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– Tranquilízate, Tom -replicó la duquesa-. Si lo que cuentan es cierto, ocurrió antes de que Catherine llegara a Hampton Court y su majestad se enamorara de ella. Enrique Tudor no se atreverá a cortarle la cabeza; lo peor que le puede ocurrir es que la repudie y vuelva a casarse. Como ocurrió tras la muerte de Ana Bolena, los Howard volveremos a caer en desgracia, pero sobreviviremos, Tom.

– Puede que tengas razón -murmuró el duque, pensativo-. Acabo de hablar con el arzobispo Cran-mer y sospecho que no cejará en su empeño hasta averiguar toda la verdad. No creo que lo consiga, pero si lo hace estamos perdidos.

El arzobispo de Canterbury despidió a John Lascelies y su hermana y se sentó a reflexionar. Las versiones de ambos hermanos coincidían hasta el último detalle. Le inquietaba saber que Francis Dereham, el amante de la reina, era ahora su secretario personal. ¿Qué había llevado a Catherine a darle un cargo tan importante? ¿Estaba pensando en volver a las andadas? Era joven, atractivo y, sin duda, mejor compañera de cama que un anciano obeso.

Aunque no podía probarlo, sospechaba que la reina había cometido adulterio. Un escalofrío le recorrió la espalda. El rey le había pedido que averiguara la verdad, pero esa verdad parecía ser más sucia y desagradable de lo que había imaginado. Desgraciadamente, era demasiado tarde para volverse atrás.

Convocó al Consejo Real y comunicó a sus miembros la gravedad de la situación. Éstos acordaron proseguir con la investigación y prevenir al rey contra Francis Dereham.

– Estoy seguro de que la reina os ha traicionado de pensamiento -dijo el arzobispo a Enrique Tudor, quien se sujetaba la cabeza entre las manos-. Y me temo que, si hubiera tenido la oportunidad, también lo habría hecho en la cama. Majestad, no puedo probar que os haya sido infiel, pero vos mismo habéis dicho que es necesario llegar al fondo de la cuestión. Vuestro nombre debe quedar limpio.

El rey levantó la mirada, la clavó en sus consejeros y, ante la estupefacción de éstos, rompió a llorar.

– ¡La quiero tanto! -sollozó-. ¿Por qué me ha traicionado? ¿Por qué?

Los consejeros intercambiaron miradas de desconcierto. Todos sabían que el rey adoraba a lady Catherine, pero los más cínicos se preguntaban cuánto habría durado aquel amor. Sin embargo, les avergonzaba ver llorar a moco tendido al hombre que gobernaba el país. Su soberano se había convertido en un anciano sensiblero y todos sentían el peso de la edad sobre sus hombros.

Enrique Tudor se puso en pie trabajosamente.

– Me voy de caza -dijo secándose las lágrimas con el dorso de la mano.

El rey abandonó Hampton Court una hora después llevándose a media docena de acompañantes. Necesitaba tiempo para curar su heridas y deseaba desaparecer de la vida pública durante unos días. Tampoco deseaba estar cerca de la reina cuando ésta conociera de qué se la acusaba. Antes de partir, se había refugiado en su capilla y desde allí había oído la voz de Catherine, que le llamaba a gritos:

– ¡Enrique, ten compasión de mí! ¿Por qué no quieres verme? ¡Enrique, ven, por favor!

Alguien le dijo que la reina había empujado al guardia que le traía la comida y que había tratado de escapar para correr en su busca. Sus carceleros se habían mostrado reacios a reducirla por la fuerza pero no habían tenido más remedio que hacerlo. Enrique Tudor se alegraba de no haberla visto en aquel estado de desesperación; sabía que no habría podido resistirse a estrecharla entre sus brazos y perdonarla. Y Catherine no merecía su perdón. El arzobispo Cranmer se había limitado a insinuar que la joven podía haber cometido adulterio, pero en el fondo de su corazón tenía la certeza de que la reina era culpable de tan terrible crimen. Ahora comprendía muchas cosas: ¿por qué había insistido tanto en que se nombrara a Francis Dereham su secretario personal? El tipo parecía un pirata y sus modales eran terribles además de ser arrogante y muy irascible.

