– De los sitios donde va más por la hora y lo cerca, los más cómodos, son el barJuanito y la cafetería del Casino de Tomelloso, que es donde toma las cañas de antes de comer… Debe ser, digo yo, porque a la juventud le ha dado por ir mucho a esos dos sitios.
– ¿Y a cuál va primero? ¿A qué no lo sabes?
– Tirado, jefe. AlJuanito. Porque le cae primero, viniendo de donde viene.
– Perfecto. Pues venga, don Lotario. Hoy las cervezas en elJuanito.
– AlJuanito vamos.
– ¿Quieren ustedes que vaya yo delante para echar el olfato?
– No merece la pena.
Y los dos jefes echaron a andar con las piernas torpes de tanto asiento.
Leyeron las carteleras de los cines. Miraron dos escaparates y antes que se les moteasen de polvo los zapatos ya estaban en elJuanito.
Lo recorrieron y como todavía no estabaCulocampana se acodaron en la primera curva de la barra, conforme se entra, para verlo así que entrara.
– ¿Y así que lo veamos qué le vas a decir, Manuel?
– ¡Ah!, no sé. Lo que salga.
– Lo digo para que no se escame.
– Ya, ya.
Casi no se podía hablar de la escandalá que traía el personal de la caña.
– ¿Tú no crees, Manuel, que la gente habla ahora más fuerte que en nuestros tiempos?
– No sé qué le diga, don Lotario, porque los españoles siempre creen que cuanto más vocean más hombres y más graciosos o graciosas son. Cuanto más lloran al muerto más lo sienten y cuanto más gritan a la hora del engranaje creen que las da más gusto.
– Sí, éste es un país muy voceador -dijo don Lotario mirando a la calle con desgana.
– ¿En qué piensa usted?
– En Antoñito, el que nos hizo creer, sobre todo a ti, que era ingeniero en putas y se sabía el barrio como su casa, y resulta que a la hora de la verdad sólo le gusta llevarle discos a la delgadilla, para tirársela con fondo musical.
– Pero para comprobar lo que le encargué se ha acostado con la Leonor y todo.
– Con permiso de la otra y a cambio de algún disco nuevo.
– ¿Y hasta que no oyen los tres discos de costumbre por las dos caras no se apea de la negrilla?
– ¡Ah!, yo qué sé, don Lotario.
– Pues si se monta durante los tres discos debe quedarse muy trabajao… Mira, Manuel ahí llega nuestro hombre, o lo que sea, con dos coquetillos, uno a cada lado.
– ¿Y son de aquí?
– Ni idea. No me suenan.
Culocampana entró decidido y moviendo el lumbar con mucho vuelo. Recorrieronel bar buscando una cuña de aire donde abocicarse, pero en seguida volvieron sin que nadie les dejase ver las chaquetas blancas.
– Aquí tenéis un poco sitio si queréis -dijoPlinio empujando con bastante presión al veterinario.
– Muchas gracias…, Manuel.
– No faltaba más.
– Aquí, dos amigos. Y aquí, don Lotario y el granPlinio, muchachos.
Y don Lotario, para adelantarse a Manuel como listo:
– ¿Qué queréis tomar?
– Unos botellines de cerveza, don Lotario. Muy amable.
– A ver si se va usted a pasar -dijo el jefe al veterinario en voz muy baja.
Plinio y don Lotario siguieron la cháchara sin quitarle los ojos del pelo rubio y melenudo a Culocampana, que lo llevaba brillante y duro, desde la raya a las sienes, por tantas bandolinas.
Los dos chicos llevaban el pelo sin untos.
Plinio, en uno de los renglones del coloquio, se acercó mucho a la cabeza de Culocampana como con una curiosidad repentina y le dijo con tono muy naturaclass="underline"
– ¿Oye, pero qué te echas en el pelo, que lo llevas tan sólido y espejoso?
Se rió el peinado y bajó los párpados con caída coquetona.
– Parece mentira que no lo adivine usted, Manuel. Si es un licor de sus tiempos.
– ¿Un licor?
– Quiero decir un líquido.
