– Debes estar furiosa conmigo -dijo a Nyssa-. Sé cuánto deseabas pasar las navidades en Riveredge con tu familia.
– No estoy disgustada, sino orgullosa de serviros, majestad -contestó Nyssa.
– En cambio, Enrique está muy enfadado -repuso Cat tomando a su amiga del brazo y echando a andar-. Le escribí una carta muy bonita y estoy segura de que acabará perdonándome. Este retiro no es más que un castigo provisional, así que no debes preocuparte; ¡ya verás qué bien lo vamos a pasar! -añadió con una risita-. Será como en los viejos tiempos, cuando éramos libres y vivíamos felices.
Nyssa no daba crédito a sus oídos. Saltaba a la vista que Cat no comprendía la gravedad de la situación.
– Dicen que lady Rochford se ha vuelto loca -murmuró.
– Me alegro de haberme librado de ella de una vez por todas -replicó Catherine-. Últimamente no dejaba de importunarme. Es una pesada y no me extraña que no haya a vuelto a casarse. ¿Quién iba a querer a una mujer como ella?
Nyssa acompañó a la reina a sus habitaciones.
Cuando las vio, Catherine frunció el ceño y no tardó en protestar:
– No me gusta -dijo torciendo la boca-. No pienso vivir en un cuarto tan pequeño y destartalado. ¡Maldito seas, Enrique Tudor! -exclamó furiosa-. ¡Eres un tacaño! Señor -añadió dirigiéndose a lord Bayton-, quiero que escribáis al rey inmediatamente y le digáis que necesito más espacio.
– Su majestad piensa que ha sido más que generoso con vos -repuso Eduardo Bayton-. Me niego a transmitirle vuestras quejas.
– Muy bien -replicó Cat-. Entonces lo haré yo.
– Majestad, quizá no tengamos que quedarnos aquí demasiado tiempo -intervino Nyssa, deseosa de calmar a la reina-. Para cuando esa carta llegue a manos de vuestro marido puede que vuestras circunstancias hayan cambiado para mejor.
– Bien dicho, lady De Winter -la felicitó lady Bayton cuando estuvieron a solas-. Me temo que vos sois la única que sabe manejar a su majestad. A pesar de la difícil situación en que se encuentra, sigue siendo una jovencita orgullosa y autoritaria.
– Está asustada.
– Pues nadie lo diría.
– Nunca mostrará su miedo en público -contestó Nyssa-. Recordad que es una Howard.
Enrique Manox, el profesor de música de Catherine, fue interrogado por el Consejo y no ocultó que había tratado de seducir a la reina cuando ésta tenía doce años y medio.
– Estaba muy desarrollada para ser una niña de tan corta edad -dijo-. ¡Deberían haberla visto, señores! Tenía los pechos de una mujer de dieciséis años.
– ¿Estuvisteis juntos? -preguntó el duque de Suffolk-. Quiero decir juntos en el sentido bíblico. ¡Quiero la verdad! Vuestra vida está en juego.
– No -contestó Manox negando con la cabeza-. Yo fui el primer hombre que la tocó, pero no quise precipitarme porque era muy joven e inexperta. Iniciar a una mujer es como poner por primera vez una brida a una yegua: debe hacerse con mucho cuidado. Pero cuando la tenía a punto de caramelo apareció ese maldito Dereham y terminó el trabajo que yo había iniciado. ¡Con la cantidad de tiempo y esfuerzo que tuve que emplear en esa jovencita! -se lamentó-. A pesar de su traición, no me habría importado compartirla con él. La buena de Cat era una mujer muy apasionada. Traté de deshacerme de él con la esperanza de que Catherine volviera a mí, pero fracasé. Fui a ver a la duquesa y le dije que si visitaba el dormitorio de Catherine a medianoche descubriría algo que la escandalizaría y la sorprendería.
– ¿Y lo hizo?
– No -respondió Enrique Manox-. Me dio una bofetada, me dijo que no era más que un botarate y amenazó con echarme de su casa si volvía a irle con cuentos sobre las muchachas. No tuve más remedio que retirarme y aceptar mi derrota.
