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– Está bien -accedió Suffolk-. Gardiner, South-ampton y Richard Sampson nos acompañarán.

Richard Sampson era el deán de la capilla real y se decía que no se había perdido ni una sola reunión desde que había sido elegido miembro del Consejo. Ostentaba el cargo de obispo de Chichester y todos le tenían por un hombre justo.

– Os acompañaré con mucho gusto ••-asintió.

Los cinco miembros del Consejo navegaron río arriba hasta Syon, donde encontraron a Catherine Ho-ward tocando el laúd y cantando una canción dedicada a su prima Ana que el rey había compuesto hacía algunos años:

¡Ay de mí, amor mío! Me has roto el corazón al apartarme de tu lado porque yo te quería y apreciaba tu compañía.

Mi amor y mi alegría eran la Dama de las Mangas

{Verdes.

La Dama de las Mangas Verdes tenía un corazón de

{oro, pero ¿qué le ocurrió a nuestro amor?

Te di todo cuanto una mujer podía desear y Dios sabe que lo hice de buena gana. Tocabas el laúd y cantabas con el corazón pero no

{me amabas.

Mi amor y mi alegría eran la Dama de las Mangas

{Verdes.

La Dama de las Mangas Verdes tenía un corazón de

{oro, pero ¿qué le ocurrió a nuestro amor?

Los miembros del Consejo escucharon embelesados la hermosa balada pero, en cuanto la última nota murió en la garganta de Catherine, el duque de Suffolk dio un paso al frente dispuesto a romper el hechizo.

– Hemos venido a interrogaros, señora -dijo inclinándose cortésmente-. Las declaraciones de algunos testigos nos han obligado a volver para escuchar qué tenéis que decir en vuestra defensa.

– ¿Quién ha hablado mal de mí? -replicó Catherine levantando la barbilla y arrugando la nariz en un gesto desdeñoso-. ¿Ha sido lady Rochford? Es una pobre loca. ¡No iréis a decirme que dais más crédito a su testimonio que al mío!

– El señor Thomas Culpeper ha confesado haber mantenido relaciones con vos durante meses y lady Rochford asegura que es verdad.

– No tengo nada que decir -respondió la obstinada Catherine.

El obispo Sampson se adelantó y tomó una mano de la joven entre las suyas. Estaba helada. Pobrecilla, pensó. Debe de estar aterrorizada.

– Hija mía, por el bien de tu alma te ruego que confieses tus pecados para que pueda absolverte -dijo con voz suave con la esperanza de persuadirla.

– Agradezco vuestra preocupación por la salvación de mi alma, pero me niego a volver a declarar ante el Consejo -replicó Cat soltándole la mano y volviendo a tomar su laúd.

– ¡Catherine, eres una idiota! -rugió Thomas Ho-ward-. ¿No te das cuenta de que tu vida corre peligro? ¡Vas a ser condenada a muerte!

– La muerte es algo que todos debemos enfrentar desde el momento en que nacemos, tío -repuso Cat apartando la mirada del laúd durante unos segundos-. Ni siquiera tú eres inmortal.

– Entonces, ¿negáis haber mantenido relaciones con el señor Tom Culpeper? -insistió el duque de Suffolk.

– Ni niego ni confieso haber hecho nada -contestó la testaruda joven.

Los miembros del Consejo abandonaron Syon visiblemente decepcionados.

– Trata de proteger a su amante -dijo Southamp-ton-. O por lo menos eso cree ella.

– Es una tragedia para todos -suspiró el obispo Gardiner.

El 1 de diciembre se celebró el juicio contra Tom Culpeper y Francis Dereham. Dereham fue acusado de intento de traición, de haberse aprovechado de la reina para obtener un puesto en palacio y de negar haber dado palabra de matrimonio a Catherine Howard. El joven se declaró inocente.

Thomas Culpeper fue acusado de haber cometido adulterio con la reina Catherine. Cuando se dio cuenta de que no podía hacer nada por salvar la vida de su amada ni la suya, Culpeper, que hasta entonces había asegurado ser inocente, se declaró culpable ante el tribunal y expresó su deseo de tranquilizar su conciencia. Aquella era la única salida honrosa que le quedaba después de haberse enfrentado a los demoledores testimonios de lady Rochford y las camareras.

