– Es un decir… No le he notado nada de bandolina, y el culo como le dije, demasiado de figurín, para lo que había imaginado.
– Pero bueno, Manuel, lo importante es la bandolina ¿no?
– Ya, ya, pero ni tenemos pruebas de que sea la que compra la bandolina, porque lleve bandolina en su pelo, ni por identificación del culo.
Poco después ante las casas de los gitanos vieron que entre dos bajaban un arado viejo y oxidado de un carro.
– Mira, Manuel, unarao.
– En eso pensaba, en el tiempo que hace que no veía unarao.
– Y lo peor es que uno ya está olvidando el nombre de las piezas.
– Es verdad. Muchas veces caigo en que he olvidado el nombre de las cosas, que me sabía muy bien, porque ya se ven poco. ¿Se acuerda usted de lo que era undental!
– Claro, hombre, el hierro donde se colocaba la reja. ¿Y elgarabato?
– Arado para una sola mula. ¿Y lalavija?
– El hierro que sujeta los lavijeros del timón.
– ¿Y losorejeros?
– ¿Los orejeros?…, pues ¿ve usted?, ya no me acuerdo.
– Has olvidado lo más fáciclass="underline" el tubo de hierro con los dos salientes de madera para abrir el surco. ¿Y elpescuño?
– …Yo tampoco llego ya al pescuño. Claro que a lo mejor no lo supe nunca.
– ¿Cómo no ibas a saber lo que era la cuña de hierro para presionar…, como si dijéramos entre la reja y la esteva? Pues prepárate bien esta noche, que mañana te examino yo a ti de las partes del carro.
– El carro me lo sé todavía, porque estuve subido en ellos hasta que me fui al servicio.
– Ya veremos, Manuel, ya veremos… Entonces, y de vuelta al tema, has dejado bien instruido a Antoñito para que averigüe si es laMigadulce la que compra la bandolina.
– Sí; como le dije, le di precisas instrucciones antes de verlo a usted.
– ¿Y que le vas a dar por este trabajo?
– Nada. Él lo hace por amistad y por el gusto de oír discos con la morenilla.
– Otra cosa: no dirá la Policía Nacional que ahora nos han traído a Tomelloso, que les hacemos la competencia. Este tema de los dormidos embandolinados no es nacional.
– Desde luego. Es puramente municipal…, por no decir de cimas y aburridos.
– No digas esas cosas, Manuel. Verás cómo sacamos algo muy lucido.
– Encima que no pasa nada en este pueblo -continuó Plinio como si tal cosa-, ahora, con la competencia de la Policía Nacional vamos a holgar más que los cabreros desde que se vende leche descremada, esterilizada, en polvo (en singular), y no sé cómo más.
– Que os hagan a todos de tráfico.
Como el sol caído hacía ya sombras muy raseras, sus cuerpos se veían negros sobre la acera andar a compás de manos, pues ahora, al volver, no se las embolsillaron.
– Esta noche le tengo que contar a la Gregoria todo lo que hemos visto en las casas de la liga. Me dijo que me fijase muy bien para no olvidar nada.
– Pues de lo que ella piensa poco le vas a poder contar, aparte del disqueo de Antoñito con la flacucha… Por cierto, que ésa debe tener las nalgas como cabezas de tachuela.
– Por lo menos tristonas.
Entraron en la cafetería de el Casino de Tomelloso, que les caía enfrente mismo de la calle Mayor, pues impacientes por tomar el café de la merienda, no se encontraban con fuerzas para llegar hasta el San Fernando. Y se metieron entre la gente joven, que barreaba, bajo luces y cigarros, en toda aquella largura.
Cuando ya bien a gusto salieron hacia la plaza se ofrecieron los dos a la vez un «caldo».
– Gracias, Manuel. Ya que hemos sacado los dos paquetes, que cada cual fume del suyo.