El duque de Norfolk se sentía responsable del fracaso del quinto matrimonio de Enrique Tudor. Cuando el rey había expresado su deseo de deshacerse de Ana de Cleves, se había apresurado a buscar a su susti tuta entre las mujeres de su familia. Su ansia por colocar a Catherine en el lugar de lady Ana le había llevado a no perder el tiempo investigando su pasado. Si lo hubiera hecho, habría descubierto que la muchacha no reunía las cualidades necesarias para ser reina de Inglaterra. Su cara bonita y su encantadora sonrisa habían bastado para conquistar al rey pero aquella jovencita le había puesto en una situación mucho más difícil que Ana Bolena. Le gustara o no, Cat era responsabilidad suya y era él quien debía encontrar la solución al problema.

El Consejo Real visitó a la reina y le comunicó cuáles eran la acusaciones que se habían formulado contra ella. Catherine, que no podía dejar de pensar en su prima Ana y en cómo ésta había pagado su infidelidad con su vida, sufrió un ataque de nervios. Afortunadamente, nadie había pronunciado el nombre de Tom Culpeper. Quizá no lo supieran. Las acusaciones estaban basadas en su vida anterior a su matrimonio con Enrique Tudor y Thomas Howard había asegurado que estaba de su parte. Trató de calmarse pensando que los Howard no la abandonarían, pero no le resultó fácil. ¡Tenía tanto miedo!

El arzobispo Cranmer trató de hablar con ella al día siguiente pero Catherine sufrió un nuevo ataque cuando le fue anunciada su visita. Thomas Cranmer no consiguió tranquilizarla ni comprender ninguna de las palabras que la joven balbuceaba entre sollozos.

– Se niega a probar bocado-explicó lady Rochford. -

– Cuando se calme, decidle que volveré mañana y que estoy aquí para ayudarla.

A la mañana siguiente Thomas Cranmer encontró a la reina tan nerviosa como el día anterior. Se sentó a su lado y le habló con voz suave hasta que Catherine empezó a tranquilizarse.

– Señora, no hay razón para desesperarse -aseguró-. No debéis perder las esperanzas. Mirad lo que os traigo -añadió mostrándole un pergamino-. Es una carta escrita por su majestad en la que se compromete a tener compasión de vos si confesáis.

Catherine se lo arrancó de las manos como si estuviera en llamas, lo abrió y lo leyó mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas.

– ¡Estoy tan arrepentida de haber disgustado al hombre que tanto me ama! -se lamentó entre sollozos.

– Es cierto que las revelaciones sobre vuestro pasado le han roto el corazón, pero el rey os quiere mucho y ha prometido perdonaros en nombre de ese amor si confesáis.

– Estoy dispuesta a contestar a todas vuestras preguntas para obtener el perdón de su majestad -accedió Catherine finalmente-. ¿Estáis seguro de que tendrá compasión de mí? ¿Merezco ser perdonada? -preguntó sin dejar de llorar. Tenía los ojos enrojecidos pero parecía tranquila y había recuperado la compostura.

– Su majestad os tratará con todo cariño, señora -aseguró el arzobispo-. Todo cuanto tenéis que hacer es decir la verdad. Podéis confiar en mí, Catherine; prometo hacer por vos todo cuanto esté en mi mano.

La reina tenía los ojos hinchados por el llanto y el cabello en desorden. Thomas Cranmer advirtió que la única joya que lucía era su alianza de matrimonio, algo inusual en una mujer que sentía debilidad por las piedras preciosas. Catherine Howard era la viva imagen de una mujer pillada en falta: el' miedo la traicionaba y las huellas de la culpa se reflejaban en su rostro.

– Aunque sé que no lo merezco, doy gracias a Dios por haberme dado un marido tan bondadoso -murmuró la joven.

– Entonces, ¿estáis dispuesta a confiar en mí?

Catherine asintió y trató de hablar pero los ojos se le llenaron de lágrimas y volvió a estallar en sollozos. El arzobispo esperó pacientemente hasta que la joven se hubo serenado.