VII
Fue el caso que mientras Michkin contemplaba, arrobado, a Aglaya, quien a la sazón hablaba alegremente con el príncipe N. y Eugenio Pavlovich, en otro rincón el gran señor anglómano interpelaba con animación al alto dignatario. De pronto profirió el nombre de Nicolás Andrievich Pavlitchev, y entonces el príncipe, volviéndose, puso atento el oído. Tratábase de las instituciones nuevas y de las complicaciones que irrogaban a los propietarios rurales. En las palabras del anglómano debía existir algún elemento divertido, porque el alto dignatario parecía muy regocijado con la humorística indignación de su interlocutor. Éste contaba, con voz perezosa, recalcando ligeramente las palabras, que, a causa de la creciente legislación, se había visto obligado, aun sin tener precisión de dinero, a vender a mitad de precio un magnífico dominio que poseía en el Gobierno de... y a la vez a conservar una finca improductiva, ruinosa y sometida a pleito.
—Para evitar más dificultades —decía— he renunciado a entrar en posesión de los bienes que he heredado de Pavlitchev. ¡Una o dos herencias más, me arruino! Y sin embargo, yo tenía allí tres mil deciatinas de excelente tierra...
Viendo la mucha atención que Michkin prestaba a aquella charla, el general Epanchin se acercó a él.
—¿No buscabas a los parientes del difunto Nicolás Andrievich Pavlitchev? —dijo a media voz—. Pues, Ivan Petrovich lo es.
Hasta entonces Epanchin había conversado con su superior jerárquico, el otro general; pero viendo que el príncipe se hallaba solo, comenzó a sentir cierta inquietud. Quería hacer hablar a Michkin, mezclarle en la conversación general hasta cierto punto, presentarle nuevamente, por decirlo así, a aquellas elevadas personalidades. Hallando en aquel momento la mirada de Ivan Petrovich fija en él, manifestó:
—León Nicolaievich fue educado por Nicolás Andrievich Pavlitchev después de la muerte de sus padres.
—Celebro mucho conocerle —dijo el interpelado con voz amable—. Incluso recuerdo muy bien al príncipe. Antes, en cuanto Ivan Fedorovich lo presentó, le reconocí en seguida, aunque sólo le había visto de niño a los diez o doce años de edad. No ha cambiado usted mucho. Su expresión sigue siendo muy parecida.
—¿Me conoció usted de niño? —exclamó Michkin, sorprendidísimo.
—Hace mucho —repuso Ivan Petrovich—, en Zlatoverjovo, donde habitaba con mis primas. Yo iba mucho entonces a Zlatoverjovo. ¿No me recuerda? Pero puede ser que usted me haya olvidado... Sufría usted entonces... una enfermedad... Incluso una vez quedé extrañado viéndole...
—No me acuerdo —repuso Michkin vivamente.
Todo se aclaró tras unas cuantas palabras que cambiaron Ivan Petrovich y su interlocutor, el primero apacible e indiferentemente, el segundo con una agitación extraordinaria. Las dos solteronas parientes del difunto Pavlitchev, que habitaban su dominio de Zlatoverjovo y a quienes se había confiado la educación del príncipe, eran primas también de Ivan Petrovich. Éste ignoraba, como todos, los motivos de que Pavlitchev hubiera resuelto cuidarse del niño, convirtiéndolo en su hijo adoptivo. «No tuve curiosidad de averiguarlo», declaró. En todo caso poseía una excelente memoria, pues recordaba que una de sus primas, Marfa Nikitichna, la mayor era bastante severa con el niño que tenía a su cargo, «hasta el punto de que una vez disputé con ella a causa de la educación que le daba, acusándola de mantener un pésimo sistema y de azotar en exceso a un niño enfermo... Usted mismo reconocerá que...» También recordó que, en cambio, la menor, Natalia Nikitichna, era muy afectuosa con el pequeño.
