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Al entrar en el salón, Michkin había procurado sentarse lo más lejos posible del jarrón chino de que le hablara Aglaya. Aunque parezca increíble, la víspera, tras oír las palabras de la joven, el príncipe había sentido la convicción de que, al día siguiente, tomase las precauciones que tomara, acabaría rompiendo aquel objeto. Y tan rara convicción yacía aferrada a su espíritu de manera inquebrantable. Durante la velada, su ánimo serenóse y olvidó el presentimiento. Cuando el nombre de Pavlitchev resonó en sus oídos y Epanchin le presentó por segunda vez a Ivan Petrovich, Michkin fue a sentarse más cerca de la mesa y la casualidad quiso que su butaca se hallara precisamente junto al bello y grande jarrón chino, que estaba colocado sobre un pedestal, detrás del codo de Michkin.

Éste, concluido su discurso, se levantó bruscamente, agitó los brazos, sin darse cuenta, ejecutó una especie de encogimiento de hombros y... en el salón resonó un unánime alarido. El jarrón vaciló, amenazó por un instante caer sobre la cabeza de uno de los viejos, luego inclinóse en sentido opuesto y fue a romperse en el suelo con inmenso estrépito. El alemán, que se hallaba al lado, apenas tuvo tiempo de salvarse dando un salto hacia atrás.

Al ruido de la caída, a la vista de los valiosos restos que cubrían el pavimento, los reunidos mostraron una agitación extraordinaria. Se oían por doquier exclamaciones de estupor y espanto. Renunciamos a pintar las sensaciones del príncipe. Mil impresiones diversas, cada una más turbadora y cruel que las demás, le asaltaban a la vez. Entre ellas sobresalía una con nitidez particular, y no era la sorpresa, la perplejidad ni el temor, sino la verificación de la profecía. ¿Por qué le abrumaba de tal modo aquella idea? No podía precisarlo. Sentíase como golpeado en el corazón, experimentaba un terror supersticioso... Un momento después le pareció que todo se abría de nuevo ante él. Al terror sucedieron la serenidad, la alegría, el éxtasis. El aliento le faltaba... Pero tal momento ya pasó. Gracias a Dios, no era lo que cabía temer. Michkin respiró profundamente y miró en torno.

Durante prolongado rato pareció no comprender la agitación de quienes le rodeaban o, mejor dicho, lo veía y comprendía todo a la perfección; pero de un modo ausente, indiferente, tal que un ser invisible de un cuento de hadas, como si no le interesasen en nada las escenas de que era testigo. Observó cómo se recogían los restos del jarrón, oyó palabras precipitadas, notó la palidez de Aglaya y las extrañas miradas que ella le dirigía. En los ojos de la joven no se leía un solo atisbo de ira o de animadversión, sino simpatía y susto. Y sus pupilas lanzaban relámpagos cuando miraba a los demás. Un sufrimiento muy dulce se infiltró en el corazón del príncipe. De repente observó con singular asombro que todos habían vuelto a ocupar sus asientos y reían como si no hubiese sucedido nada. Un instante después la hilaridad se acreció. Todos reían al mirarle, encontrando cómicos su mutismo y su desconcierto, pero las risas eran gentiles, joviales. Algunos le dirigían la palabra con amabilidad. Lisaveta Prokofievna, sobre todo, le hablaba bonachonamente, esforzándose en animarle. De pronto Michkin sintió que Ivan Fedorovich le daba en el hombro una palmadita de simpatía. Ivan Petrovich reía también; y el alto dignatario se mostraba más cordial, afectuoso y benévolo que nadie. Incluso cogió la mano del príncipe, la cogió entre las suyas y le asestó suaves golpecitos de aliento, dirigiendo al joven frases semejantes a las que se emplean a un niño asustado. Finalmente le hizo sentarse junto a él. Feliz de verse tratado con tal interés, Michkin contempló con embeleso el rostro del anciano. Pero no había recobrado aún el uso de la palabra y respiraba con dificultad. La expresión del alto dignatario le agradaba infinitamente.

—¿Es posible que me perdonen? —balbució al fin—. ¿Y usted también, Lisaveta Prokofievna?

Aumentaron las risas. El príncipe, en su alegría, se juzgaba objeto de una ilusión. Las lágrimas acudieron a sus ojos.

—El jarrón era muy hermoso —comentó Ivan Petrovich—. Estaba aquí desde hace quince años. Quince; lo recuerdo muy bien...

—¡Qué desgracia tan grande! Conque el hombre mismo no es eterno, ¿y tú te preocupas de este modo por la pérdida de un jarrón de arcilla? —exclamó en voz alta Lisaveta Prokofievna—. ¿Es posible que estés tan aterrado, León Nicolaievich? Basta, querido, basta; me das miedo —añadió, con inquietud.

—¿Me lo perdona todo? ¿Todo y no sólo el jarrón? —preguntó el príncipe.

Quiso levantarse, pero el anciano dignatario le retuvo por el brazo.

—C'est tres curieux et c'est très serieux —cuchicheó al oído de Ivan Petrovich, inclinándose hacia la mesa. Pero fue un cuchicheo pronunciado en voz bastante alta para que incluso lo entendiera también el príncipe.

—¿Ninguno de ustedes se ha ofendido? ¡No saben lo que me alegra saberlo! Claro que no podía ser de otro modo... ¿A quién podía molestar? Sólo el suponerlo sería ofenderlos.

—Cálmese, amigo mío, y no exagere las cosas. No nos dé tantas gracias. Su sentimiento es muy noble, pero rebasa la medida.

—No les doy las gracias; los admiro y me siento feliz mirándolos... Me expresaré neciamente quizá, pero necesito hablar, decir lo que siento... Aunque sólo sea por respeto hacia mí mismo.

Hablaba de modo convulsivo, confuso, febril. Seguramente no expresaba lo que quería. Su mirada parecía implorar licencia para que le dejasen explicarse. Los ojos de la princesa Bielokonsky se encontraron con los suyos.

—Nada, padrecito, no es nada. Continúa, continúa... Pero no te acalores tanto —observó la anciana—. Antes te has exaltado, y ya ves lo que ha sucedido. Pero no tengas miedo, habla. Estos señores han visto cosas más raras que tú. No vas a asombrarlos.

Michkin la escuchó, sonriente, y luego se dirigió al anciano:

—¿Es usted quién hace tres meses libró del destierro al estudiante Podkmov y al funcionario Chvabrin?

El alto funcionario, sonrojándose levemente, le exhortó a calmarse.

—He oído decir —añadió Michkin, dirigiéndose a Ivan Petrovich— que en ocasión de haber arruinado un incendio a muchos de sus antiguos siervos, les cedió gratuitamente toda la madera precisa para reconstruir sus moradas, a pesar de que tenía usted muchos motivos de queja con ellos después de su emancipación.