Thomas Howard se mordió el labio inferior e hizo una mueca de desaprobación al pensar cuan irresponsable había sido su madrastra. El Consejo decidió que Enrique Manox no era el hombre que buscaban y que no tenía sentido retenerle durante más tiempo. El joven fue liberado al día siguiente y nunca más se volvió a saber de él.
La siguiente testigo llamada a declarar fue Katheri-ne Tylney, una camarera que había servido a la reina antes y después de su ascensión al trono y parienta lejana de ésta.
– Conocéis a Catherine Howard desde hace mucho tiempo, ¿verdad? -le preguntó el duque de Suffolk.
– Así es -contestó ella-. La conozco desde que vivía en Horsham. Naturalmente, ella era una Howard y estaba por encima mío, así que me puse muy contenta cuando fui escogida para acompañarla a Lambeth.
– ¿Cómo era Catherine Howard?
– Muy testaruda -respondió la camarera sin vacilar-. Era de esas personas que no desisten hasta salirse con la suya. Tenía un corazón de oro, pero era testaruda como una muía.
– Habladme del viaje del pasado verano.
– No comprendo vuestra pregunta -repuso la señora Tylney-. ¿A qué os referís exactamente?
– ¿Cambió su relación con el rey durante esos meses? -inquirió el duque de Suffolk-. ¿Diríais que se comportaba como una buena esposa? ¿Sospechasteis en algún momento que engañaba a su majestad?
– Lady Catherine empezó a comportarse de una forma muy extraña hacia la primavera -recordó la camarera-. Cuando la caravana llegó a Lincoln, todo el mundo se instaló en el campamento, excepto sus majestades, que se alojaron en el castillo. La reina solía abandonar su habitación hacia las once de la noche y no regresaba hasta las cuatro o las cinco de la madrugada.
– ¿Sabéis dónde pasaba la noche? -inquirió el duque de Suffolk mientras sus compañeros se inclinaban y aguzaban el oído.
_La primera vez que su majestad abandonó su habitación, lo hizo acompañada de Margaret Morton y de una servidora. Cuando llegamos a las habitaciones de lady Rochford, nos ordenó volver a la cama pero nosotras la vimos llamar a la puerta y cerrarla con llave. La segunda vez sólo la acompañé yo y me ordenó que la esperara en la habitación de la doncella de lady Rochford. Hacía mucho frío y no salió hasta las cinco de la madrugada.
– ¿Estaba lady Rochford en la habitación con la reina? -preguntó el obispo Gardiner.
– No lo sé, señor. La reina confiaba en mí más que en las demás y me utilizaba como correo. Ella y lady Rochford se enviaban mensajes que no tenían pies ni cabeza.
– ¿Es posible que su majestad se viera con el señor Dereham? -inquirió el conde de Suffolk.
– No, señor. El señor Dereham no apareció hasta que la caravana llegó a Pontefract.
– ¿Hablasteis con alguien sobre el extraño comportamiento de la reina? -quiso saber el duque de Norfolk.
Katherine Tylney miró a Thomas Howard como si se hubiera vuelto loco.
– No, señor. ¿A quién se lo iba a decir? ¿Al rey, quizá? ¿Y qué podía decirle? ¿Que sospechaba que su esposa le engañaba? Yo sólo soy una camarera, una sirvienta. ¿Quién soy yo para criticar a la reina? Nadie me habría creído.
– Gracias, señora Tylney -dijo el conde de Suffolk-. Podéis retiraros, pero quizá volvamos a llamaros a declarar.
Katherine Tylney se despidió de los miembros del Consejo con una reverencia y se retiró a su habitación.
– ¿Qué os ha parecido, caballeros?
– Parece claro que la reina se trae algo entre manos -opinó el conde de Southampton.
– ¿Pero qué? -se preguntó lord Russell-. ¿Y por qué?
– No existe ninguna duda sobre el qué -respondió lord Audley-. Sólo nos falta averiguar con quién.
– Creo que conozco la respuesta a vuestra pregunta -intervino el arzobispo Cranmer-. No tengo pruebas, pero sospecho que Tom Culpeper es nuestro hombre. La reina le aprecia mucho y acompañó a sus majestades durante los cuatro meses que duró el viaje. Estando al servicio del rey, sabía perfectamente cuándo había moros en la costa y cuándo podía visitar a la reina sin miedo a ser sorprendido.