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– ¿Y por qué tendría que haberlo hecho? -replicó lady Rochford dirigiéndole una mirada cargada de odio-. ¿Recordáis la última vez que fui llamada a declarar ante este Consejo? Malinterpretasteis mis palabras y asesinasteis a mi esposo. Gracias a su sacrificio, su majestad pudo divorciarse de su esposa y casarse con otra. ¡Qué se le rompa el corazón en mil pedazos como él rompió el mío! -exclamó, histérica-. Por eso permití que Catherine Howard se lanzara de cabeza al precipicio. ¿Por qué tendría que haberlo evitado? Incluso si yo no hubiera estado allí para encubrirla, habría acabado traicionando al rey. Es una ramera.

El Consejo Real guardó silencio durante unos momentos mientras lady Rochford estallaba en estridentes carcajadas. Un escalofrío recorrió la espalda de los presentes.

– Llévensela -ordenó el duque de Suffolk a los guardias antes de volverse hacia sus compañeros-. Aunque necesitamos testimonios que confirmen el adulterio de la reina, propongo que el contenido de la declaración de esta dama no salga de esta habitación. ¿Están de acuerdo, señores?

Todos los miembros del Consejo asintieron. Se acabó, pensó el duque de Norfolk, un hombre poco dado a mostrar sus emociones en público. El testimonio de lady Rochford acababa de hundir definitivamente a la familia Howard y se sentía demasiado abrumado para luchar.

– Creo que hemos tenido suficiente por hoy -dijo el duque de Suffolk dando la reunión por concluida-. Les espero aquí mañana a la misma hora para interrogar al señor Tom Culpeper.

Todos asintieron, abandonaron la sala y se dirigieron al embarcadero. Thomas Howard advirtió que nadie quería acompañarle en su barca. Sonrió para sus adentros y ordenó al barquero que se dirigiera a Whi-tehall a toda velocidad. Una vez allí, se encerró en su habitación y llamó a su nieto.

– Se acabó -dijo-. Lady Rochford nos ha hundido -añadió antes de relatarle la dramática confesión de la dama.

– ¿Cuánto tiempo crees que le queda a Catherine?

– Culpeper y Dereham todavía tienen que ser juzgados. Serán declarados culpables, condenados a muerte y ejecutados antes de las fiestas de Navidad. El Consejo reanudará los interrogatorios después del día de Reyes y no los interrumpirá hasta conseguir que Catherine sea condenada a muerte y ejecutada en la Torre. Lady Rochford morirá con ella.

– ¿Y qué les ocurrirá a Nyssa y al resto de las damas que acompañan a Cat? -quiso saber Varían.

– Permanecerán con ella hasta el día de su ejecución.

– ¿Saben lo que está ocurriendo?

– Sólo saben lo que les cuentan.

– Quiero ver a Nyssa -declaró el conde de March-. Sé que los Howard han perdido el favor del rey, pero ¿crees que existe alguna posibilidad de que me dejen verla?

– Será mejor que esperes hasta que terminen los in terrogatorios -aconsejó Thomas Howard-. Quizá logre convencer a Charles Howard de que te permita hacerle una corta visita.

– ¿Qué os ocurrirá al resto de los Howard que vivís en palacio?

– Volveremos a caer en desgracia, tal vez para siempre -contestó el duque de Norfolk esbozando una sonrisa triste-. Dos mujeres de nuestra familia han sido reinas y ninguna de las dos ha sabido estar a la altura de las circunstancias. No es una buena propaganda, ¿no te parece? Considérate afortunado por ser un De Winter.

– Mi madre era una Howard y estoy orgulloso de ello -replicó Varían.

– Voy a echarme un rato -murmuró Thomas Howard con lágrimas en los ojos-. Será mejor que descanse mientras pueda.

Adiós a sus sueños de poder, se dijo el conde de March mientras le veía alejarse. Recordó que Nyssa había dicho una vez que Thomas Howard le había arrebatado sus sueños más anhelados y seguramente pensaría que el cabeza de la familia Howard había recibido su merecido al probar un poco de su propia medicina, pero también sabía que no era tan mezquina como para regocijarse con la caída de los Howard.

