Don Lotario le acercó la nariz a la boca entreabierta.
– No huele.
– ¿O estará drogado?
– Yo no sé cómo se quedan los drogados. En mi vida he visto a uno.
– Yo tampoco… Y cualquiera se lo lleva al pueblo. Con lo que pesa este hombre necesitaríamos otros dos como nosotros para acercarlo al auto… Voy ahí, a la casa de los Peinado, que alguien debe de haber, puesto que están los chicos, y nos echan una mano.
– Espérate un poco, a ver si resucita.
– Espero un pito -dijoPlinio ofreciéndole un caldo.
– Bueno. Todas tus esperas son tabaqueras.
– Nuestras esperas.
– No estaría mal poderse fumar un pito, el último cuarto de hora, en espera de la muerte.
– Yo, desde luego, como tenga aliento, me lo fumo.
– Y yo… A ver si nos entierran con la colilla en la boca.
Encendieron y, después de dar la primera chupada, con los ojos bien puestos en la lumbre, quedaron mirando a Manuel GarcíaEl Toledano, que en aquella posición más cómoda, parecía estar a gusto.
– Y el tío va de traje nuevo, corbata hermosa y camisa limpia.
– Ya sabe usted que estosToledanos son más presumios que una novia con el ramo.
– Si, para andar por el pueblo, pero para salir al campo, no me digas.
– Entonces usted cree que ha venido de excursión.
– Yo, Manuel, creo lo que tú digas.
– Cómo va a venir solo y se va a tumbar ahí en tan mala postura… A ver qué lleva en los bolsillos.
Se pusoPlinio en cuclillas y empezó a registrarle todos los huecos.
– Lleva su cartera con billetes…, el reloj de oro, monedas, mechero, gafas, la alianza.
– Normal.
El Toledano, como incomodado al sentir manos por tantas partes del cuerpo, se dio media vuelta y quedó con el perfil hacia la zarzamora.
Cuando acabaron el cigarro los justicias, el tumbado seguía igual.
– Bueno, creo que ya ha estado bien. Éste no amanece. Voy a ver si hay algún Peinado y nos ayuda a llevarlo.
– Venga. Te esperamos.
«Cada día cosas nuevas. Pero un hombre con la cara meada no había visto nunca. Y unToledano, además. Tan relimpios… Éste ya tendrá los cincuenta bien cumplidos…»
Iba diciéndosePlinio río abajo.
Apenas llegó al solar del viejo molino, sonó una voz entre los árboles:
– Pero hombre, Manuel, ¿qué hace usted por este Guadiana jubilado?
Era Eladio Peinado, con su hermano Anselmo, el catedrático y astrónomo.
Después de cambiar saludos, les contóPlinio el percance, y los dos Peinado, más su hermano Emilio, las mujeres y el montón de chicos, fueron al lugar del tumbado…
– Pues nosotros no hemos visto ni oído pasar a nadie por aquí.
– Habrá sido mientras echábamos la siesta.
Plinio iba delante sin hacer preguntas, de momento.
El Toledano estaba panza arriba, como quedó después del registro, despatarrado, y con amago de sonrisa.
Lo estuvieron contemplando todos un rato y haciendo suposiciones nada esclarecedoras, hasta que por fin decidieron llevarlo a la casa deSan Juan.
– Venga, a la una, a las dos y a las tres.
– Aunque somos tantos, pesa lo suyo.
– EstosToledanos siempre fueron de mucho comer.
– No tengáis miedo que se vaya a despertar por más que lo movamos -dijo don Lotario-. Después de irte tú, Manuel, le he hecho más cosquillas, y le he tirado pellizcos, y que si quieres.
– El que no se despierta cuando se mean encima de él, no se despierta nunca -dijo una de las mujeres.
– No seas malagüera, que el tío está vivo y caliente -le replicó su marido.
– Creo que antes de meterlo en el coche convenía dejarlo un rato en una cama para ver si se anima -aconsejó Eladio-. ¿Te parece, Manuel?
