—¿Estaba usted como ahora cuando visitó a Lisaveta Prokofievna? —preguntó Michkin, con disgusto. —No; estaba más despejado y más correcto. Fue la afrenta sufrida la que me hizo ponerme... en este estado.
—Bien; déjeme solo.
Hubo de repetir varias veces la orden antes de verla obedecida. Después de abrir la puerta ya, Lebediev tornó sobre sus pasos andando de puntillas y realizó una nueva mímica expresiva del modo de abrir una carta. Ya no se atrevió a aconsejarlo de palabra. Finalmente salió sonriendo con suave afabilidad. De toda aquella conversación, tan penosa para el príncipe, sólo subsistía un hecho esenciaclass="underline" Aglaya estaba inquieta e irresoluta, atormentada por algún sentimiento. «Celos», se dijo Michkin. Era notorio también que la habían armado algunas gentes malintencionadas. Lo extraño era que fuese tan crédula. Sin duda en aquella cabecita inexperta habían madurado planes tal vez funestos. El príncipe, espantado y lleno de emoción, no sabía que decisión tomar. Y, sin embargo, advertía que era preciso tomar una resolución. Miró otra vez el pliego cerrado. No radicaba allí la causa de sus titubeos y temores. No, él creía... Pero otra cosa le inquietaba en aquella carta: no tenía confianza en Gania. Con todo, resolvió entregarle la misiva en persona, y salió con tal intención, pero por el camino cambió de idea. En el momento en que llegaba a casa de Pitzin, se encontró con Kolia, y le rogó que transmitiera la nota a su hermano, como si le hubiese sido confiada por la propia Aglaya. Kolia cumplió el encargo sin pedir explicaciones, y Gania, en consecuencia, no sospechó que la nota había atravesado tantas manos antes de llegar a la suya. De vuelta a su casa, Michkin llamó a Vera y la consoló del modo que juzgó mejor, ya que la muchacha buscaba, deshecha en lágrimas, la carta que pensaba perdida. La joven, abrumada al saber que su padre se la había substraído, informó a Michkin de que había servido más de una vez como intermediaria entre Rogochin y Aglaya Ivanovna, sin imaginar ni remotamente que pudiera perjudicar así los intereses de Michkin.
Dos horas más tarde llegó un mensajero de Kolia comunicando al príncipe la noticia de la enfermedad del general Ivolguin. Michkin, en su desorden mental, apenas comprendió de momento de qué se trataba. Sin embargo, aquel suceso, al sacarle de sus preocupaciones, estimuló su ánimo. Pasó casi todo el día en casa de Ptitzin, adonde había sido transportado el doliente. La presencia de Michkin no constituyó una gran ayuda, pero sabido es que existen personas a las que les agrada ver cerca en ciertos momentos penosos. Kolia, consternado, lloraba como bajo el efecto de un ataque nervioso, lo que no le impedía estar en constante movimiento. Fue a buscar a tres médicos, y al barbero, y medicinas. El general pudo ser reanimado, pero no recobró el conocimiento y, según los doctores, estaba muy grave. Varia y Nina Alejandrovna no se apartaban de su cabecera. Gania, inquieto y agitado, no quería subir a la alcoba de su padre, como si tuviese miedo de verle. El joven se retorcía las manos. En una incoherente conversación que mantuvo con Michkin llegó a decirle: «¡Qué desgracia! ¡Y en este momento! ¡Parece a propósito!» El príncipe creyó adivinar a lo que Gania se refería. Cuando Michkin llegó a casa de Ptitzin, Kolia había salido ya. Por la tarde se presentó Lebediev, quien, después de la explicación de la mañana, había dormido de un tirón hasta entonces, y estaba casi sereno ya. Lloró amargamente cual si el enfermo hubiera sido su propio padre, se acusó en alta voz de su desgracia, aunque sin concretar los motivos, y repetía sin cesar a Nina Alejandrovna:
—Yo he sido el culpable, y sólo yo... Sólo hice eso movido por una agradable curiosidad... y el difunto —Lebediev se obstinaba en enterrar al general prematuramente— era un hombre de verdadero genio...
Insistía con especial seriedad sobre el genio de Ardalion Alejandrovich, como si ello en tales circunstancias pudiese ser de alguna utilidad. Viendo las sinceras lágrimas de Lebediev, Nina Alejandrovna concluyó por decirle:
—¡Dios le asista! No llore más. ¡Dios le perdone!
