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– Se trataban de marido y mujer delante de todo el mundo. Una vez, él la besó en público y todos le reprendimos por comportarse con tanto descaro. El señor Dereham replicó: «¿Qué ocurre? ¿Acaso no tiene derecho un hombre a besar a su esposa?» Lady Catherine se encendió hasta la raíz del cabello. La señorita empezaba a tomar conciencia de qué significaba ser una Howard y se arrepentía de no haber parado los pies a su amante. Sin embargo, cuando aún estaba a tiempo de deshacerse de él, prefirió seguir haciéndole sitio en su cama. Manox, que no había olvidado la traición de Catherine y estaba celoso de Dereham, empezó a decir que había visto una mancha de nacimiento que la señorita tenía en un lugar no visible. Le pedí que dejara de lanzar infamias pero no me hizo caso. Finalmente, Catherine convenció a Dereham de que, no siendo su familia tan noble como la suya, debía conquistar a su tío con dinero, por lo que era necesario que partiera inmediatamente en busca de fama y fortuna. En aquellos días, lady Catherine ya sabía que había sido escogida como dama de honor de lady Ana de Cleves y que debía trasladarse a Hampton Court. Sospecho que a la señorita le pareció la excusa perfecta para deshacerse de su amante. Dereham partió hacia Irlanda no sin antes dejarle todos sus ahorros y asegurarle que ese dinero sería para ella si a él le ocurría algo. El pobre diablo estaba convencido de que Catherine aceptaría casarse con él. Meses después, oí decir que se había hecho pirata, pero es sólo un rumor.

El arzobispo de Canterbury sentía un peso en el pecho que le impedía respirar con normalidad.

– Decidme el nombre de las doncellas que han hecho chantaje a su majestad -pidió.

– Katherine Tylney, Margaret Morton, Joan Bul-mer y Alice Restwold -respondió María Hall sin vacilar.

– ¿Creéis que confirmarán vuestra historia?

– Si dicen la verdad sí, señor.

– Quiero pediros un favor -dijo Thomas Cranmer-: no habléis a nadie de esta conversación… ni siquiera a vuestro hermano. Si es cierto que Catherine Howard no era virgen cuando se casó con Enrique Tu-dor, quizá siga comportándose así después de su matri monio y ése sería motivo más que suficiente para acusarla de traición. Sé por experiencia que es casi imposible abandonar las malas costumbres. Antes de tomar una decisión, debo hablar con el resto de las doncellas de su majestad -añadió poniéndose en pie-. Por esta razón, os pido que guardéis silencio. Yo hablaré con vuestro hermano. El señor Lascelles a veces peca de… impulsivo.

El arzobispo acompañó a María Hall hasta la sala donde su hermano esperaba. John Lascelles se puso en pie de un brinco y corrió hacia ellos, pero Thomas Cranmer se le adelantó.

– La conversación que acabo de mantener con vuestra hermana es confidencial y le he prohibido revelar su contenido a nadie, ni siquiera a vos. Quiero investigar a fondo este asunto antes de hacerlo público. Pronto volveré a llamaros a declarar, ¿habéis entendido?

Lascelles asintió y, tomando a su hermana del brazo, abandonó el palacio. Thomas Cranmer, el clérigo más poderoso de Inglaterra, regresó a su despacho y se dispuso a meditar sobre la increíble historia que acababa de escuchar. María Hall parecía inofensiva y, aunque había manifestado su desacuerdo con el comportamiento de la reina, su afecto por ella parecía sincero.

Ahora estaba seguro de que Catherine Howard era una muchacha frivola e irresponsable, de esas que se enamoran y se desengañan con la misma facilidad que se cambian de vestido. Las atenciones de Enrique Tu-dor habían halagado su vanidad y, aunque el rey era un hombre grueso, anciano y enfermo, su poder y su riqueza habían seducido a la joven. El arzobispo negó con la cabeza. ¿Estaba Catherine Howard enamorada de Enrique Tudor? La muchacha representaba a la perfección su papel de esposa dedicada a su marido y el rey estaba locamente enamorado de ella.

¿Qué debo hacer?, se preguntó. Si la reina había enmendado su comportamiento después de su matrimonio no tenía sentido sacar los trapos sucios de su juventud. Además, sabía que el rey montaría en cólera si alguien manchaba la reputación de su rosa sin espinas. Sólo le quedaba reflexionar y pedir a Dios que le iluminara. Se dirigió a su capilla, se arrodilló frente al altar, juntó las manos, cerró los ojos y rezó.

