—Dice usted con razón que Pavlitchev era muy bueno —manifestó Ivan, dejando de sonreír—. Sí, muy bueno... Bueno y digno —añadió, tras un instante—. Digno de toda estima, puedo asegurarlo —prosiguió tras un nuevo silencio— y me... me alegra que usted, por su parte...
—¿No tuvo ese Pavlitchev una historia rara con el abate... el abate...? He olvidado cómo se llamaba, pero en sus tiempos se habló mucho de ello —dijo el alto dignatario.
—Con el abate Gouraud, un jesuita —respondió Ivan Petrovich—. ¡Eso les sucede a nuestros hombres mejores y más dignos! Pavlitchev era bien nacido, rico, chambelán ya y de continuar sirviendo... Y de pronto abandona el servicio, lo deja todo, se convierte al catolicismo e ingresa en la compañía de Jesús... Realmente murió muy a tiempo.
—¿Al catolicismo? ¡Es imposible! —exclamó Michkin, asombrado.
—Imposible es mucho decir —repuso, sereno, Ivan Petrovich—. Usted mismo lo reconocerá, querido príncipe. Por otra parte, usted estima mucho al difunto. Era, en efecto, un hombre muy bueno, y eso mismo... Pero ¡si le dijera cuántas dificultades me ha originado su conversión! Imagine —y se dirigió al viejo dignatario— que me disputaban su herencia y hube de recurrir a las medidas más enérgicas para hacerles entrar en razón... Gracias a Dios, eso sucedía en Moscú. Yo fui a ver al conde en seguida y... les hicimos entrar en razón, lo repito...
—Me deja usted estupefacto —contestó el príncipe—. Pero en el fondo no significa nada... Estoy persuadido de ello. —Y hablando al alto dignatario manifestó—: También se asegura que la condesa K. ha ingresado en un convento católico, en el extranjero.
—Creo que eso depende de nuestra... indolencia —sentenció el dignatario, con autoridad—. Además, los sacerdotes católicos tienen un modo de predicar original, elegante, persuasivo. En 1832, estando yo en Viena, me faltó poco para convertirme... Me salvé por la fuga... ¡Ja, ja, ja!
—Que yo sepa, padrecito —interrumpió la princesa Bielokonsky—, no huiste de los jesuitas, sino a París y con la bella condesa Levitzky...
—En todo caso me libré de la conversión —repuso el alto dignatario, riendo, satisfecho, ante aquel recuerdo tan agradable. Y agregó, dirigiéndose a Michkin Parece usted tener sentimientos profundamente religiosos, cosa muy rara hoy en un joven.
El anciano estaba visiblemente deseoso de tratar más a fondo a Michkin, cuya personalidad comenzaba a interesarle vivamente por ciertas razones. Pero el príncipe permanecía estupefacto, con la boca abierta todavía.
—Pavlitchev era un espíritu clarividente y un verdadero ruso —declaró Michkin de pronto—. ¿Cómo pudo convertirse? Porque el catolicismo es incompatible con el espíritu ruso. Lo aseguro. Incompatible.
Michkin hablaba con extraordinaria viveza, se había puesto muy pálido y hubo de detenerse para tomar aliento. Todos le miraron. El alto dignatario rompió a reír abiertamente. El príncipe N. examinó al orador con su monóculo. El poeta alemán, abandonando en silencio su rincón, sonrió de un modo avieso.
—Exagera usted mucho —dijo Ivan Petrovich, parecía deseoso de cambiar de conversación—. La Iglesia Católica cuenta con representantes virtuosísimos y dignos de la mayor estima.
—Ya lo sé. No me refiero a ellos como individuos. Tampoco combato a la Iglesia Católica. Digo que el espíritu ruso no se amolda a ella. Hemos resistido a Occidente, y para ello necesitamos contar con la ayuda de nuestra propia religión. Debemos sostener nuestra civilización rusa, no aceptar servilmente el yugo extranjero. Tal debe ser nuestra actitud, no la de decir que la predicación de los católicos es elegante, como alguien ha manifestado hace poco.
Ivan Petrovich comenzaba a sentirse alarmado.
—Permítame, permítame —dijo con voz inquieta, mirando a su alrededor—. Sus ideas patrióticas son muy loables, pero las exagera usted en máximo grado... Vale más dejar eso.
—No exagero, sino atenúo, porque no estoy en condiciones de explicarme bien, pero...
—Permítame...
El príncipe guardó silencio e incorporándose en la silla fijó una ardiente mirada en Ivan Petrovich.
