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—He recibido... la recompensa de mi bajeza y mi perfidia. ¡He recibido una bofetada! —declamó trágicamente.

—¿Una bofetada? ¿De quién? ¿Y a estas horas?

—¿A estas horas? —repitió Lebediev, sarcásticamente—. La hora no tiene nada que ver con esto... ni siquiera para un castigo físico... Pero es un bofetón moral... moral y no físico, el que he recibido.

Sentóse sin cumplidos e inició un relato incoherente Michkin arrugó el entrecejo y ya se disponía a marcharse cuando ciertas palabras que escuchó le detuvieron en seco, petrificándole de sorpresa. Lebediev contaba cosas muy extrañas.

Ante todo, tratábase de una carta. Habíase pronunciado el nombre de Aglaya Ivanovna. Luego, a boca de jarro, Lebediev rompió en amargos reproches dirigidos al príncipe. Parecía estar quejoso de alguna cosa. Según decía, el príncipe, al comienzo, le había honrado con su confidencia en los asuntos referentes a cierta persona (Nastasia Filipovna), pero después había roto con él, expulsándole de su presencia ignominiosamente. El príncipe había llevado incluso su falta de gratitud hasta negarse a contestar a una «inocente pregunta relativa a próximos cambios en la casa». Lebediev, entre hipidos de beodo, declaró que no había esperado tal cosa jamás, sobre todo teniendo en cuenta que «sabía muchas cosas por Rogochin... y por Nastasia Filipovna... y por la amiga de Nastasia Filipovna... y por Bárbara Ardalionovna... y por... hasta por Aglaya Ivanovna... ¿Comprende? Sí, a través de Vera, mi hija queridísima, mi hija única... No, única, no; me engaño... porque tengo tres... ¿Y quién ha informado secretamente a Lisaveta Prokofievna? ¡Je, je! ¿Quién le ha escrito para ponerla al corriente de todos los hechos y movimientos... de Nastasia Filipovna? ¡Je, je! ¿Quién le envió esos anónimos, quiere decírmelo?»

—¿Es posible que haya sido usted? —exclamó Michkin.

—Exactamente —repuso el beodo, con dignidad—. Hoy mismo, a las ocho y media, hace treinta minutos... No, tres cuartos de hora... he notificado a esa noble madre que tenía que informarle de una aventura... significativa. He enviado a mi hija con unas palabras. Vera ha subido por la escalera de servicio.

—¿Y ha ido usted a ver a Lisaveta Prokofievna? —preguntó el príncipe, incrédulo.

—Sí, y he recibido un bofetón... moral. Me ha devuelto la carta, me la ha tirado a la cara sin abrirla siquiera... y a mí me ha echado por las escaleras... figuradamente hablando... Aunque ha faltado poco para que lo hiciese materialmente también.

—¿Qué carta es esa que le ha tirado a la cara sin abrir?

—Pero... ¡Je, je! ¿No se lo he dicho? Creía que sí. He recibido una carta con el ruego de enviarla a...

—¿De quién? ¿A quién?

Entonces Lebediev se enfrascó en «explicaciones» incomprensibles. Michkin creyó entender que la carta había sido llevada muy temprano por una criada que la entregó a Vera Lebediev para ser transmitida a su destino «como antes... como antes, también entregaran una de parte de cierta persona y para cierto personaje (porque doy a una el nombre de personaje y a la otra el de persona para distinguir una joven inocente, hija de un general, de una... señora de otro estilo...). Sí, una carta escrita por cierta persona cuyo nombre comienza con A...»

—¿Es posible? ¿Una carta para Nastasia Filipovna? ¡Qué absurdo! —protestó Michkin.

—Sí... y no para Rogochin... que es lo mismo —repuso Lebediev con una sonrisa y un guiño—. Una vez también le envió otra por conducto del señor Terentiev... Una carta enviada por la persona cuyo nombre empieza por A...

