonrió el arzobispo sirviéndole un poco más de vino-. Habladme de Francis Dere-ham. ¿Cuándo conoció a lady Catherine? ¿Mantenían una relación muy estrecha?

– Francis Dereham trabajaba para el duque. Como Enrique Manox, su posición era inferior a la de la señorita, pero parecía no importarle. Cuando Manox descubrió que aquel caballero hacía la corte a lady Catherine, se puso verde de envidia. Las peleas entre ambos rivales se sucedían sin descanso y la señorita, que se sabía la envidia de todo Lambeth, no cabía en sí de gozo. Francis Dereham se granjeó las simpatías de la reina desde el primer momento. Era bastante más apuesto que el pobre Enrique Manox y de buena familia. Finalmente, Manox admitió su derrota y desapareció, dejando el campo libre a Francis Dereham. Aunque se hacía pasar por un auténtico caballero, era otro sinvergüenza. Trataba a la señorita con demasiada familiaridad y yo solía reprenderla. «Francis dice que desea casarse conmigo», me dijo una vez. «¿Conque esas tenemos? ¿Volvemos a las andadas, lady Catherine? Vos no sois nadie para dar palabra de matrimonio. Será vuestro tío, el duque, quien escogerá a vuestro marido», repliqué yo. «Sólo me casaré con Francis Dereham», insistió ella. Desde ese día la señorita Catherine empezó a volverme la espalda y dejó de confiar en mí, pero yo seguía reprobando su comportamiento. Un día, Francis Dereham me amenazó: «Si dices algo a la duquesa, alegaré que eres una mentirosa y que estás celosa de Catherine. Perderás tu trabajo y te morirás de hambre porque nadie querrá contratarte. ¿Me he explicado con claridad?», dijo. ¿Qué podía hacer yo sino callar, señor? -sollozó María Hall.

– ¿Creéis que el señor Dereham se tomó demasiadas libertades con lady Catherine? -inquirió Thomas Cranmer.

– Sí, señor, pero la señorita lo arreglaba todo diciendo que no importaba porque se iban a casar. Lo repetía tantas veces que todo el mundo acabó dando por sentado que sería así. Francis Dereham visitaba el dormitorio de las niñas casi todas las noches y se metía en la cama con ella. Hasta entonces yo había ocupado ese lugar, pero no pude seguir haciéndolo. Yo era una mujer casada y sabía perfectamente qué significaban los gemidos y los resoplidos que llegaban a mis oídos. Muchas de las jóvenes que compartían habitación con ella se negaron a seguir durmiendo allí cuando descubrieron qué estaba ocurriendo.

– ¿Insinuáis que lady Catherine no era virgen cuando se casó con el rey? -exclamó Thomas Cranmer-. ¿Estáis diciendo que el señor Dereham y ella fueron amantes?

– No puedo jurarlo porque echaban las cortinas de la cama, pero estoy casi segura de que ocurrió como os he explicado -contestó María Hall.

– Continuad, por favor.