—Ahora —añadió— las dos, si es que no han muerto, habitan en el Gobierno de... donde Pavlitchev les legó una buena propiedad. Creo, sin asegurarlo, que Marfa Nikitichna quería ingresar en un monasterio. Acaso me confunda... Sí; me han dicho eso respecto a la viuda de un médico...
Oyendo las palabras de Ivan Petrovich, la ternura y la alegría se leían en los ojos de Michkin. Declaró luego, con extraordinaria vehemencia, que no se perdonaría jamás el haber recorrido durante seis meses las provincias rusas del centro y no haber visitado a las mujeres que le cuidaron en su niñez. Todos los días hacía propósitos de ir a verlas y siempre las circunstancias aplazaban su resolución... Pero ahora se prometía ir, por encima de todo.
—¿Así que conoce usted a Natalia Nikitichna? ¡Qué corazón tan santo, tan bondadoso! Y también Marfa Nikitichna... Perdóneme, pero yo creo que usted se engaña respecto a ella. Cierto que era severa, pero ¿qué otra cosa podía ser con un idiota como yo era entonces? ¡Ja, ja, ja! Porque, aunque usted no lo crea, yo era entonces completamente idiota. ¡Je, je, je! Aunque, si usted me vio entonces... ¿cómo no me acordaré de usted? ¿Qué le parece...? ¡Dios mío! ¿Es posible que sea usted pariente de Nicolás Andrievich Pavlitchev?
—Le aseguro que sí —repuso Ivan Petrovich, sonriendo y examinando al príncipe con atención.
—No, no es que lo dude... ¿Cómo lo voy a dudar? ¡Je, je! ¡Ni por asomo! De ninguna manera. ¡Ja, ja! Lo digo, porque el difunto Pavlitchev era un hombre muy bueno. Un hombre magnánimo, se lo aseguro...
Michkin está «sofocado por la emoción de su noble corazón», según comentó Adelaida al día siguiente con su prometido el príncipe Ch.
—¡Dios mío! —comenzó Ivan Petrovich, riendo—. ¿Por qué no puedo yo ser pariente de un hombre tan magnánimo como Pavlitchev?
—¡Qué necedad he dicho! ¡Válgame Dios! —exclamó el príncipe, cada vez más agitado—. Es natural que sea así... porque yo... Pero ya he dicho otra cosa diferente a la que quería... Mas ¿qué importan mis palabras en este momento al lado de intereses tan vastos y comparados con el noble corazón de aquel hombre tan magnánimo? Porque era muy magnánimo, ¿verdad? ¿Verdad que sí?
Y Michkin temblaba de pies a cabeza. Sería difícil explicar por qué le excitaba de aquel modo un tema de conversación tan poco excitante. Pero, fuese como fuera, estaba muy emocionado, y su corazón rebosaba un agradecimiento ardiente y enternecido motivado no se sabía por qué y dirigido a alguien, acaso a Ivan Petrovich, acaso a todos los presentes en general. Se sentía «muy feliz». Ivan Petrovich empezó a examinarle muy atentamente; el otro dignatario le contempló con extrema curiosidad. La Bielokonsky clavó en Michkin sus ojos enojados y apretó los labios. El príncipe N., Radomsky, el príncipe Ch. las jóvenes, interrumpieron su charla para escucharle. Ch., parecía asustado y Lisaveta Prokofievna lo estaba realmente. Tras opinar que la mejor actitud en Michkin sería guardar silencio toda la velada, se habían sentido inquietas en cuanto le vieron sentarse inmóvil en un rincón, satisfecho de su papel pasivo y su mutismo. Alejandra había querido incluso cruzar el salón para llevárselo consigo a su grupo, en el que figuraban el príncipe N. y la princesa Bielokonsky. Y he aquí que ahora, cuando el príncipe comenzaba a hablar, las Epanchinas se sentían más inquietas que nunca.