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—No he querido discutir con mi familia. A veces no hay manera de hacerlos entrar en razón... Me han horrorizado siempre los principios que rigen a veces la conducta de maman. Sobra hablar de papá; a él no hay que preguntarle nada. Maman, ya lo sé, es una mujer muy buena. Ocúrrasele proponerle una vileza, y usted verá lo que dice... Y, sin embargo, se inclina ante ciertos seres despreciables. No aludo a la princesa Bielokonsky. Aunque sea una vieja absurda y de mal carácter, tiene inteligencia y sabe meter a todos en un puño. ¡Eso siempre es una cosa buena! Pero hay ciertas bajezas... Y ridículas, porque nosotros hemos sido siempre gente de la clase media, de una clase tan media como pueda ser. ¿Por qué, pues, obstinarnos en deslumbrar al gran mundo? A mis hermanas les pasa igual. El príncipe Ch. les ha llenado la cabeza de aire... ¿Por qué le alegra tanto, príncipe, la noticia de que va a venir Eugenio Pavlovich?

—Escuche, Aglaya —repuso Michkin—, veo que teme usted por mí. Sí; teme verme meter la pata en la reunión.

—¿Que temo por usted? —continuó Aglaya, muy ruborizada—. ¿Y qué razón hay para que tema por usted? Aunque usted... aunque usted se cubriese de ridículo, ¿que podría importarme? ¿Cómo se le ocurren semejantes términos? ¡Meter la pata! Es una expresión de pésimo gusto.

—Suele decirse... y...

—Suele decirse en un sentido ordinario. Se me figura que se propone hablar mañana así toda la velada. Le aconsejo que hojee un poco más el diccionario de caló; obtendrá usted de ese modo un éxito definitivo. La única lástima es que sepa usted presentarse correctamente. ¿Dónde lo ha aprendido? ¿Sabe usted coger y tomar con corrección un vaso de té cuando todas las miradas se fijan en usted para ver cómo lo hace?

—Creo que sabré.

—Lo siento, porque me habría divertido verlo cometer torpezas. Por lo menos, procure romper el jarrón de la sala. Vale bastante... ¡Rómpalo, se lo ruego! Es un regalo. Mamá se deshará en llanto delante de todos. Haga usted uno de sus ademanes habituales, descargue un buen puñetazo y rompa el jarrón. Para ello siéntese adrede junto a él.

—Por el contrario, me sentaré lo más lejos posible. Celebro que me haya prevenido.

—De modo que tiene miedo de empezar a accionar como siempre... Apuesto también a que se propone tratar algún tema serio, científico, trascendental. ¡Será correctísimo!

—Temo obrar torpemente, si no me orienta.

—Escuche de una vez para siempre —dijo Aglaya con impaciencia—: si empieza usted a despotricar sobre alguna cosa como la pena de muerte, la economía rusa o esa idea de que «la belleza salvará al mundo»...en ese caso me divertiré infinitamente y me reiré muchísimo, pero después no vuelva a aparecer ante mis ojos. Le hablo seriamente. ¡Esta vez le hablo seriamente!

Y mostraba, en efecto, profunda seriedad al proferir semejante amenaza. En su mirada y su acento había una expresión insólita, que el príncipe no había visto nunca en Aglaya y que no se parecía en nada a la burla.

—Se ha puesto usted de tal modo, que ahora estoy seguro de «despotricar» y hasta quizá de romper el jarrón... Antes no temía nada y ahora lo temo todo. Meteré la pata seguramente.

—Entonces, cállese. Estése sentado y mudo.

—No podré. Tengo la certeza de que el temor me impulsará a hablar y a romper el jarrón. Puede que resbale y me caiga, o que haga otra cosa parecida. Ya me ha sucedido alguna vez. Voy a soñar en ello toda la noche. ¿Por qué me lo ha sugerido?

Aglaya le miró, sombría.

—Escuche: lo mejor será que no venga —indicó Michkin—. Diré que estoy enfermo de boquilla y asunto concluido.

La joven, pálida de ira, golpeó furiosamente el suelo con el pie.

—¡Señor! ¿Dónde se ha visto una cosa así? ¡No venir cuando esa reunión se organiza sólo para él! ¡Dios mío! ¡Éstas son las consecuencias de tratar con un hombre tan... absurdo como usted!

—Vendré, vendré —se apresuró a contestar el príncipe—, y le doy mi palabra de honor de que pasaré la noche entera sin abrir los labios. Lo haré así.

—Y acertará. Antes ha dicho: «Diré que estoy enfermo de boquilla» ¿De dónde saca tales expresiones? ¿Qué placer encuentra en hablarme así? Lo hace para molestarme, ¿verdad?

—Perdón. Es una expresión de colegial. No volveré a emplearla. Comprendo (¡no se enfade!) que teme usted por mí y eso me encanta. No sabe usted lo que me asustan sus palabras... y lo feliz que me hacen. Pero ese temor no significa nada: es una pequeñez. ¡Se lo aseguro, Aglaya! En cambio, la ventura persistirá. Me encanta verla tan niña, tan buena... ¡Qué mujer tan buena puede ser usted, Aglaya!

Ella estuvo a punto de incomodarse, pero, de pronto, un sentimiento inesperado se adueñó de su alma.

—¿Y no me reprochará usted más tarde, la aspereza de mis palabras de ahora? —preguntó de pronto.

—¿Qué dice usted? Parece mentira... Y ¿por qué vuelve a sonrojarse y a tener la mirada sombría? Eso, que le ocurre hace cierto tiempo, no le pasaba antes. Aglaya. Sé a lo que se debe...

—¡Calle, calle!

—No: es mejor hablar. Hace tiempo quise explicarme con usted y le dije lo que era, pero como no me creyó, tengo que volver a empezar. Hay una persona entre nosotros...

Aglaya asió con fuerza el brazo de su interlocutor y le miró, casi aterrada.

—¡Calle, calle, calle! —interrumpió bruscamente.

En aquel momento la llamaron. Satisfecha de poder abandonar al príncipe oportunamente, huyó a toda prisa. Michkin pasó la noche con fiebre. Tal era su estado desde hacía varias noches. Y a la sazón, en un semidelirio, se le ocurrió una idea: ¿iría a sufrir un ataque en presencia de todos? Ya le había sucedido otras veces. El pensamiento le dejó helado. Soñó que estaba en una sociedad asombrosa, insólita, entre gentes extrañas. Lo esencial era que «despotricaba», que sabía que no debía hablar y que hablaba sin cesar ni un instante, esforzándose en persuadir no sabía de qué cosa a sus interlocutores. Entre éstos se hallaban Radomsky e Hipólito, que parecían estar en muy buenos términos mutuos.

Despertó algo después de las ocho, sintiendo dolor de cabeza y un desorden mental extraordinario. Experimentaba un extraño y fuerte deseo de hablar con Rogochin, no sabía acerca de qué. Luego adoptó la decisión de visitar a Hipólito. Merced a la turbación de su ánimo, los incidentes de aquella mañana, aunque le impresionaron mucho, no lograron absorberle por entero. Uno de aquellos incidentes lo constituyó la visita de Lebediev.

Éste se presentó bastante temprano, es decir, poco después de sonar las nueve. Estaba completamente beodo. Aunque el príncipe no reparase apenas, desde hacía algún tiempo, en lo que sucedía a su alrededor, no había dejado de notar el hecho de que, desde la marcha del general, la vida de Lebediev era muy disipada: descuidaba su persona, llevaba los vestidos llenos de manchas, la corbata torcida, el cuello desgarrado. Armaba en casa alborotos cuyo rumor llegaba hasta las habitaciones de Michkin, aunque éstas se hallasen separadas de las otras por un patinillo. Una vez Vera había acudido, llorosa, para narrar al príncipe lamentables escenas domésticas.

Cuando Lebediev se halló ante Michkin, comenzó a hablar de un modo extraño, golpeándose el pecho, como si se confesase: