—Muy al contrario. Y mamá se sentirá encantada —respondió cortésmente el joven.
—Creo que ya tenéis otro huésped. ¿Cómo se llama? ¿Fert...? ¿Ferd...?
—Ferdychenko.
—¡Ah, sí! Ese Ferdychenko no me gusta nada; es un bufón de muy mal gusto. No comprendo por qué Nastasia Filipovna le alienta tanto. ¿Es cierto que tiene algún parentesco con ella?
—¡No! Eso es pura broma. Entre ambos no media el menor vínculo de familia.
—¡Entonces que se vaya al diablo! Diga, príncipe: ¿está usted satisfecho?
—Le doy las gracias, general. Ha mostrado usted una bondad extraordinaria conmigo, bondad tanto mayor cuando yo no le pedía nada. Y no es que lo hiciera así por orgullo... En verdad, no sabía dónde dormir esta noche. Cierto que Rogochin me invitó a visitarle...
—¿Rogochin? ¡Oh, no! Yo le daría, príncipe, el consejo paternal o, si lo prefiere, amistoso de no visitar a Rogochin, de olvidarle incluso. En general, a mi juicio, haría usted bien limitando sus amistades a la familia con la que va a vivir.
—Ya que es usted tan amable —empezó el príncipe—, quisiera consultarle sobre un asunto... He recibido aviso de que...
—Perdóneme ahora —interrumpió el general—, porque no me queda ni un minuto. Voy a anunciarle a Lisaveta Prokofievna. Si ella consiente en recibirle (y ya me arreglaré para presentarle de un modo que consienta), le aconsejo que aproveche la ocasión y procure agradarla, porque Lisaveta Prokofievna puede serle muy útil. Además, lleva usted su mismo apellido... Si no quiere recibirle hoy, no insistiremos: otra vez será. Echa una ojeada a esas cuentas, Gania...
Ivan Fedorovich salió y el visitante no pudo exponerle el asunto que por tres veces ya había insinuado. Gania encendió un cigarrillo y ofreció otro a Michkin, quien lo aceptó, y después, sin hablar por temor a importunar el secretario, comenzó a examinar la estancia. Pero Gania apenas si miró el papel lleno de números sobre el que el general llamara su atención. Parecía distraído; su sonrisa, su mirada, su aire de preocupación sorprendieron aún más a Michkin cuando ambos jóvenes quedaron solos. De pronto Gania se aproximó al príncipe, que en aquel momento examinaba el retrato de Nastasia Filipovna.
—¿Le gusta esa mujer, príncipe? —le interrogó a quemarropa, mirándole inquisitivamente.
Dijérase que tras aquella pregunta se ocultaba alguna intención peculiar.
—Tiene un rostro maravilloso —repuso el príncipe—. Y estoy seguro de que no ha vivido una existencia vulgar. Aunque su fisonomía es alegre, esta mujer ha debido de atravesar grandes sufrimientos, ¿no? Los ojos lo dicen, y lo dicen sus pómulos, y lo dicen esas ojeras... Tiene un rostro orgulloso, altanero... No sé si será o no una mujer de buen corazón. ¡Si fuera buena, todo lo demás podría pasar!
—¿Se casaría usted con una mujer así? —preguntó Gania, mirando fijamente a Michkin con ojos ardientes.
—Yo no puedo casarme con mujer alguna, porque estoy enfermo —respondió el príncipe.
—¿Y Rogochin se casaría con ella? ¿Qué opina usted?
—¡Casarse con ella! Hoy mejor que mañana, si pudiera. Aunque tal vez dentro de una semana la asesinase...
Al oír esta contestación Gania se estremeció tan violentamente que el príncipe hubo de contenerse para no lanzar un grito.
—¿Qué le pasa? —dijo tomando el brazo del secretario.
El criado apareció en la puerta.
—Excelencia, Su Excelencia le ruega que pase a ver a Su Excelencia. Michkin siguió al lacayo.
