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Lady Rochford les esperaba en la sala de ejecuciones y las muchachas contuvieron la respiración al verla, iba mal vestida y despeinada, sus ojos brillaban salvajes y desorbitados y balbuceaba incongruencias.

Cuando se preguntó a Catherine si deseaba decir algo antes de morir, la joven contestó así:

– Yo, Catherine Howard, pido a todos los buenos cristianos de este país que aprendan del castigo que estoy a punto de recibir por haber ofendido a Dios cuando era una niña, por haber faltado a la promesa de fidelidad que hice a mi marido cuando me casé con él y por haber traicionado al rey. Considero que merezco ser castigada con la muerte y estaría dispuesta a morir cien veces si así pudiera limpiar mis pecados. Os suplico que me tengáis presente como ejemplo de cómo terminan las mujeres malas y perversas como yo, que enmendéis vuestra conducta y que obedezcáis a su majestad, el rey Enrique Tudor. Dicho esto, me encomiendo a Dios y le entrego mi alma.

Lady Bayton y Nyssa ayudaron a Catherine a subir los escalones que la separaban del tajo, que había sido colocado sobre un montón de paja. El verdugo la esperaba dispuesto a cumplir su misión y Nyssa no pudo evitar preguntarse si el hombre que se escondía bajo la capucha sentiría remordimientos.

Catherine Howard sonrió a su verdugo y, siguiendo la costumbre, le entregó una moneda de oro.

– Os perdono, señor.

Dicho esto, se volvió hacia Bessie y Kate, que sollozaban desconsoladas, les envió un beso de despedida y les dio las gracias por haber permanecido a su lado hasta el final.

– Nunca olvides que eres una mujer muy afortunada, Nyssa -dijo a su amiga estrechándola entre sus brazos-. Sé buena con Varían y trata de perdonar a mi tío. Estoy lista, señor -añadió dirigiéndose al verdugo.

Nyssa y lady Bayton ayudaron a Catherine a arrodillarse. La joven miró al cielo, rezó una breve oración, se santiguó y se inclinó sobre el tajo con los brazos en cruz. El verdugo le seccionó el cuello de un fuerte hachazo y la cabeza de Cat rodó hasta caer en un cesto.

Nyssa no fue capaz de apartar la mirada del hacha, que tardó una eternidad en descender, a pesar de lo breve de la ejecución. Un segundo después Catherine Ho-ward había dejado de existir. Aunque sabía que estaba muerta, le pareció oír su voz alegre y melodiosa llamándola y miró alrededor como buscándola. Lady Bayton la tomó del brazo y la ayudó a descender del cadalso mientras los guardias envolvían el cuerpo sin vida de Catherine en una manta negra y lo metían en un ataúd.

Kate Carey y Bessie Fitzgerald corrieron a refugiarse en brazos de lady Bayton mientras Nyssa miraba alrededor, todavía desconcertada. Allí estaban los miembros del Consejo, sir John Gage y un destacamento de alabarderos de la Casa Real. También había un grupo de personas a quienes no había visto nunca: eran los testigos a quienes la ley obligaba a presenciar la ejecución. Nyssa bajó los ojos y descubrió que una fina capa de hielo cubría el suelo de la sala de ejecuciones. Había llegado el momento de dar muerte a Jane Rochford, pero Nyssa no levantó la mirada; no quería presenciar dos ejecuciones en un solo día. El silbido cortante del hacha balanceándose en el aire antes de caer sobre el cuello de la dama le indicó que todo había terminado.

Cuatro guardias cargaron con el ataúd de Catherine Howard y lo llevaron a la capilla de San Peter ad Vincula, donde debía ser enterrada junto a su prima Ana Bolena. Las cuatro mujeres entraron en la oscura capilla, escucharon las oraciones que el confesor de Cat pronunció y, cuando hubo terminado, salieron en silencio pasando de largo frente al ataúd de Jane Rochford, que iba a ser enterrada en un oscuro rincón de la misma capilla. Una vez fuera, la débil luz del sol que se filtraba a través de los espesos nubarrones grises que cubrían el cielo las deslumhró. Lord Bayton se unió a ellas y rodeó los hombros de su esposa con un brazo.

– Vamonos de aquí -dijo-. Es hora de regresar a casa y la barca espera. Lady Nyssa, me temo que no podéis acompañarnos -añadió con una sonrisa-. Ese caballero desea hablar con vos.

Nyssa se volvió hacia donde lord Bayton señalaba y contuvo la respiración. Quiso gritar pero la voz se negaba a salir de su garganta.

– ¡Varían! -exclamó finalmente corriendo a abrazarle. Estaba muy pálido y ojeroso pero sonreía y también corría hacia ella. Varían de Winter estrechó a Nyssa entre sus brazos y la besó. Cuando se separaron descubrieron que los dos estaban llorando.

– Creí no volvería a verte nunca más, querida. ¡Pero por fin estoy libre! Podemos regresar a Winter-haven con nuestros hijos cuando quieras.

– Pero ¿cómo…? -sollozó Nyssa.

– No tengo ni idea -confesó Varían-. He pasado dos meses encerrado en una mazmorra sucia, fría y oscura desde que me dijeron que estaba acusado de cómplice de la reina y encubridor y que todas mis posesiones iban a ser confiscadas. Esta mañana sir John Gage me ha dicho que el rey había reconocido que había cometido un error conmigo, que iba a ser puesto en libertad y que me iban a ser devueltas las tierras. Debía presenciar la muerte de Catherine y después podía marcharme en paz. Vamonos de aquí; nuestra barca espera en el embarcadero -añadió tirando de Nyssa.

El arzobispo, pensó Nyssa. Estaba segura de que Thomas Cranmer, como hombre justo que era, había convencido al rey de que se había cometido una gran injusticia con Varían de Winter. Tomó del brazo a su marido y le siguió hasta el embarcadero, donde Toby y Tillie les esperaban muy sonrientes. Se detuvieron en White-hall y una hora después estaban listos para partir hacia Riveredge. Mientras sus criados preparaban el equipaje, Nyssa y Varían se despidieron de Thomas Howard.

– ¿Cómo se comportó nuestra Catherine? -preguntó el duque.

– Habríais estado orgulloso de ella -respondió Nyssa-. Ni yo misma habría sido la mitad de valiente.

– Supongo que no volveré a veros por palacio…

– Me temo que no -contestó su nieto-. Pero sabes que puedes contar conmigo si me necesitas, abuelo. Thomas Howard, dejad de lado vuestro maldito orgullo y atreveos a pedir ayuda cuando la necesitéis -le regañó cariñosamente.

– Lo haré -prometió el duque, que, como el rey, empezaba a sentirse viejo y cansado-. ¿Y tú, jovenci-ta? -preguntó volviéndose hacia Nyssa-. ¿También estás dispuesta a venir a ayudarme?

– Sí, abuelo -contestó ella tras meditar su respuesta-. Vendré encantada.

– Entonces, ¿me has perdonado?

– Una vez os acusé de haberme robado mis sueños, Tom Howard. Ha pasado más de un año y me he convertido en una mujer madura y responsable. Ahora me doy cuenta de que me disteis lo que más deseaba. Os perdono por lo que me hicisteis, pero nunca os perdonaré por haberle destrozado la vida a Cat.

– Comprendo -murmuró el duque.

– Adiós, abuelo -añadió Nyssa poniéndose de puntillas y besándole en la mejilla.

Nieto y abuelo se abrazaron y el duque salió de la habitación a toda prisa para evitar que los jóvenes vieran las lágrimas que nublaban sus ojos. Varian y Nyssa abandonaron palacio sin despedirse del rey. Era el lunes 13 de febrero de 1542. Con un poco de suerte, llegarían a Riveredge a tiempo para celebrar el cumpleaños de los gemelos. El tiempo fue tan bueno que alcanzaron el valle del río Wye antes de lo previsto. «Estamos llegando, estamos llegando» parecía repetir el repiqueteo de los cascos de los caballos sobre el camino cubierto de nieve.

– Estamos a punto de llegar a tu casa -dijo Varian-. Hemos salido de palacio tan precipitadamente que hemos olvidado traer un regalo para los niños. Hace tanto tiempo que nos fuimos que no nos reconocerán.

– Afortunadamente son muy pequeños y pronto olvidarán que una vez estuvimos separados durante seis meses -repuso Nyssa-. Cuando sean lo bastante mayores para comprenderlo se lo explicaremos todo como si fuera un cuento. Y en cuanto al regalo, ya me he ocupado de eso ^añadió esbozando una sonrisa enigmática.