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– Sólo faltan las joyas -dijo-. Iré a buscar el joyero.

Nyssa escogió un collar, un anillo de perlas y otro de topacios.

– Ya es suficiente -dijo cerrando la caja y tendiéndosela a Tillie-. ¿Cómo estoy?

– Preciosa, señora -contestó la doncella guardando el joyero en un baúl.

Alguien llamó a la puerta y Maybelle asomó la cabeza. Cuando vio a Nyssa abrió unos ojos como platos.

– ¡Qué hermosa estáis, señora! -exclamó admirada-. Vuestra tía os espera abajo.

Tillie tomó un cuello de piel de conejo, un abrigo de terciopelo de color marrón y un par de guantes y se los tendió a su señora.

– Daos prisa -dijo apartando a Maybelle de un empujón para que Nyssa pudiera pasar. Nyssa y Tillie intercambiaron un guiño cómplice cuando la vieja doncella les volvió la espalda, ofendida.

Nyssa descendió la escalera con cuidado y admiró el atuendo de su tía. A sus treinta y tres años, Bliss seguía siendo una mujer bellísima. Vestía un traje de terciopelo de color azul bordado con encaje dorado y plateado y adornado con perlas. Desafiando la moda de la corte, se había recogido el cabello en un moño bajo prendido con agujas doradas.

«Tengo un cabello precioso y no encuentro por qué tengo que esconderlo bajo esas caperuzas tan poco favorecedoras -solía decir-. A Owen le gusta que lo luzca», concluía, como si la opinión de su marido le importara.

Aquella mañana observó a su sobrina largamente antes de dar su aprobación. Nyssa y Tillie no pudieron contener un suspiro de alivio.

– Estás perfecta, sobrina -declaró-. Pareces la viva imagen de la inocencia; elegante, pero discreta; una joven de buena familia y firmes principios. Nada que ver con esas tontitas que tratan de llamar la atención de los hombres a toda costa.

– Creía que mi misión en la corte era atraer a los hombres y hacer una buena boda -repuso Nyssa esbozando una sonrisa picara mientras su tío se volvía de espaldas, incapaz de contener la risa.

– Tu misión en la corte será servir a la reina -replicó su tía-. Si de paso encuentras a un caballero que te agrada, te roba el corazón, pide tu mano en matrimonio y resulta un buen partido, mejor que mejor.

– ¿Es así como cazaste al tío Owen? -rió Nyssa.

– Conocí a tu tío en casa de tu padre.

– Fue el día que tu madre cumplió dieciséis años -intervino Owen Fitzhugh-. Bliss, Blythe y Delight fueron a Riveredge a felicitar a Blaze. En cuanto miré a tu tía no tuve ojos para otra mujer y lo mismo le ocurrió a Nick Kingsley con tu tía Blythe.

– ¿Fue un amor a primera vista? -preguntó Nyssa, que no había oído nunca aquella historia tan romántica.

– Exacto -asintió su tío-. ¿Verdad, gatita?

– Sí-suspiró Bliss, cuyos ojos brillaban cuando se volvió hacia su marido-. ¿Qué hacemos aquí parados perdiendo el tiempo? -exclamó cuando volvió a recuperar el dominio de la situación-. ¡Llegamos tarde! Te felicito, muchacha -añadió volviéndose hacia Tillie-. Has hecho un buen trabajo. Daré buenos informes sobre ti a mi hermana cuando le escriba y le diré que has aprovechado las enseñanzas de Heartha.

– Gracias, señora -murmuró Tillie haciendo una reverencia antes de ayudar a Nyssa a ponerse el abrigo y el sombrero.

– ¿Dónde están los chicos? -preguntó la joven.

– Nos esperan en el coche -contestó su tía-. Ed-mund y Owen irán en el pescante junto al cochero.

Cuando ambas mujeres llegaron al coche, los dos primos se apresuraron a trepar al pescante. Nyssa entró y advirtió que Philip, un muchacho moreno de ojos claros que guardaba un gran parecido con su padre, y Giles, rubio como su madre, vestían ropas tan caras y elegantes como las suyas. Las calzas eran de terciopelo negro y el brillo oscuro de la tela destacaba sobre el blanco de las medias que calzaban debajo. Los zapa tos eran de cuero negro y brillante y sus jubones de terciopelo negro estaban bordados con pequeñas perlas. Un abrigo de piel de liebre que les llegaba hasta las rodillas y una cadena dorada de la que pendía un medallón de oro con el escudo de armas de la familia completaban el conjunto. Un par de dagas con pequeñas piedras incrustadas pendían de sus cinturones y se cubrían la cabeza con sendos sombreros de terciopelo adornados con una pluma de avestruz.

– ¡Estáis guapísimos! -exclamó Nyssa.

– Y tú también, hermanita -respondió Philip devolviéndole el cumplido.

– ¡Mira, Nyssa! -gritó Giles mostrándole su arma, orgulloso-. ¡Tengo una espada!

– Recuerda que no debes desenvainarla nunca delante del rey o el príncipe -repuso Nyssa-. Mamá dice que eso es traición.

– No lo olvidaré -prometió solemnemente.

– No es necesario que repitas las mismas cosas cien veces -gruñó Philip, irritado-. Con una vez es suficiente.

– Usted perdone, señor mío -se mofó Nyssa arreglándose la falda-. ¿Cómo he podido olvidar que el vizconde de Wyndham es un modelo de perfección? Le ruego que acepte mis disculpas.

Giles estalló en carcajadas y Philip se volvió hacia la ventanilla, enfurruñado.

– ¿No podéis dejar de pelearos? -les regañó su tía.

Nyssa cruzó las manos sobre el regazo y se sumió en sus pensamientos mientras el coche echaba a andar camino de Hampton Court. El intenso tráfico pronto indicó que se encontraban cerca del palacio. Nyssa asomó la cabeza por la ventanilla y comprobó que muchos de los otros coches eran más elegantes que el suyo. Los que no viajaban en coche esquivaban los vehículos con sus monturas pero todos parecían dirigirse al mismo lugar.

Hampton Court había sido construido por orden del cardenal Wolsey, el consejero real, y ocupaba parte de las tierras que habían pertenecido a los Caballeros Hospitalarios de San Juan. La orden se había mostrado reacia a vender sus posesiones al cardenal y había preferido arrendarlas durante 99 años por cincuenta libras. La construcción del palacio se había iniciado en 1515 y, aunque el rey Enrique y su primera esposa, Catalina de Aragón, habían pasado una temporada allí en el mes de mayo de 1516, se había tardado varios años en concluir las obras.

El edificio se levantaba alrededor de tres patios: el patio principal, el patio del reloj y el claustro y estaba construido con ladrillo rojo y azulejos azules y negros en forma de diamante. Las torres estaban rematadas por medias cúpulas y los muros habían sido decorados con el escudo de armas del cardenal y molduras de terracota, regalo del Papa. Se decía que el cardenal solía dar largos paseos por la larga galería cubierta y que, cuando el tiempo lo permitía, le gustaba pasar un rato a solas en el cuidado jardín por las noches. Había unas cien habitaciones en el palacio, treinta de las cuales eran dormitorios para invitados, y dos cocinas. Entre las dos había una habitación desde la que el cocinero jefe, vestido como un cortesano, daba órdenes a sus pinches mientras blandía su cucharón de madera.

Bliss explicó a sus sobrinos la historia del palacio mientras sorteaban el denso tráfico.

– Mamá dice que una vez vio al cardenal -dijo Nyssa.

– Lo sé -asintió Bliss-. En su día, el cardenal fue una persona influyente a quien todos temían. Llegó muy alto pero su caída fue fulminante.

– Mamá dice que siempre fue fiel al rey -insistió Nyssa-. ¿Por qué fue ejecutado?

– El rey le acusó de traición porque el cardenal no logró obtener el permiso del Papa para divorciarle de su primera esposa. Wolsey sabía que el rey Enrique deseaba casarse con Ana Bolena pero él prefería a la princesa Renée de Francia. Estaba seguro de poder convencer a Catalina de Aragón de que cediera su puesto a la princesa francesa con la excusa de dar un heredero a Inglaterra pero de ninguna manera estaba dispuesto a mover un dedo por la hija de Tom Bolena. Como todo hombre poderoso, el cardenal tenía numerosos enemigos -siguió explicando Bliss a su sobrina, que escuchaba el relato atentamente-. Sus oponentes aprovecharon este roce con el rey para poner en tela de juicio los extravagantes métodos del cardenal y hundirle. Los chistes y los comentarios malintencionados no tardaron en extenderse por la corte y el rey empezó a preguntarse si era él o el cardenal quien gobernaba Inglaterra. A nuestro monarca no le gusta que sus colaboradores le hagan sombra y…