Thomas Culpeper compareció ante el Consejo vestido con un sencillo traje negro, como correspondía a un hombre de su posición en una ocasión como aquella. Sus ojos azules brillaban intensamente y miraban desafiantes a los miembros del Consejo.

– ¿Estáis enamorado de Catherine Howard, la mujer que hasta hace poco tiempo era reina de Inglaterra?

– inquirió el duque de Suffolk.

– Sí, lo estoy.

– ¿Desde cuándo?

– Desde que éramos niños, señor.

– A'pesar de que era una mujer casada y su marido era vuestro rey y el hombre que os trajo a la corte y os educó, la sudujisteis, ¿no es así?

– Para mí sólo era un juego, un pasatiempo más

– se defendió Tom Culpeper-. Nunca pensé que me correspondería. Al principio me rechazó y, cuanto más empeño ponía yo en acercarme a ella, más se resistía. Pero un día el rey se puso enfermo y se negó a ver a su esposa durante semanas. Catherine se sentía muy sola y, casi sin querer, empezó a prestar atención a mis tentativas de acercamiento. Yo me sentía el hombre más afortunado de la tierra: la mujer a quien siempre había amado por fin me correspondía.

– ¿Y cómo manifestasteis el amor que sentíais por ella? -preguntó el duque de Suffolk mientras daba gracias a Dios por haber conseguido evitar que el rey presenciara la declaración de aquel traidor.

– Yo temía que el rey nos descubriera y trataba de ser discreto, pero Cat aprovechaba cualquier oportunidad para estar a solas conmigo. ¡Me parecía una locura pero era magnífico!

– ¿La besasteis?

– Sí, señor.

– ¿La acariciasteis?

– También la acaricié donde sólo su marido podía haberlo hecho.

– ¿Os acostasteis con ella?

– Aunque lo hubiera hecho, nunca lo admitiría públicamente. No sería honrado.

– ¿Cómo os atrevéis a dar lecciones de moral a este tribunal? -intervino el duque de Norfolk, lívido de ira-. ¿Quién es honrado? ¿Vos, pedazo de alcornoque? Confesáis haber besado y acariciado a mi sobrina, una mujer casada, la esposa de vuestro rey, y ¿os consideráis honrado? Si lo que pretendéis es proteger a Ca-therine, sabed que Jane Rochford ha confesado haber sido testigo de vuestros encuentros secretos.

– La moral de lady Rochford es sólo comparable a la de las prostitutas del puente de Londres -replicó Tom Culpeper-. Me importa un comino lo que haya declarado esa loca; no diré nada que pueda perjudicar a mi amada reina. Perdéis el tiempo conmigo, señores -concluyó mirando al tribunal con gesto desafiante.

Thomas Culpeper fue expulsado de la sala inmediatamente.

– Tiene que confesar -dijo lord Sadler-. Quizá si le torturamos un poco…

– Podéis torturarle hasta la muerte, pero nunca confesará que fue amante de la reina -opinó lord Russell.

– Yo creo que su actitud arrogante y su negativa a confesar prueban que es culpable -intervino lord Audley.

– Estoy de acuerdo -asintió el conde de Sout-hampton-. El muy tonto está enamorado de ella y los hombres enamorados suelen comportarse como locos irresponsables.

– Que Dios se apiade de sus almas -murmuró el obispo Gardiner.

– Deberíamos volver a interrogar a la reina -propuso el arzobispo Cranmer.

– ¿Y qué conseguiréis con eso? -saltó Thomas Howard-. Mi sobrina no tiene ni una pizca de sentido común y se niega a reconocer la gravedad de la situación. ¡La muy ilusa cree que el rey la perdonará!

– No es una mala idea -repuso el duque de Suffolk-. Aunque no consigamos sacarle nada, contamos con las declaraciones de los otros testigos. Pero no debe saber que Culpeper trata de protegerla -añadió-. Podríamos decirle que sospechamos que ha mentido al Consejo para salvar el pellejo. Quizá Ca-therine aproveche la oportunidad para vengarse de él y confiese toda la verdad.

– No es necesario que vayamos todos -dijo el duque de Norfolk-. Si me lo permitís, me gustaría formar parte de la comitiva. Después de todo, Catheri-ne es mi sobrina y soy responsable de su comportamiento.