Como las interrupciones no tenían otro resultado que extraviar a su interlocutor, haciéndole olvidar lo que acababa de decir, Michkin optó por callarse. Un punto quedaba oscuro: ¿era Vera o su padre el intermediario de tal correspondencia? Puesto que Lebediev aseguraba que escribir a Rogochin o a Nastasia Filipovna era lo mismo, cabía suponer que tales cartas, de existir, no pasaban por sus manos. ¿Por qué casualidad, pues, se hallaba una en su posesión? Michkin no acertaba con ello: lo probable era que Lebediev la hubiese substraído a su hija clandestinamente, llevándola a la generala por motivos que él conocería...

—¡Está usted loco! —exclamó, temblando.

—No, muy estimado príncipe —contestó Lebediev con cierta agitación—. Al principio pensé entregar a usted esa carta, para prestarle un servicio, pero luego juzgué hacer conocer a una noble madre... a quien otra vez previne bajo el velo del anónimo... Y cuando hoy, a las ocho y veinte, le escribí que me recibiese firmando «Su corresponsal anónimo», se me ha introducido en seguida, casi precipitadamente, por la entrada trasera de la casa, a presencia de la noble madre...

—¿Y...?

—Ya sabe lo demás. Por así decirlo, me ha maltratado, y en rigor le ha faltado poco para hacerlo. Me ha lanzado la carta a la cara. He notado que la hubiese retenido con gusto, pero no ha sabido contener su primer movimiento y me la ha tirado despreciativamente: Puesto que la han confiado a un hombre como tú, entrégala a su destinatario.» Parecía muy ofendida. ¡Qué carácter tiene! ¡Muy furiosa debía de estar para rebajarse hablándome así!

—¿Dónde está la carta?

—Aquí la tengo. Tómela.

Y entregó a Michkin la nota que Aglaya remitía a Gabriel Ardalionovich, y que éste, dos horas más tarde había de exhibir triunfalmente a su hermana.

—No puede usted quedarse con esta carta.

—¡Se la doy, se la doy! —exclamó, con calor, Lebediev—. Otra vez soy absolutamente suyo y le pertenezco de pies a cabeza. Tras una infidelidad transitoria, vuelvo a su servicio. «Castiga la cabeza, pero respeta la barba», como dijo Tomás Moro... en Inglaterra y en la Gran Bretaña. Mea culpa, mea culpa...

—Hay que transmitir esta carta en seguida. Yo mismo la haré llegar a su destino.

—Pero ¿no vale más, no vale más, no vale más...? ¿No vale más (¡oh mi querido y muy educado príncipe!), no vale más...? ¡Esto!

Y Lebediev hizo una mueca extraña y expresiva. Comenzó a agitarse en su asiento, como si le pinchase una aguja, y a la vez se entregó a ademanes demostrativos, subrayados por guiños maliciosos.

—¿Qué? —preguntó Michkin amenazador.

—Abrir la carta primero —repuso Lebediev, confidencial.

Michkin se irguió de repente, tan enfurecido, que Lebediev, en el primer impulso, emprendió la fuga. Mas, ya en la puerta, se detuvo esperando que la clemencia substituyese a aquel estallido de cólera.

—¡Lebediev! —exclamó Michkin con amargura—. ¿Es posible que sea usted tan abyecto?

El rostro del funcionario se serenó. Sus ojos se llenaron de lágrimas.

—¡Soy muy vil, muy vil! —declaró dándose golpes en el pecho.

—Propone usted una cosa abominable.

—Esa es la palabra: abominable.

—¿Por qué obra usted tan... extrañamente? ¡Ha sido usted... un espía! ¿Por qué ha escrito un anónimo para inquietar a una mujer tan digna y bondadosa? ¿Por qué juzga que Aglaya Ivanovna no tiene el derecho de escribir a quien le agrade? Ha ido usted a esa casa como un delator, ¿verdad? ¿Qué esperaba ganar con ello? ¿Qué recónditos motivos impulsaban a esa delación?

—Sólo una agradable curiosidad... y el deseo de prestar un servicio a un alma noble —balbució Lebediev—. Pero ahora soy suyo, príncipe, le pertenezco en absoluto. Aunque me mande ahorcarme...