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—No le ha quitado ojo en todo el tiempo —dijo después la generala a su marido—. Parecía estar pendiente de su boca. ¡Y pensar que si se le dice que le ama se enfurece!

—¿Qué le vamos a hacer? ¡Es el destino! —repuso el general, encogiéndose de hombros.

Y repitió varias veces aquella palabra, dilecta suya. Añadamos que, como hombre práctico, el general encontraba mucho que censurar en el presente estado de cosas, y lo que más le contrariaba en él era su vaguedad. Pero de momento había decidido callarse y observar... a su esposa.

A aquella bonanza sucedieron nuevos huracanes. Al día siguiente Aglaya volvió a reñir con el príncipe, y lo mismo aconteció las tardes sucesivas. El pobre enamorado pasaba horas enteras sirviendo de blanco a las burlas de su amada. Cierto que a veces los dos jóvenes pasaban una hora en el jardín a solas al lado de un seto, pero podía observarse que en tales ocasiones él se ocupaba en leer a Aglaya el periódico o algún libro.

—¿Sabe —interrumpió ella un día, mientras él leía el periódico— que me parece usted muy ignorante? Si se le pregunta en qué año ocurrió tal o cual suceso, qué hizo tal personaje o de qué libro ha sido tomado cuál concepto, suele quedar con la boca abierta o poco menos. Es deplorable.

—Ya le he dicho —repuso Michkin— que carezco de instrucción.

—Y entonces, ¿de qué no carece? Siendo así, ¿cómo puedo estimarle? Continúe... Aunque no; es inútil. Deje de leer.

La tarde de aquel mismo día se produjo un incidente que pareció notable a las Epanchinas. El príncipe Ch. volvió de San Petersburgo y Aglaya, muy amablemente, preguntó por Eugenio Pavlovich. Michkin no había llegado aún. Entonces el príncipe Ch. insinuó algo respecto a un «próximo nuevo acontecimiento en la familia», aludiendo a una frase que la generala pronunciara por inadvertencia, diciendo que convendría aplazar el casamiento de Adelaida para celebrar «las dos bodas juntas». Aglaya no pudo contenerse al oír aquellas «absurdas suposiciones» y, en su ira, dijo, entre otras cosas, que no tenía intención, por el momento, de «substituir a la amante de nadie».

Aquello anonadó a todos, y en especial a sus padres. Lisaveta Prokofievna mantuvo una conversación a solas con su marido y le instó a que exigiese de Michkin una explicación categórica acerca de su situación con Nastasia Filipovna.

Ivan Fedorovich declaró que aquello había sido un mero «arranque» hijo de la «delicadeza» de Aglaya, y que si el príncipe Ch. no la hubiese excitado con sus alusiones matrimoniales, ella no habría tenido semejante salida, ya que la joven sabía muy bien que ello era una calumnia de gentes aviesas y nada más, que Nastasia Filipovna iba a casarse con Rogochin, que el príncipe no sólo no tenía con ella las relaciones de que le acusaban, sino que, por ende, no las había mantenido jamás.

Michkin continuaba disfrutando de una dicha exenta de toda inquietud.

A veces sorprendía, sin duda, en los ojos de Aglaya una expresión impaciente y sombría, pero él, atribuyéndola a otros motivos, no le daba importancia. Cuando se convencía de algo era inquebrantable en su convicción. Acaso hiciera mal en vivir tan despreocupado. Así, al menos, opinaba Hipólito, quien, hallándose un día por casualidad en el parque, le interpeló:

—¿Qué? ¿No tenía yo razón para decirle que estaba enamorado?

Michkin, tendiéndole la mano, le felicitó por su «buen aspecto».

En efecto, el enfermo, como sucede a menudo a los tuberculosos, había mejorado en apariencia.

Hipólito había abordado a Michkin proponiéndose embromarle un poco acerca de su cara de felicidad, pero, cambiando de idea repentinamente, comenzó a hablar de sí mismo, extendiéndose en recriminaciones difusas y bastante incoherentes.

—No puede usted imaginar —acabó— hasta qué punto es toda esa familia de Ivolguin irascible, egoísta, mezquina, vanidosa, ordinaria. ¿Sabe que me habían recibido en su casa sólo a condición de que me muriese lo antes posible? Ahora están furiosos porque no me muero, sino que mejoro... ¡Qué farsantes! Apuesto a que no me cree.

Michkin no contestó.

—A veces —continuó Hipólito con negligencia— se me ocurre incluso pensar en volver a su casa, príncipe... ¿No cree usted capaces a aquellas personas de ofrecer hospitalidad a un hombre a condición expresa de que muera cuanto antes?

—Yo pensaba que tenían otros propósitos al invitarle.

—Ya veo que no es usted tan ingenuo como se suele decir. No tengo tiempo ahora: sino le revelaría ciertas cosas concernientes a ese Gania y a sus esperanzas. Están minándole el terreno, príncipe, se lo están minando. Es una compasión verle tan tranquilo... Pero no podía suceder de otro modo.

—Veo que me compadece usted —rió Michkin—. ¿Sería más feliz si estuviese inquieto?

—Vale más ser desgraciado y saber, que feliz e ignorar. ¿No cree usted en la rivalidad de... ése?

—Siento no poder contestarle, Hipólito. La palabra «rivalidad» resulta aquí un poco cínica. Y respecto a Gabriel Ardalionovich, convendrá usted, si conoce sus asuntos, que no puede estar tranquilo después de lo que ha perdido. Para juzgarle, me parece necesario situarse en ese punto de vista. Aún puede enmendarse; tiene muchos años ante él y la vida es una gran escuela. Y en cuanto... a que me minan el terreno —añadió el príncipe, turbándose—, no le comprendo, Hipólito; mejor será hablar de otra cosa.

—Muy bien. No sabe usted desprenderse de su magnanimidad. Al contrario de Santo Tomás, príncipe, usted necesita tocar con el codo para dejar de creer. ¡Ja, ja, ja, ja! ¿Verdad que me desprecia usted en este momento?

—¿Por qué? ¿Porque ha sufrido usted y sufre más que nosotros?

—No: porque soy indigno de mi sufrimiento.

—Quien ha podido sufrir más que los otros es, en consecuencia, digno de sus sufrimientos. Cuando leí su confesión a Aglaya Ivanovna, ella hubiese querido verle, pero...

—...Lo aplaza para más tarde... No puede. Me hago cargo, me hago cargo —interrumpió Hipólito, deseoso al parecer, de cambiar de conversación—. A propósito: me han dicho que le leyó usted en persona todo aquel conjunto de atrocidades escritas en estado de delirio. Me parece increíble que se pueda ser lo bastante no diré cruel, porque sería humillarme, pero sí puerilmente vano y rencoroso para reprocharme esa confesión y emplearla como arma contra mí. Conste que no me refiero a usted...