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—Hace usted mal en renegar de ese escrito, Hipólito. Es sincero, sin duda, y aunque no carezca de aspectos ridículos —la palabra hizo contraer el rostro al enfermo—, hasta los más ridículos quedan redimidos por el sufrimiento que los inspira. Esas confesiones han sido para usted un sufrimiento... y acaso una muestra de masculinidad. Su inspiración en principio era noble, aunque fuese juzgada aquella noche de un modo y otro. Cuanto más reflexiono, más convencido estoy de ello. Se lo aseguro. No pretendo juzgarlo, sino únicamente exponer mi opinión. Y lamento haber callado entonces...

Hipólito se sonrojó. Preguntóse por un momento si Michkin se propondría burlarse de él con hipócritas lisonjas, pero al mirar el rostro de su interlocutor, comprendió que éste hablaba con sinceridad, y su semblante se serenó.

—Y, sin embargo, no tengo más remedio que morir —contestó, reprimiendo a duras penas el deseo de agregar: «¡Morir un hombre como yo!» —Imagine que ese Gania creyó oportuno hacerme observar que tal vez muriesen antes algunas personas de las que oyeron el otro día la lectura de mi escrito. ¿Qué le parece? Gania juzga eso un consuelo. ¡Ja, ja, ja! En primer lugar, hasta ahora no ha muerto ninguno, y aunque así fuera, ¿de qué me valdría? Me juzga por lo que él es. Luego me dirigió verdaderas injurias, diciendo que en mi caso se debe morir silenciosamente, y que lo contrario no es sino egoísmo. ¿Qué me dice? ¡Él si que es egoísta! ¡Y con un egoísmo tan refinado, o, mejor dicho, tan grosero, que ni se da cuenta él! ¿Ha leído usted la historia de Esteban Gliebov, aquella figura del siglo dieciocho? Ayer cayó, en mis manos por casualidad.

—¿Quién era Esteban Gliebov?

—Aquel que fue empalado en la época del zar Pedro.

—¡Ah, sí! Estuvo quince horas en el palo y murió con un valor excepcional. Lo he leído, sí. ¿Y qué?

—Dios concede muertes así a ciertas personas, pero no a nosotros. Lo juzga así ¿verdad, príncipe? ¿No me cree capaz de morir como Gliebov?

—No digo eso —repuso el príncipe, confuso—: sólo quiero decir que usted... no que usted no pudiera parecerse a Gliebov..., sino que usted sería, más bien...

—¿Un Osterman y no un Gliebov?

—¿Osterman? —extrañóse Michkin.

—El diplomático Osterman, contemporáneo del zar Pedro —repuso Hipólito, algo desconcertado.

Siguió una pausa. Ambos se sentían un tanto molestos.

—No quería decir eso tampoco —repuso Michkin, con suavidad—. No creo que fuese usted un Osterman.

Hipólito frunció el entrecejo. Michkin se apresuró a excusarse.

—También en eso voy demasiado lejos. Pero quiero decir (y le juro que es cosa que siempre me ha impresionado) que los hombres de entonces no se parecían en nada a los de ahora. No, no eran de la misma raza. Nuestra naturaleza es muy distinta. Entonces la gente sólo tenía una sola idea. Hoy somos más nerviosos, más evolucionados, más sensitivos, tenemos dos o tres ideas a la vez... El hombre moderno es más amplio y, se lo aseguro, ello le impide ser de una sola pieza, como eran sus antepasados. A eso únicamente tendía mi observación y no...

—Comprendo. Me ha confesado usted ingenuamente que no compartía mi opinión y ahora quiere consolarme. ¡Ja, ja, ja! Es usted un verdadero niño, príncipe. Pero noto que me trata usted como a... como a una taza de porcelana. No importa, no importa, no me ofendo por ello... Hemos tenido una conversación muy estrafalaria. A veces es usted un verdadero niño, príncipe, lo repito. Además, sepa que yo preferiría ser cualquier cosa antes que un Osterman, porque siendo un Osterman no valdría la pena el resucitar de entre los muertos... Veo que urge que yo muera lo antes posible. De lo contrario, yo mismo... Ea, me voy. Adiós... A propósito: ¿qué manera de morir le parece mejor? Quiero decir la más virtuosa. ¡Hable!

