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– Ese tipo llamado Dereham se presentó en Ponte-fract en el mes de agosto -repuso el rey, pensativo-. Catherine dijo que le enviaba la duquesa Agnes, que debíamos tratarle con gran amabilidad y le nombró su secretario personal. Yo consentí, pero he de confesar que no me es simpático.

– Ahora lo entiendo todo… -murmuró Thomas Cranmer.

– Si Catherine me fue infiel antes de nuestro matrimonio no hay razón para condenarla, pero… Quiero que lleguéis al fondo de este asunto, Thomas -pidió Enrique Tudor al arzobispo-. Lo último que deseo es un escándalo pero si la reina da a luz a un duque de York, nadie debe poner en duda la paternidad de ese niño. Por el amor de Dios, averiguad la verdad -suplicó.

– Resolveré este asunto con la máxima discreción.

– Dios mío, ¿por qué eres tan cruel conmigo? -se lamentó Enrique Tudor-. ¿Por qué sigues poniéndome a prueba? Sólo tengo un hijo y está enfermo. Los médicos dicen que necesita perder peso y que está demasiado mimado. He ordenado que se le someta a un severo régimen de comidas y que se le obligue a hacer ejercicio todos los días. Cuando visité sus habitaciones, no me atrevía a dar crédito a mis ojos: mi hijo parecía un ídolo en su altar y apuesto a que hacía meses que nadie abría una ventana para que entrara un poco de aire fresco. ¿Es mucho pedir una mujer que me sea fiel y me dé hijos, Thomas? ¡Soy tan feliz con mi Catherine? ¿Por qué tiene Dios que llevársela ahora?

El arzobispo negó con la cabeza. Incluso el mismísimo rey de Inglaterra tenía derecho a sentir lástima de sí mismo. Desde su regreso no había dejado de recibir malas noticias: la enfermedad de su hijo, las habladurías sobre el oscuro pasado de Catherine y la muerte de su hermana Margaret, reina de Escocia. Enrique Tudor siempre se había llevado mejor con María, su hermana menor, pero la muerte de Margaret le recordaba que él podía ser el siguiente y que antes debía dejar solucionado el asunto de su sucesión.

– Quizá sólo sean habladurías y chismes -trató de consolarle Thomas Cranmer-. Muchas jóvenes no llegan vírgenes al matrimonio. Es una vergüenza, pero es así -suspiró, resignado-. Si lady Agnes era tan descuidada como María Hall asegura, ella es la culpable y no Catherine, quien, después de todo, sólo era una niña. Investigaré a fondo este asunto y os mantendré informado.

– Contad conmigo para lo que necesitéis.

– ¿Dais vuestro permiso para interrogar a quien yo crea oportuno?

– Haced todo cuanto sea necesario; contáis con mi permiso -asintió Enrique Tudor-. ¡Dios, cuánto echo de menos a mi fiel Crum!

– Que Dios le tenga en Su gloria.

– Thomas…

– ¿Sí, majestad?

– Aseguraos de que la reina no abandone sus habi taciones y decidle que no volveré a verla hasta que se aclare este asunto. Se acabaron las visitas y la compañía de sus damas. Sólo lady Rochford podrá estar con ella.

– Como ordenéis, majestad -asintió Thomas Cranmer^. Debéis ser fuerte y aceptar la voluntad de Dios, Enrique -añadió apoyando una mano en el hombro del rey.

– Así sea -murmuró el monarca volviéndose para ocultar las lágrimas que anegaban sus ojos. Sabía que Thomas Cranmer era una de las pocas personas en las que podía confiar; los demás estaban demasiado ocupados haciendo fortuna y aprovechándose de su buena fe.

El arzobispo abandonó el despacho del rey. Los caballeros que esperaban en la antesala le dirigieron miradas inquisitivas pero él se limitó a levantar su mano derecha y a bendecirles antes de desaparecer sin mediar palabra.

La reina Catherine y sus damas estaban ensayando un nuevo baile venido de la refinada corte francesa cuando la Guardia Real las interrumpió. El capitán dio un paso al frente y se inclinó cortésmente.

– Señora, tengo orden de llevaros a vuestras habitaciones y no dejaros salir de allí hasta que el rey así lo disponga. Sólo lady Rochford tiene permiso para permanecer a vuestro lado.

– ¿Cómo os atrevéis a entrar sin llamar y a interrumpir nuestro ensayo? -exclamó la arrogante joven-. Quiero mostrar al rey este baile el día de Navidad.