Nada más verlos llegar, Maleza, que estaba bien despatarrado ante la puerta del Ayuntamiento, le dijo con su ímpetu de siempre:
– Esperen, jefes, que tengo un mensaje.
– ¿De quién?
Pero el cabo se entró en el cuarto de guardia sin contestar.
– Qué prisa tiene siempre.
– Ya está ahí.
Le entregó aPlinio un papel de farmacia, doblado.
– ¿De quién es?
– De Salustio. Vino a verle con mucho acelero y como no estaba me dejó este papel fino.
Plinio se montó las gafas y se centró bien debajo de la luz del portal del Ayuntamiento.
Leyó con mucho menudeo de ojos y tranquilo, tranquilo, se guardó el papel sin decir cosa.
– ¿Qué dice que te has quedado tan remiso?
– Pues dice, palabra por palabra: «La pupila que compra la bandolina, seguro, fijo, que se llama Socorro Clavero, alias laMigadulce y trabaja en la casa de la Mari Paz.»
– Pues resulta que no hemos perdido la tarde… Sólo el culo que tú creías. Pero el culo real de la chica es monísimo.
– Sí, pero no inspira borrucherías.
– Pero ni tú ni yo le hemos notado el menor brillo ni rigidez bandolinera en el pelo. Y mira que se lo hemos observado bien. Tanto tú como yo, tuvimos toda la tarde los ojos del culo al pelo y del pelo al culo.
– … Bueno, pues que Antoñito se fije todos los días a ver qué hace con la bandolina… Y por otro lado esperar que regreseCulocampana para tener otro camino por donde investigar.
– Otro camino, también cular… Es que no imagino cómo, tanto uno como otra, pueden ¿y para qué? dormir a tantos hombres.
– ¡Ah!, y yo menos.
– En fin, dejémoslo para mañana. Y si no le parece mal, vámonos a casa. Yo estoy un poco harto de todo y la Gregoria estará impaciente porque le cuente nuestros pecados en las casas de las puticaras.
Durante tres días no hubo otra novedad que la llegada de Antoñito a la hora de la cerveza para contarles sus observaciones en el barrio de las «putidoncellas», como decía Quevedo. Nada. Que su amiga la negrilarga, Emilia, había registrado mil veces el cuarto privado de laMigadulce, y ni bandolina, ni cosa pegajosa; que con el debido permiso de Emilia, se había acostado una tarde con la Migadulce para manosearle el pelo y comprobar si brillaba, untaba o estaba algo duro, y nada.
– ¿Y no has averiguado si por aquel barrio del putaco hay alguna otra con las características que tú sabes?(Plinio se pasó la mano por la cadera guiñando el ojo.)
– No, Manuel, pero descuide que yo sigo con los dos ojos alerta.
– Con el ojo alerta y las preguntas que hagan falta cada vez que entregues los discos.
– Sí, Manuel. Tranquilo.
Pasados los tres días que digo ni volvió Antoñito, pero supieron que había regresadoCulocampana. Fue un remedio, porque la murria ya les chorreaba por todos sitios.
El cabo Maleza, tan aplicado para cumplir los encargos que le hiciera el jefe, nada más verlo llegar aquella mañana al Ayuntamiento se lo comunicó.
– Jefe, ¿quiere usted que le avise o van ustedes?
– Mejor que te enteres a qué bares suele ir y a qué hora, para que nos demos con él cuando venga a cuento.
– Dentro de un rato se lo digo.
– ¿Tan pronto, Maleza?
– Sí, porque tiene un compañero de meneos que es muy amiguete mío y en seguida me va a contar sus caminos.
– A ver si te contagias.
– Antes me convierto en sellomatao.
– Anda con Dios, sellomatao, ¿de duro o de a dos?
– Pronto vuelvo, jefe.
Plinio y don Lotario, cada cual con un periódico entre manos, gafas y con mucho meneo de hojas leyeron, miraron, o lo que fuera, hasta que, poco antes de la hora de la cerveza, volvió Maleza con su comunicado.