– Fíjese usted, don Lotario -dijo pasándose la yema de un índice por las ondas duras y color almirez-. ¡Bandolina pura! De niño me acostumbré tanto a tocar y a oler -en lo poco que huele- el pelo embandolinado de mi madre, que ya toda la vida, en vez de brillantina, fijadores o lacas, me arreglo mi pelo con caldo de zaragatona. ¡Lo tengo tan caidón! que me molesta borloneándome por la frente y las orejas… Y además eso es un homenaje a mi pobrecita madre.
– Hace tantos años que no he visto a alguien peinado con bandolina, que no la reconocía. Ni creí que todavía la vendiesen.
– Pues sí, señor, que de todo lo que fue queda algo en esta vida, hasta boinas coloradas y mujeres con refajo. Y hablando de mujeres, muchas de la tercera y la «cuarta» edad se echan bandolina.
– Pues no me he fijado.
– Sí, Manuel, todavía hay mujeres con refajo, pantalones en vez de braga, y zaragatona.
– ¿Y qué eran los refajos? -preguntó uno de los chicos finos, que se reía mucho cuando hablabaCulocampana.
– ¡Ay!, hijo, que te lo explique tu abuela, que yo siempre los vi desde largo. La ropa de la mujer ¡es que la odio! -dijo súbito, sin poderse contener y dándole una manotada al aire.
Plinio y don Lotario se miraron de reojo.
YCulocampana, como algo arrepentido de su histérico, pidió más botellines de cerveza.
Todos quedaron en silencio hasta que volvieron a llenar los vasos.
– ¿Y así, de gente de tu edad, conoces a alguien que también se eche bandolina en el pelo?
– No, Manuel -dijo con aire suspicaz-, soy el único tomellosero que se plancha el pelo con bandolina y se perfuma el cuerpo con almizcle.
– Pues no hueles -dijo el mismo chico.
– ¡Ay!, hijo, eso hay que olerlo muy de cerca…, muy de cerca para saberlo… Y además de echármelo cuando me baño o me ducho, me lo echo también en los pies, que me los suelo lavar mucho, para no aburrirme. Sí, chicos, me los lavo en una palanganilla, porque me gusta mucho datilear en el agua caliente. ¡Uy, que regustinín! -y lanzó el «regustinín» con un grito tan de tía histérica, que a pesar del vocerío, varios barristas se volvieron a mirarlo, asombrados de quePlinio y don Lotario anduvieran allí con semejante compañía.
Tanto que Culocampana, otra vez como arrepentido de su gritillo, pidió otros botellines de cerveza.
Plinio y don Lotario se echaban reojos preocupados y el guardia pidió la cuenta.
– Y ahora, Manuel y la compaña, paga el bandolinero, como me llamaba una persona que yo me sé.
– No, perdona, pero tenemos una cita. Otro día será. Hasta luego…
Nada más pisar el cemento de la calle, don Lotario empezó a carcajearse.
– ¡Ay, Manuel, qué mal se te dan los de la acera de enfrente!
– Fatal.
– Tú entre éstos no investigas nada. Te pones nerviosete.
– Es verdad.
– Desde luego, ¡qué tío! Se echa bandolina en el pelo hasta ponérselo como papel de barba, almizcle en no sé qué partes ydedilea en una palangana de agua caliente para no aburrirse. Y menos mal que no nos ha contado lo que se hace en otras partes del cuerpo las noches de luna.
– Pero lo de la bandolina, Manuel, es para no recordar los olores de su madre.
– ¡Qué cosa más triste de puro cómica!
– ¿Y tú, Manuel, crees que éste es capaz de dormir a los que aparecen tumbados por ahí? ¿Cómo? ¿Para qué?
– Desde luego, si fueran como los niñotes que lleva con él, podría dormirlos, aunque no sé cómo ni para qué… Pero tíos hechos y derechos como los que vimos dormidos, no creo que tengan nada que ver con su bandolina y demás blanduras.
– A lo mejor es que por la nostalgia de su madre quiere hace una revolución nacional bandolinera y a todo el que puede lo duerme para hacerle participar de la bella bandolina.