Tales palabras y el tono con que fueron pronunciadas impresionaron tanto a Lebediev, que no quiso separarse ya de la esposa del enfermo, y permaneció casi constantemente en casa de Ptitzin todos los días sucesivos, hasta la muerte del general. Lisaveta Prokofievna envió, por dos veces, a informarse acerca del estado de Ardalion Alejandrovich. Cuando, a las nueve de la noche, Michkin entró en la casa le preguntó minuciosamente y con interés por el estado del enfermo. La princesa Bielokonsky manifestó su deseo de saber «quién era aquel paciente y quién era aquella Nina Alejandrovna», y la generala contestó con una gravedad que agradó mucho a Michkin. Según dijeron después las hermanas de Aglaya, él mismo, mientras hablaba con Lisaveta Prokofievna, habló «maravillosa y modestamente, con dignidad, sin agitación, sin palabras superfluas, presentándose muy bien y sin dejar nada que desear». Y no sólo no resbaló en el suelo encerado, como temiera la víspera, sino que produjo a todos una impresión muy atrayente.
Por su parte, él, apenas se hubo sentado y mirado en su derredor, advirtió que los reunidos no tenían nada de común ni con los personajes de que Aglaya le había hablado la víspera ni con sus pesadillas de la noche. Por primera vez en su vida veía a parte de eso que, con terrible frase, se llama «el gran mundo». Hacía tiempo que, en virtud de diversas consideraciones, ansiaba penetrar en aquel círculo encantado, sintiéndose curioso de saber qué impresión le produciría a primera vista. Y la primera impresión fue deliciosa. Parecióle que todas aquellas personas habían nacido para vivir juntas, que las Epanchinas no daban una reunión en el sentido mundano de la palabra, sino que habían congregado únicamente a algunos íntimos. Él mismo creía encontrarse, tras breve separación, con personas a cuyo lado había vivido siempre y cuyas ideas compartía. Estaba subyugado por el encanto de las buenas maneras, por aquella aparente sencillez y aquella externa franqueza. No se le ocurrió siquiera que tal cordialidad, tan buen humor, tanta nobleza, tanta dignidad personal pudiesen ser un barniz meramente exterior. A despecho de su aspecto imponente, la mayoría de los circunstantes eran personas bastante hueras que, en su presunción, ignoraban por ende la superficialidad de casi todas sus cualidades. Y ello no era culpa suya, ya que semejante capa superficial la habían adquirido, sin duda, por herencia. La seducción de aquel ambiente desconocido obró con fuerza sobre Michkin, porque no sospechaba nada de lo que indicamos. Veía por ejemplo, que aquel alto dignatario, que por la edad podría ser abuelo suyo, se interrumpía a veces en medio de una conversación para escucharle a él, a pesar de su juventud, y no sólo le escuchaba, sino que parecía ser de su opinión, a juzgar por lo afable y benévolo que se mostraba. No obstante, no se conocían para nada y era la primera vez que se veían. Acaso aquella cortesía refinada produjese impresión en el ánimo del príncipe. O acaso había acudido a la velada en un estado que le predisponía al optimismo. Pero, en realidad, los invitados, aunque «amigos de la familia» y amigos también entre sí, distaban mucho de ser lo que el joven imaginaba. Había allí personas que por nada del mundo hubiesen consentido en tener a los Epanchin por iguales suyos, había allí otras que se detestaban cordialmente. La Bielokonsky había aborrecido siempre a la esposa del alto dignatario, y ésta, a su vez, experimentaba gran antipatía por la esposa de Epanchin. El alto dignatario, que ocupaba el lugar de honor y había protegido al matrimonio Epanchin desde su juventud, era un personaje tal ante los ojos de Ivan Fedorovich, que éste no experimentaba en presencia de aquel protector otro sentimiento que no fuese de temor y veneración. El general se habría despreciado a sí mismo si por un solo momento se hubiese considerado igual a aquél, o no le hubiese parangonado a un verdadero Júpiter Olímpico. Algunos de los visitantes no se habían visto entre sí desde años atrás y se miraban con indiferencia cuando no con animadversión, pero, no obstante, al hallarse allí se interpelaban tan amistosamente como si hubieran estado el día antes en agradable compañía. Por otra parte, la reunión era poco numerosa. Además de la Bielokonsky, el «alto dignatario» y su mujer, debemos mencionar, en primer término, un general muy ilustre, conde o barón además, y que ostentaba un nombre tudesco. Aquel hombre, muy taciturno, tenía fama de ser altamente versado en materia de ciencia gubernamental. Era uno de esos olímpicos administradores que lo conocen todo, excepto Rusia, que pronuncian cada cinco años una frase suya de extraordinaria profundidad que todos admiran y que, tras eternizarse en el servicio suelen morir colmados de honores y riquezas, aun cuando no hayan hecho nada agradable jamás y hayan sido hostiles a toda idea grande. En la jerarquía burocrática, aquel general era el jefe inmediato de Ivan Fedorovich, el cual, por natural reconocimiento e incluso por un especial amor propio, se empeñaba en considerarle como un bienhechor. En cambio, el insigne personaje no se consideraba protector de Epanchin, se mostraba siempre muy frío con él, aunque aprovechase con gusto su servicialidad, y le habría reemplazado gustosamente por otro funcionario cualquiera en cuanto alguna consideración, por secundaria que fuese, lo hubiera exigido.