El rey regresó a Hampton Court el día de Todos los Santos y lo primero que hizo fue ordenar la celebración de una misa de acción de gracias. Una vez en la capilla real, Enrique Tudor habló así delante de sus subditos:

– Te doy gracias, Señor, por haberme aliviado de las penas causadas por mis anteriores matrimonios entregándome a la que hoy es mi esposa.

Nyssa de Winter miró de reojo a su marido y él le estrechó una mano. Mientras escuchaba las humildes palabras del rey, Thomas Cranmer tomó una decisión: John Lascelles no era uno de esos hombres que dejan las cosas a medio hacer y no le quedaba más remedio que revelar al rey la conversación mantenida con María Hall. Tras la ceremonia, se retiró a su despacho y escribió una carta que le entregó al día siguiente.

– ¿Qué es esto, Thomas? -preguntó Enrique.

– Es una carta personal. Quiero que la leáis con atención. Sabed que estoy a vuestra entera disposición por si me necesitáis.

El rey asintió y deslizó el pergamino en el bolsillo de su abrigo. Cuando la misa de la mañana hubo terminado, despidió a Catherine con un beso y se encerró en su despacho tras ordenar que no se le molestara. Se sirvió una copa de vino que apuró de un sorbo y se sentó a leer la misteriosa carta. Mientras lo hacía, frunció el ceño y aspiró con fuerza tratando de recuperar la respiración. Sus ojos se llenaron de lágrimas y, cuando consiguió aclararse la vista, descargó un fuerte puñetazo sobre la mesa. '

– ¡Mentiras! -rugió mientras avanzaba pesadamente hacia la puerta-.¡Son mentiras! ¡No creo una sola palabra! ¡Ese tal Lascelles pagará muy caro su atrevimiento! ¡Ve a buscar al arzobispo inmediatamente! -gritó a su paje.

El muchacho se apresuró a cumplir la orden mientras los consejeros del rey intercambiaban miradas de extrañeza y Enrique Tudor regresaba a su despacho dando un portazo tan fuerte que hizo temblar los muros de la habitación. Se sirvió otra copa de vino y la apuró de un sorbo con la esperanza de calmar sus alterados nervios. Nunca había estado tan enojado, ni siquiera cuando Catalina de Aragón se había negado a concederle el divorcio. ¿Cómo se atrevían a manchar el nombre de su encantadora esposa? Ese Lascelles iba a pagar muy caro su atrevimiento. ¡Le iba a hacer sufrir hasta hacerle maldecir el día que había nacido! Furioso, descargó otro puñetazo sobre la mesa.

Thomas Cranmer, que se había retirado a su despacho a esperar la llamada del rey, siguió al asustado paje a través de los pasillos de Hampton Court mientras le dirigía palabras tranquilizadoras. Llamó a la puerta del despacho de Enrique Tudor y la abrió. El rey se volvió y miró al arzobispo con la expresión más furiosa de su repertorio.

– ¿Qué significan este montón de mentiras? -rugió-. ¡Quiero que ese tal Lascelles y su hermana sean arrestados inmediatamente y que se les encierre en la Torre! ¡Levantar acusaciones falsas contra la reina es traición! ¡Traición!

– No estoy seguro de que esas acusaciones sean falsas -replicó Thomas Cranmer sin perder la calma-. John Lascelles es un protestante convencido, pero la señora Hall cuidó de la reina cuando ésta era una niña y profesa un sincero afecto por ella. Su hermano quiso obligarla a pedir un puesto en palacio, pero ella se negó a hacerlo alegando que no deseaba servir a una joven-cita cuyo comportamiento dejaba mucho que desear. María Hall es una buena persona, majestad -aseguró-. Si reveló a su hermano los detalles de la agitada vida sentimental de lady Catherine, lo hizo para que dejara de importunarla, no para perjudicar a su majestad. Naturalmente, se negó a hacerle chantaje. ¡Es una lástima que el resto de las doncellas de su majestad no sean tan escrupulosas! -se lamentó el arzobispo-. ¿No os ha extrañado nunca el hecho de que cuatro de ellas sean antiguas doncellas del castillo de Lambeth?