– Lo siento, pero se acabó el baile -replicó el capitán mientras obligaba a las damas a abandonar la habitación. Éstas no se hicieron de rogar y, recogiéndose las faldas, corrieron a contar a todo el mundo que algo terrible sucedía.

– ¡Nyssa, quédate conmigo! -suplicó Catherine Howard-. ¡Tengo mucho miedo!

– Yo también -contestó Nyssa-. No digas nada hasta que averigües de qué se te acusa -añadió bajando la voz antes de despedirse de ella con una reverencia y abandonar la habitación.

– ^¿Por qué se me encierra? -preguntó la reina-. Exijo ver al rey.

– No sé si será posible.

– Yo iré a hablar con su majestad -se ofreció lady Rochford haciendo ademán de dirigirse a la puerta.

– Lo siento, lady Rochford -dijo el capitán interponiéndose en su camino-. El rey ha ordenado que también vos seáis retenida junto con la reina. No debéis preocuparos; os traeremos comida y no os faltará de nada.

– ¡Quiero ver a mi confesor! -exigió la reina-. Si no puedo entrar y salir y tampoco puedo ver a mi marido, supongo que por lo menos podré confesarme. ¿O tampoco tengo derecho a hablar con un sacerdote?

– Se lo preguntaré a su majestad -respondió el capitán, quien hizo una reverencia y salió cerrando la puerta con llave.

Catherine y lady Rochford corrieron hacia las otras salidas, pero todas estaban cerradas, incluso el pasadizo secreto que conducía directamente al dormitorio del rey. Lady Rochford se asomó a la ventana y lo que vio le hizo contener la respiración: grupos de hombres armados y uniformados custodiaban el jardín.

– ¡Lo sabe! -siseó Catherine-. ¿Por qué otra razón iba a encerrarme?

– No digáis nada hasta que no sepáis de qué se os acusa -repuso lady Rochford-. Todavía no sabemos si alguien os ha delatado.

Lady Jane Rochford se sintió transportada al pasado. Su cuñada Ana Bolena también había sido acusada y encerrada. Aunque sabía que lady Ana era inocente, Jane Rochford había testificado contra ella para salvar a George Bolena, su marido. Había asegurado que la reina y su hermano habían pasado una tarde encerrados en una habitación y que George Bolena había disuadido a su hermana de llevar a cabo la conspiración contra el rey que planeaba. «Habladnos de dónde y cuándo se celebró aquella entrevista», había ordenado el tribunal.

Jane Rochford había obedecido sus órdenes pero Cromwell y sus compinches habían tergiversado su declaración de tal manera que Ana Bolena fue acusada de cometer incesto con su hermano George.

– ¡Mentira, eso es mentira! -había gritado mientras los guardias la arrastraban fuera de la sala. No había vuelto a ver a su marido. Tampoco había podido decirle que ella no había dicho tal cosa, que la habían engañado y que le amaba. El rey le había ordenado alejarse de palacio y Había prometido recompensarla algún día. Al nombrarla dama de lady Ana de Cleves había cumplido su promesa y, cuando había pasado a servir a lady Catherine, aquella cabeza de chorlito a quien el rey adoraba, había sabido que se acercaba la hora de la venganza.

Durante su exilio Jane Rochford había planeado su venganza cuidadosamente. Enrique Tudor se iba a enterar de lo que era ser traicionado por las personas en quien uno confía ciegamente y qué se sentía al perder a un ser amado bajo el hacha del verdugo. Si tenía que pagar con su propia vida, estaba dispuesta a hacerlo. Había perdido a su marido y a sus hijos y vivía para vengar la muerte de George.

Por esta razón había empujado a Catherine Ho-ward a cometer adulterio con Tom Culpeper. La verdad es que le había resultado muy fácil. La reina era una muchacha frivola e irresponsable con la cabeza llena de palabras vacías como romanticismo y amor y con menos seso que un mosquito. Jane Rochford había lo grado convencerla de que el rey no sospecharía nada si le mantenía satisfecho. En cuanto a Culpeper, no era más que un joven orgulloso y pagado de sí mismo que había cometido el error de enamorarse de Catherine Howard. No habría sabido decir quién era el más tonto de los dos. ¿Cómo era posible que no se hubieran dado cuenta de que su aventura estaba destinada a terminar como el rosario de la aurora?