—La que consiste en desaparecer antes que los demás, perdonándoles su dicha —repuso Michkin en voz baja.

—¡Ja, ja, ja! ¡Ya sabía yo que diría usted algo parecido! Pero usted... usted... ¡Ustedes, las personas elocuentes...! Hasta la vista, hasta la vista...

VI

Bárbara Ardalionovna había dicho la verdad al comunicar a su hermano que las Epanchinas proyectaban una velada con asistencia de la princesa Biolokonsky. Ello se había decidido precipitadamente y con cierta agitación, sin duda, porque en aquella casa no podía hacerse nada como en las demás, según Lisaveta Prokofievna. La impaciencia de ésta, anhelosa de rápidas concreciones, lo explicaba todo, así como también la solicitud de los padres respecto al porvenir de su amada hija. Además, la princesa Bielokonsky iba a marchar en breve y como se contaba con que se interesase por el príncipe, se deseaba vivamente que él entrase en el gran mundo bajo los auspicios de la anciana dama, cuyo apoyo constituía la mejor recomendación para un joven. Los esposos pensaban que, si en aquel casamiento había algo de extraño, el «mundo» aceptaría mejor al futuro de Aglaya si aparecía patrocinado por la omnipotente princesa. De todos modos, antes o después, había que «presentar» a Michkin, había que introducirle en la sociedad, cosa de la que él no tenía la menor idea. Por otra parte, la reunión era una simple velada íntima, con asistencia de escasos amigos de la casa. A más de la Bielokonsky se aguardaba a otra señora, esposa de un alto dignatario. Como joven, sólo figuraría Eugenio Pavlovich, que debía acompañar a la princesa.

Michkin fue advertido con tres días de antelación de la llegada de aquella señora, pero sólo la víspera de la reunión se le notificó que ésta iba a celebrarse. Él observó el aspecto inquieto de los miembros de la familia y comprendió que distaban mucho de sentirse seguros acerca del efecto que su amigo había de causar. Pero las Epanchinas le juzgaban demasiado cándido para poder adivinar las dudas que ellas albergaban, y esto les hacía contemplarle con más precaución. Él no daba importancia alguna a la velada; sus preocupaciones eran muy diferentes. Aglaya se tornaba cada vez más caprichosa y sombría, y ello mortificaba mucho al príncipe. Cuando supo que aguardaba también a Radomsky, manifestó viva satisfacción, porque deseaba hablarle hacía mucho tiempo. Sus palabras no agradaron a nadie. Aglaya, irritada, se fue de la sala, y únicamente a las once, cuando el príncipe se despedía, la joven aprovechó la oportunidad para dirigirle algunas palabras a solas.

—Quisiera que no viniese usted mañana en todo el día y que por la noche llegase cuando estuviesen reunidos todos esos... visitantes. Ya sabe usted que habrá gente.

Su tono sonaba impaciente y duro. Era la primera alusión que hacía a la velada. Todos habían podido advertir que a Aglaya le resultaba insoportable la idea de que hubiese gente. De buen grado hubiese dado una escena a sus padres con tal motivo, pero callaba por orgullo y pudor. Michkin comprendió en el acto que Aglaya temía por él, sin querer confesarlo, y se sintió asustado repentinamente.

—Sí, lo sé. Me han invitado —dijo.

La joven continuó la conversación sintiéndose visiblemente confusa.

—¿Puedo hablarle en serio una vez siquiera en la vida? —preguntó con brusquedad, encolerizada de pronto sin saber por qué, advirtiéndose a la vez incapaz de dominarse.

—La atiendo con sumo gusto —contestó el príncipe.

Tras una breve pausa, Aglaya continuó con profundo desagrado: