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Había también un gran señor a quien se le suponía, sin razón, cierto parentesco con Lisaveta Prokofievna. Rico, bien nacido, de grado muy alto en el servicio, muy entrado en años y poseedor de una salud soberbia, aquel señor, muy elocuente además, pasaba por ser un descontento (si bien en el sentido más anodino de la palabra). Se le tenía por un hombre algo neurasténico (lo que en él resultaba incluso agradable) y sabíase que se inclinaba a los gustos ingleses en lo concerniente a la carne medio cruda, los troncos de caballos, la servidumbre y otras cosas por el estilo. En aquel momento charlaba con el alto dignatario, que era uno de sus mejores amigos. A Lisaveta Prokofievna se le ocurrió una idea extraña: la de que aquel maduro caballero, hombre no poco frívolo y muy inclinado a las mujeres, acabaría haciendo a Alejandra el honor de pedir su mano. Después de aquellas zonas superiores de la reunión, seguían los invitados más jóvenes, poseedores también de espléndidas cualidades. Aparte de Eugenio Pavlovich y el príncipe Ch., pertenecía a aquel grupo el príncipe N., persona muy conocida y fascinadora, que antaño llenara Europa con el rumor de sus empresas galantes. A la sazón era hombre de cuarenta y cinco años, pero mantenía su agradable apariencia y poseía un notable talento de narrador. Era dueño, además, de una considerable fortuna, aunque, rindiendo culto a la costumbre, hubiese dilapidado en el extranjero gran parte de sus bienes.

Se hallaba luego una tercera categoría de invitados, quienes, aunque no perteneciesen a la crema de la sociedad, se encontraban a veces, como los propios Epanchin, en los más aristocráticos salones. El general y su mujer, cuando daban una de sus raras reuniones, mantenían el principio de unir a la alta sociedad algunos representantes escogidos de la clase media. Esto valía a los Epanchin el elogio siguiente (que los enorgullecía mucho): «Tienen tacto; se hacen cargo de lo que son». Uno de los representantes de esta clase era un coronel de ingenieros, hombre serio, un amigo del príncipe Ch., que era quien le había presentado a los Epanchin. Aquel señor hablaba poco y ostentaba en el índice de la mano derecha un grueso anillo, procedente de un regalo, según todas las apariencias. Finalmente cabe mencionar un literato de origen alemán, que cultivaba la poesía rusa. Era hombre de treinta y ocho años, de aventajada figura, aun cuando algo antipático. Sus modales eran muy correctos, por lo cual se le podía presentar en cualquier parte. Pertenecía a una familia alemana tan intensamente burguesa como intensamente respetable. Sabía adquirir y mantener con gran habilidad la amistad de los más insignes personajes. Cuando traducía del alemán una obra notable, sabía adaptar la musa germánica a las exigencias de la versificación rusa, sabía a quién dedicar su trabajo y sabía, en fin, explotar sus pretendidas relaciones amistosas con un célebre poeta ruso ya fallecido. Son muy numerosos los escritores que se proclaman, gustosos, amigos de otro y más grande escritor cuando la muerte de éste les impide desmentirlos. El escritor a que nos referimos había sido presentado poco antes a los Epanchin por la esposa del alto dignatario. Aquella dama tenía fama de proteger a los sabios y literatos, y, en realidad, había logrado hacer pensionar a dos o tres escritores mediante ciertos personajes influyentes que no podían negarle nada. Y ella era influyente también, a su modo. Mujer de cuarenta y cinco años, y por tanto más joven que su marido, había sido antaño muy bella, y a la sazón, por una manía frecuente en las damas de esa edad, tenía la de vestir deslumbrantemente. Su inteligencia era mediocre, y sus conocimientos literarios muy discutibles. Pero, así como la manía de vestir con lujo, tenía la de proteger a los escritores. Se le habían dedicado muchas obras y traducciones y dos o tres escritores habían publicado, con su autorización, cartas que le dirigieran sobre asuntos de la mayor importancia.

Tal era la sociedad que Michkin tomó como oro de ley. Cierto que, en virtud de una coincidencia curiosa, todos los presentes se sentían aquel día muy cordiales con los demás y muy satisfechos de sí mismos. Todos también, del primero al último, juzgaban hacer un gran honor a los Epanchin con su visita. Pero el príncipe no sospechaba estos pensamientos. No advertía, por ejemplo, que los Epanchin no hubiesen osado realizar paso tan serio como el de prometer a su hija sin someter el asunto al asenso del alto dignatario. Y éste, que hubiese visto hundirse en la ruina a todos los Epanchin con la mayor indiferencia, no habría dejado de incomodarse si casara a su hija sin pedirle consejo. El príncipe N., aquel hombre tan espiritual, tenía la plena certeza de que su personalidad era como un sol que iluminaba la mansión de los Epanchin. Juzgábalos infinitamente por debajo de él, y era precisamente tal opinión la que le llevaba a mostrarse tan amable con ellos. Sabía, por ende, que debía necesariamente contar algo para entretener a los reunidos y no sentía el menor deseo de prescindir de tal obligación. Cuando Michkin oyó el relato del brillante narrador, hubo de confesarse que no había escuchado jamás nada semejante, ni tan espiritual, alegre e ingenuo, de una ingenuidad casi conmovedora en la boca de aquel Don Juan que era el príncipe N. ¡Sí hubiese sabido el pobre joven lo vieja, tronchada y repetida que era la historia a la que tanto placer daba oído! En los salones había acabado por aburrir y sólo contando con la mucha candidez de los Epanchin podía ofrecérseles aquel refrito como una novedad. Incluso el poetilla alemán creía, pese a su modestia y a sus maneras amables, que honraba con su presencia a los dueños de la casa. Pero el príncipe no supo adivinar el reverso de la medalla. Aquélla era una desgracia que Aglaya no había previsto.

La joven estaba muy bella aquella noche. Las tres hermanas vestían muy elegantemente, aunque sin excesiva suntuosidad, y habíanse esmerado sobre todo en sus tocados respectivos. Aglaya, sentada junto a Radomsky, conversaba amistosamente con él. Radomsky parecía más reservado que de costumbre, acaso porque le intimidara la presencia de tales personajes. Pero, a pesar de su juventud, tenía la costumbre de moverse en el mundo y se hallaba como en su elemento. Llevaba un crespón en el sombrero, lo que le valió los elogios de la princesa Bielokonsky. Otro sobrino mundano no habría, en circunstancias tales, puéstose luto por la muerte de un tío como aquél. Lisaveta Prokofievna alabó también la delicadeza del joven. Aparte eso, sentíase muy inquieto, dos veces notó Michkin que Aglaya le miraba atentamente, y creyó advertir que estaba satisfecha de su comportamiento. Cada vez se sentía más dichoso. A menudo recordaba las ideas y temores «fantásticos» que concibiera antes de su entrevista con Lebediev, y se le aparecían como un sueño ridículo y absurdo. Por supuesto había pasado todo el día deseando hallar razones para no creer en sueños tales. Hablaba poco, y sólo cuando le preguntaban, y al final acabó enmudeciendo en absoluto limitándose a escuchar. Y, con todo, le inundaba un ostensible contento. Poco o poco se adueñó de él una inspiración profunda que sólo esperaba una ocasión propicia para manifestarse, pero, sin embargo, cuando comenzó a hablar, fue sólo casualmente, en respuesta a una pregunta y, al parecer, sin intención particular.