– Como queráis… Era por no molestar.
El Toledano, con la cabeza caída hacia atrás, daba una especie de ronquidos gorgoritosos.
– Con la boca abierta, y con el meneo, ronca -dijo Anselmo.
– Venga -dijo otra de las señoras-, dejadme que le sujete un poco la cabeza al pobre.
Y se puso tras él cruzándole las manos bajo el cogote.
Al llegar a la puerta de la casa lo dejaron en el suelo.
– Venga, chicas, abrid las puertad de par en par para que podamos entrarlo. Y preparad una cama bien fuerte.
– Sí, aquí en la de hierro.
– Ya está.
– Venga, vamos al último viaje.
– Pero qué gafe está ésta…
– A una, a dos, a tres…
Lo tomaron entre casi todos los presentes por donde podían, y lo entraron en la habitación que estaba en el mismo portal, y dejaron caer sobre una cama muy ancha, de hierros dorados, que había en la penumbra. Se le quedó alzada la pernera del pantalón y se veían pétalos de flores de hinojo pegadas a los calcetines granate.
Ya bien posado en la cama, Manuel García soltó un suspiro muy profundo y reasomó la sonrisa de gusto, como si apreciara la comodidad del colchón o viera entre sueños algo de muy buen color.
– ¿Y usted, don Lotario, qué cree que puede ser esto? -le preguntó Emilio.
– Ni idea. Mis enfermos, cuando los tenía, tal vez por ser irracionales, no tenían males tan gustosos.
– Tapadlo un poco con la colcha, no sea que se enfríe -dijo la hermana de los Peinado.
– ¿Cómo va a enfriarse con esta tarde?
– Venga, vámonos fuera a tomar un vino y a ver si mientras se le hace de día.
Quedaron todavía unos segundos, como rebinando, con los ojos fijos en aquel corpachón con corbata, camisa con iniciales y brillantina en los aladares, y salieron a la sombra de los árboles que rodeaban la casa deSan Juan.
Una de las mujeres sacó vino del pueblo y queso en aceite ya casi verde, de puro regustoso, y empezaron a lengüetear entre sorbos, cigarros y recuerdos del río que se fue de allí. Ante las cales sonaban las palabras alegres y las risas que hacían historia de la familia deEl Toledano. Aunque la historia era tan flaca, que no se pusieron de acuerdo si les llamaban Toledanos porque tuvieron antepasados de Toledo o porque siempre vivieron en la calle de ese nombre.
Varias veces entraron las mujeres a ver si se despertaba, pero el hombre seguía tan a gusto, hasta que ya cerca de las diez, cuando andaban en los últimos vasos y primeros silencios, se oyó un bostezo larguísimo.
– ¡EsEl Toledano!
– A lo mejor se ha despertado.
Todos se acercaron a la ventana. Plinio, sin sitio por donde mirar, pasó rápido al portal. Don Lotario fue tras él. Manuel García, con ambas manos debajo de la nuca, volvió a bostezar con la misma fuerza y son que antes. Luego sopló y, por fin, entreabrió los ojos y quedó fijo en la luz de la mesilla. En seguida empezó a mirar hacia uno y otro lado. Se incorporó con cara de no saber dónde estaba. Plinio, para sorprenderlo, dio al interruptor de la bombilla del techo, que estaba junto a la puerta.
El Toledano, deslumbrado, miró al corro de los que ya habían entrado en la alcoba. En seguida reparó en Plinio. Luego comprobó que estaba vestido de pies a cabeza. Y quedó pensativo, como dándole vueltas a la cabeza hacia atrás. Y por fin, con voz miedosa, preguntó:
– ¿Dónde estamos, jefe?
– EnSan Juan, en la casa de los Peinado, los de la ferretería. ¿No los ves?
Se pasó la mano por la calva, como para acelerar el cejar de su cerebro.
– ¿Y cómo llegué aquí?
– … No llegaste, te trajimos.