IV
Las tres hijas del general Epanchin eran unas jóvenes robustas, saludables, altas, desarrolladas, con magníficos hombros, ancho pecho y brazos fuertes, casi masculinos. De acuerdo con esta sana y vigorosa constitución necesitaban comer bien y no disimulaban el hecho. A veces su madre se mostraba escandalizada de semejante apetito y de la naturalidad con que lo satisfacían, pero aunque sus hijas la escuchaban respetuosamente, algunas de sus opiniones habían dejado de tener la indiscutida autoridad que poseyeran años antes, tanto más cuanto que las tres muchachas, obrando siempre de concierto, formaban un conjunto demasiado fuerte para su madre, y ésta, por salvar su dignidad, había de prescindir de su oposición. Cierto que su carácter le impedía a veces el seguir los dictados del sentido común, porque Lisaveta Prokofievna tenía cada año que pasaba más impaciencia y más caprichos. Incluso cabe decir que se mostraba extravagante. Por fortuna disponía siempre a mano de un marido tolerante y sumiso, sobre quien descargaba sus enojos, con lo que la paz doméstica se restablecía y las cosas tornaban a marchar tan bien como antes.
De otra parte, la señora Epanchin no carecía tampoco de apetito. Por regla general se reunía con sus hijas a las doce y media para participar en un substancioso almuerzo casi equivalente a una comida. Las jóvenes bebían siempre una taza de café en sus lechos, a las diez en punto, cuando despertaban. Les placía esta costumbre y la habían adoptado como definitiva. A las doce y media la mesa estaba servida en un comedorcito próximo a las habitaciones de su madre y a veces el general, cuando tenía tiempo, participaba en el almuerzo de su familia. Además de té, café, queso, miel y manteca, veíanse en la mesa ciertas frituras muy apreciadas por la dueña de la casa, chuletas y sopa espesa y caliente.
La mañana en que empieza nuestra historia, toda la familia, reunida en el comedor, esperaba al general, que había prometido acudir a las doce y media. De haberse retardado un solo instante se le habría enviado a buscar; pero se presentó personalmente. Al acercarse a su mujer para darle los buenos días y besarle la mano notó en su rostro una expresión especial. Ya la noche antes había tenido el presentimiento de que iban a surgir ciertas complicaciones debidas a un determinado «incidente» (tal era su palabra favorita) y en el lecho se había preocupado mucho al propósito. A la sazón se sintió alarmado de nuevo. Las jóvenes acudieron a besar a su padre, y aun cuando no evidenciaran aspereza alguna, él notó también en ellas un algo especial, como en su madre. Desde luego, el general últimamente se sentía en extremo susceptible respecto a las cuestiones familiares. Pero como era un padre y un esposo experimentado y hábil, se había apresurado a tomar las oportunas medidas.
Aun a costa de perjudicar el orden de nuestro relato, creemos conveniente aclararlo mediante algunas explicaciones concretas acerca de la situación de la familia Epanchin al comenzar nuestra historia. Acabarnos de decir que aunque el general no fuese hombre de mucha educación, sino, como él decía, un autodidacta, era esposo y padre experto y hábil. Mientras la mayoría de los hombres a quienes el cielo ha concedido una numerosa descendencia femenina sólo piensan en casarla lo antes posibles, Ivan Fedorovich, al contrario, profesaba el sistema de no apremiar a sus hijas para que se casasen. Incluso supo inculcar a su mujer el mismo principio, aunque ello resultara difícil, porque el modo habitual de ser de padres y madres parece acomodarse mal a semejante sistema. Pero los razonamientos del general eran sólidos y se apoyaban en hechos palpables. Dejadas a su libre decisión e iniciativa, las jóvenes se sentirían inevitablemente inclinadas a comprometerse en el momento oportuno y entonces todo resultaría más fácil, porque ellas mismas procurarían allanar las cosas prescindiendo de excesivas caprichos y pretensiones. El papel de los padres se limitaría, así, a ejercer una suave y en lo posible poco notoria vigilancia para evitar una elección desastrosa o un afecto inconveniente, y a intervenir en el momento adecuado con todo su apoyo e influjo a fin de llevar a cabo las cosas. Y, además, el mero hecho de que la fortuna paterna, y en consecuencia la posición social de la familia, crecían de año en año en progresión geométrica, hacía que el valor de las muchachas aumentase cada vez más en el mercado matrimonial.