Pero todos estos argumentos indiscutibles fueron contrarrestados de improviso por otro. La hija mayor, Alejandra, alcanzó, súbita e inesperadamente, como siempre ocurre, su vigésimo quinto año de edad. Casi al mismo tiempo, Atanasio Ivanovich Totzky, persona de la mejor sociedad, de elevadísimas relaciones y extraordinariamente rico, tornó a sentir un deseo acariciado mucho tiempo atrás: el de casarse. Totzky era un hombre de cincuenta y cinco años, de temperamento artístico y gran refinamiento. Deseaba hacer un buen matrimonio y era muy admirador de la belleza femenina. Como mantenía estrecha amistad con Ivan Fedorovich, especialmente desde que ambos estaban asociados en varias empresas financieras, hablóle en solicitud de su amistoso consejo y orientación. ¿Podría ser estudiada con interés una propuesta de matrimonio de Totzky con una de las hijas de su amigo? Esto representaba, o podía representar, una inminente alteración en el curso, hasta entonces plácido y feliz, de la vida de la familia del general.
Ya dijimos que la beldad de la casa era incuestionablemente Aglaya, la más joven de las tres hijas. Pero Totzky, aunque hombre de ilimitado egoísmo, juzgó inútil dirigirse en aquel sentido, comprendiendo que Aglaya no sería para él. Acaso el ciego amor y el extraordinario afecto de las hermanas exagerase la nota; mas el caso era que, de un modo u otro, habían convenido entre sí que el destino de Aglaya no sería un destino vulgar y que había de alcanzar uno excepcionalmente brillante, el más alto ideal posible de la felicidad terrena. El futuro esposo de Aglaya debía ser un dechado de perfecciones además de poseer una vasta riqueza. Las dos hermanas mayores habían convenido, casi sin palabras, que en caso necesario harían por Aglaya todos los sacrificios posibles. De este modo, la dote de la menor sería colosal, inaudita. Los padres conocían este pacto de las hermanas mayores y, por lo tanto, cuando Totzky pidió consejo, creyeron poder obtener con certeza el asenso de Alejandra o de Adelaida, tanto más cuanto que el opulento Atanasio Ivanovich no sería muy exigente en materia de dote. El general, dado su profundo conocimiento de la vida, concedió desde el primer instante todo su valor a las proposiciones de su amigo. Como éste, en virtud de ciertas circunstancias especiales, había aventurado su indicación con suma cautela, limitándose, por decirlo así, a explorar el terreno, los Epanchin no hablaron del asunto a sus hijas sino en el sentido de una posibilidad remota. Recibieron como respuesta una satisfactoria aunque algo vaga seguridad de que Alejandra, llegado el caso, no se negaría al enlace. La mayor era una muchacha de buen carácter y fácil de convencer, sin que ello significase que no tuviera voluntad propia. Era de creer que estuviese dispuesta a casarse con Totzky, y que, si daba su palabra, la mantuviera fielmente. No le gustaba la vida ostentosa, y así, en vez de perturbar y trastornar la vida de su marido, llevaría a ella dulzura y paz. Alejandra era muy hermosa, aunque no absolutamente deslumbrante. ¿Qué más podía pedir Totzky?
Y, sin embargo, el proyecto permanecía aún en grado de tentativa. Totzky y el general habían convenido, mutua y amistosamente, que de momento no se daría paso ni habría arreglo alguno de carácter irrevocable. Los padres no habían comenzado aún a hablar abiertamente del asunto a sus hijas, ya que existían signos de discordia entre ambos. Lisaveta Prokofievna, la madre, sentíase descontenta por algún motivo —y un motivo, por cierto, muy importante Mediaba un serio obstáculo, un complicado y molesto factor que podía echar a peder todo el asunto.
Este complicado y molesto «factor», como el propio Totzky solía decir, había comenzado su existencia dieciocho años antes.
Atanasio Ivanovich poseía entonces una de las más ricas propiedades de cierta provincia del centro de Rusia. Su más cercano vecino, dueño de una pequeña y pobre finca, se distinguía por su notoria y continua mala fortuna. Era un oficial retirado, de buena familia —mejor, en realidad, que la del propio Totzky— y se llamaba Felipe Alejandrovich Barachkov. Agobiado de deudas e hipotecas, logró, tras trabajar rudamente casi como un labriego, poner sus fincas un poco en orden. El más pequeño éxito le infundía inmensa confianza. Radiante de entusiasmo se dirigió, pues, a la pequeña población cabeza de distrito para intentar un arreglo con uno de sus principales acreedores. Llevaba dos días en la población cuando el estarosta de su aldea llegó a rienda suelta, con la barba abrasada y el rostro lleno de quemaduras, y le informó de que el lugar había ardido la víspera a mediodía y que «la barina había tenido el honor de perecer, pero las niñas estaban sanas y salvas». El golpe fue excesivo para Barachkov, por acostumbrado que se hallase a los embates de la mala suerte. Volvióse loco y murió un mes más tarde en pleno delirio. Su arruinada propiedad, con sus andrajosos campesinos, fueron vendidos para pagar sus deudas. En cuanto a sus hijas —dos niñas de seis y siete años respectivamente— fueron atendidas gracias al generoso corazón de Atanasio Ivanovich, quien las hizo educar en compañía de las de su mayordomo, un alemán, antiguo empleado público y padre de numerosa familia. La niña menor murió de tos ferina y sólo quedó con vida la pequeña Nastasia. Totzky vivía entonces en el extranjero y no tardó en olvidar hasta la existencia de la pequeña. Pero cinco años después ocurriósele ir a inspeccionar sus propiedades y vio en casa de su mayordomo una encantadora muchachita de doce años, inteligente, retozona, dulce y prometedora de una gran belleza. En tal sentido, Atanasio Ivanovich era un gran conocedor. Aunque sólo pasó unos días en la finca, adoptó disposiciones tendentes a producir un gran cambio en la educación de la niña, que fue confiada a una respetable y culta institutriz suiza, de bastante edad, muy experta en su profesión y que durante los cuatro años que dedicó a su alumna, le enseñó, francés y las diversas cosas necesarias a una señorita.
La suiza instalóse en la casa de campo de Totzky y la pequeña Nastasia comenzó a recibir una amplia educación. A los cuatro años, ésta se dio por concluida y otra mujer vino de otra finca de Totzky, situada en una remota provincia, para hacerse cargo de la joven, quien se acomodó en dicha finca, en una casita de madera recientemente construida, muy elegantemente amueblada y provista, y que se llamaba, con nombre apropiado, «La Placentera». La encargada de Nastasia llevó a la joven allí y, como era una viuda sin hijos y residía habitualmente a poco más de una versta de distancia, se fue a vivir con ella en la casita. Como servidumbre, Nastasia dispuso de una anciana ama de llaves y de una joven y diligente doncella. En la casa encontró instrumentos musicales, una escogida biblioteca de libros adecuados a su edad y sexo, lienzos, grabados, lápices, pinceles, pintura y un perrillo faldero... Y quince días después apareció Atanasio Ivanovich... Desde entonces pareció volverse particularmente amante de aquella remota propiedad perdida en las estepas y pasaba allí dos o tres meses todos los veranos. Así transcurrieron cuatro años, tranquilos y felices, en un ambiente lleno de elegancia y buen gusto.