Fue Thomas Howard, duque de Norfolk, quien les declaró culpables y leyó en voz alta la sentencia:

– Se os condena a morir ahorcados en la plaza de Tyburn. Llegaréis hasta allí arrastrados por un carro, se os abrirá el vientre y vuestras entrañas serán quemadas. Después seréis colgados y descuartizados. Que Dios se apiade de vuestras almas.

El 6 de diciembre Francis Dereham volvió a ser torturado. El Consejo le había condenado a muerte y creía que no perdía nada al intentar hacerle confesar que había mantenido relaciones con Catherine Howard cuando ésta era una mujer casada. Sin embargo, Dereham volvió a negar las acusaciones.

Las familias de los condenados apelaron al Consejo en un intento desesperado por conmutar la sentencia por una muerte más digna y menos cruel. Culpeper provenía de una familia noble y el tribunal decidió apiadarse de éclass="underline" sería llevado hasta Tyburn arrastrado por un carro y allí sería decapitado. Francis Dereham no tuvo tanta suerte; su familia no era noble ni poderosa y no pudo interceder por él.

A pesar de que el 10 de diciembre amaneció frío y lluvioso, los habitantes de Tyburn se agolparon en la plaza para presenciar la ejecución y arrojaron basura y restos de animales muertos al paso de los condenados. Cuando llegó la hora de ejecutar a Culpeper se descubrió que no había tajo, por lo que el joven tuvo que arrodillarse y apoyar la cabeza en el suelo mientras rezaba sus últimas oraciones. El verdugo le seccionó la cabeza de un solo golpe seco y certero.

Francis Dereham, en cambio, sufrió una agonía larga y cruel. Fue colgado hasta que su rostro y su lengua adoptaron un tono azul violáceo. Entonces, sus verdugos le tendieron en el suelo y le sujetaron brazos y piernas mientras le abrían el vientre en canal. Los espasmos de dolor sacudían a Francis Dereham mientras la enfervorizada multitud estallaba en vítores y aplausos. Cuando los verdugos arrastraron al condenado y le obligaron a ponerse en pie, Dereham estaba casi inconsciente. De un hachazo le arrancaron la cabeza, descuartizaron su cuerpo en cuatro partes y las enterraron en tierra no sagrada en dirección a los cuatro puntos cardinales. Su cabeza y la de Tom Culpeper fueron llevadas en procesión hasta el puente de Londres, donde quedaron expuestas a merced de los curiosos y las aves carroñeras.

Mientras tanto, Catherine se afanaba en decorar la casa y no sabía que su amante había sido ejecutado aquel frío día de diciembre. Tampoco sabía que el rey había ordenado detener y encerrar a sus tíos lord Wi-lliam y Margaret Howard, a la familia de su hermano Enrique y a su tía, la condesa de Bridgewater, y que les había acusado de cómplices de traición. La duquesa Agnes, que mantenía vivo en la memoria el recuerdo de los últimos momentos de la condesa de Salysbury, se fingió enferma para evitar ser encerrada en la Torre. El Consejo envió a un reputado doctor a Lambeth, quien examinó a la dama y aseguró que se encontraba en per fecto estado de salud. Varían de Winter, conde de March y nieto de Thomas Howard, también fue detenido y encerrado junto a sus parientes.

El duque de Norfolk había huido de Londres en cuanto se había declarado culpables a Tom Culpeper y Francis Dereham. Una vez a salvo en su castillo, escribió una carta en la que pedía perdón al rey por las faltas cometidas por sus sobrinas Ana y Catherine y le rogaba que no le retirara su favor tras asegurar que «se arrodillaba ante él y le besaba los pies». Aunque Enrique Tudor estaba furioso con los Howard, apreciaba al duque, por lo que le perdonó pero se propuso no devolverle el poder perdido. El duque de Norfolk era un hombre práctico y eficiente y un excelente tesorero y no deseaba cometer el error de deshacerse de una persona así, como había ocurrido con Thomas Cromwell.

Las Navidades sorprendieron a la corte sumida en la melancolía y la depresión producida por las últimas detenciones y ejecuciones. Todo el mundo había empezado a darse cuenta de que el rey se había convertido en un anciano y se comportaba como tal. Había repudiado a su reina y las personas más influyentes de palacio habían sido encarceladas o habían pedido permiso al secretario de su majestad para pasar las vacaciones lejos de palacio con sus familias. Los días transcurrían monótonos y aburridos. El rey salía de caza cada mañana y pasaba la tarde sentado en su sillón bebiendo, eructando y arrojando ruidosas ventosidades.