—Creo —comentó con acento seco y afable el alto dignatario— que el caso de su bienhechor le ha impresionado mucho. Se acalora usted demasiado... acaso porque vive solo. Si frecuenta usted más el mundo que, según espero, le acogerá satisfecho, considerándole un joven notable, entonces juzgará usted las cosas con más sangre fría y comprenderá que todo eso es mucho más sencillo... Además, se trata de casos muy raros... a veces debidos a la sociedad, al enojo de nuestras costumbres...
—¡Eso es, eso es! —exclamó Michkin—. ¡Admirable concepto! ¡Al enojo de nuestras costumbres! No a la sociedad, que en eso se engaña usted, sino a la sed de saciarse, una sed febril. Cuando los nuestros llegan a lo que creen un descubrimiento moral, experimentan tal alegría que alcanzan los límites más extremos de todo. La conducta de Pavlitchev les sorprende; pero no es sólo a ustedes: a Europa sorprende, en casos semejantes, el temperamento extremista de los rusos. Si un ruso se convierte al catolicismo, es católico entusiasta; si al ateísmo, quiere impedir a viva fuerza la creencia en Dios. ¿Por qué este súbito frenesí de los rusos? ¿No lo saben ustedes? Porque en esos casos encuentran la patria moral que no hallaban aquí, avistan la costa, la tierra de promisión, y entonces se postran y besan al suelo. No son meros sentimientos de vanidad los que impelen a los fanáticos rusos, sino también un sufrimiento moral, una sed espiritual, el doloroso anhelo de un objeto elevado, de un suelo firme en el que posar sus pies, el mal del país en que no han cesado de creer porque no lo han conocido jamás. A un ruso le es más fácil convertirse en ateo que a cualquier otro habitante del globo. Y no es que los nuestros se tornen ateos, no: es que creen en el ateísmo como en otra religión nueva, sin advertir siquiera que eso es creer en la nada. ¡Sentimos tal sed espiritual! «Quien no siente su tierra bajo sus pies, deja de sentir a Dios», me decía una vez un antiguo creyente, un mercader al que encontré en un viaje. En realidad, no se expresó de este modo, sino que dijo: «El que renuncia a su tierra natal, renuncia también a su Dios.» ¡Cuando se piensa que entre nosotros hay hombres muy instruidos que ingresan en la secta de los flagelantes! Aunque, ¿acaso esa secta rusa es peor que el nihilismo o el ateísmo? ¡Tal vez sea más profunda que esas otras doctrinas! ¡Hasta ahí llega nuestra necesidad de una creencia! Pero descubrid a los sedientos compañeros de Colón la costa del nuevo mundo, descubrid al hombre ruso el «mundo» ruso, hacedle encontrar ese tesoro oculto en las entrañas del suelo, mostradle en el porvenir la renovación de la humanidad, y acaso su resurrección merced al pensamiento ruso, al Dios y al Cristo rusos, y veréis qué coloso fuerte y justo, dulce y prudente, se yergue ante el mundo asombrado y asustado... Asustado, sí, porque ellos no esperan de nosotros más que la fuerza y la violencia. Así sucede hoy, y sucederá más aún en el porvenir... Y...
Entonces se produjo un acontecimiento que cortó de raíz el discurso del orador. Aquella singular tirada, aquel torrente de palabras estrafalarias e inquietas, de ideas exaltadas y confusas que chocaban unas contra otras en heterogéneo apiñamiento, denotaban algo peligroso, un espíritu raro, capaz de excitarse a propósito de cualquier menudencia. Cuantos conocían al príncipe experimentaban una sorpresa matizada por el temor (y aun, en algunos, por la vergüenza) al oírle expresarse en lenguaje tal, él, siempre tan reservado, incluso tan tímido: él que desplegaba tacto exquisito en ciertos casos y que poseía por instinto el sentido de la conveniencia. El hecho resultaba tanto más inexplicable cuanto que su motivo no podían ser los comentarios sobre Pavlitchev. Las damas le creían presa de enajenación mental y la Bielokonsky confesó más tarde que había estado a punto de huir del salón. Los viejos sentían una estupefacción indecible. El rostro del superior de Epanchin expresaba severidad y descontento, el coronel permanecía inmóvil en una silla, el alemán había palidecido, y con una fingida sonrisa en los labios procuraba leer los sentimientos de los demás en sus fisonomías. Acaso cupiera cortar tal «escándalo» del modo más natural y sencillo. Ivan Fedorovich intentó varias veces hacer callar al orador, y, al fracasar, resolvió apelar a recursos más decisivos. De continuar aquello durante otro minuto, quizás el general hubiese obligado amistosamente al príncipe a retirarse, afirmando que estaba enfermo, lo que, además, podía ser verdad. Al menos, Epanchin, en su fuero interno, tenía la plena certidumbre de que era así... Pero la situación sufrió un brusco cambio.