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—¡Oh, eso son exageraciones! —murmuró Ivan Petrovich con orgullosa modestia.

Y esta vez tenía razón al calificar de exagerado el rumor que llegara a oídos de Michkin, porque tal rumor era perfectamente falso.

Michkin, con el rostro sonriente, se volvió a la Bielokonsky.

—¿Se acuerda, princesa, de que hace seis meses me recibió en Moscú como a un hijo cuando me presenté a usted con la carta de Lisaveta Prokofievna? Y me dio usted, como a un verdadero hijo, un consejo que no olvidaré jamás. ¿Lo recuerda?

—¡Qué extravagancia dice! —respondió, colérica, la anciana—. Eres un hombre bueno, pero ridículo. Se te dan dos grochs y los agradeces como si te hubiesen salvado la vida. Eso te parece laudable y es todo lo contrario.

Aunque estaba realmente enfadada, rompió a reír de repente, y no con sarcasmo, sino con sincera satisfacción. El rostro de la generala recuperó su serenidad. Epanchin estaba radiante.

—Yo siempre he dicho que León Nicolaievich es todo un hombre... un hombre... Sólo que, como ha dicho la princesa, no le conviene acalorarse... —murmuró Ivan Fedorovich, repitiendo inconscientemente, en su alegría, las palabras de la princesa, que le asustaron un poco momentos antes.

Sólo Aglaya parecía disgustada. Tenía el rostro encendido, acaso de ira. —Es un muchacho muy simpático —cuchicheó otra vez el viejo al oído de Ivan Petrovich.

—He entrado aquí con el corazón inquieto —murmuró Michkin, cuya creciente turbación se advertía en su voz agitada y su extraño lenguaje—. Tenía miedo de ustedes... y sobre todo de mí mismo. Cuando volví a San Petersburgo me había prometido formalmente conocer el gran mundo, la clase elevada a la que pertenezco yo mismo, de la cual soy miembro por derecho de nacimiento. Me encuentro ahora entre príncipes como yo, ¿verdad? Deseaba conocerlos, era necesario, absolutamente necesario. He oído siempre hablar de ustedes antes mal que bien. ¡Se dicen y escriben tantas cosas sobre ustedes! Se los representa como seres ignorantes, superficiales, retrógrados, exclusivamente consagrados al culto de intereses mezquinos, profesando costumbres ridículas... Me duelen los oídos de escuchar todas esas acusaciones y por todo ello he venido aquí con una curiosidad inquieta, queriendo juzgar por mí mismo, formar una opinión personal sobre el asunto. «Veamos —me decía— si lo que se dice en todas partes es verdadero, si esa clase superior de la sociedad rusa es una clase inútil, si ha pasado su tiempo ya, si la savia vital está extinta en ella, si no se compone más que de cadáveres que se niegan a desaparecer y se obstinan en cerrar el camino a los hombres... del porvenir.» Yo no admitía, de antemano lo advierto, ese modo de ver, dado que entre nosotros, los rusos, no ha existido nunca una clase superior, salvo la nobleza cortesana, que ahora ha desaparecido por completo, ¿verdad?

—No tan verdad —dijo Ivan Petrovich, sonriendo con ironía.

—¡Otra vez va a empezar! —exclamó la Bielokonsky, perdiendo la paciencia.

—Laissezle dire...! ¿No ven cómo tiembla? —dijo en voz baja el anciano dignatario.

El príncipe estaba fuera de sí.

—Pues bien, he encontrado aquí personas refinadas, ingenuas, inteligentes; he visto a un anciano escuchar y colmar de amabilidades a un chiquillo como yo; he encontrado hombres capaces de comprender y perdonar, verdaderos rusos, personas buenas, casi tan buenas y afectuosas como las que he tratado en el extranjero. ¡Sí, no valen menos, no! Juzguen, pues, de mi grata sorpresa. ¡Permítanme confesarla! Había oído decir a menudo, y yo mismo lo creía, que en el mundo distinguido todo se reducía a semblantes corteses, que bajo la amabilidad exterior se escondía un fondo mezquino y estéril. Pero ahora veo que eso en ustedes no puede ser verdad. Quizá lo sea en otros; en ustedes, no. ¿Es posible que todos ustedes, en este momento, procedan con hipocresía? Antes he oído el relato del príncipe N. ¿Cabe dudar de su espontaneidad, de su ingenio natural? ¿No es eso sinceridad verdadera? ¿Pueden tales palabras brotar de la boca de un hombre... muerto, seco de ánimo y de corazón? ¿Acaso unos cadáveres me hubiesen tratado como ustedes? ¿No existen en esta clase motivos de esperanzas y elementos para el porvenir? ¿Pueden no comprenderse y distanciarse entre sí personas semejantes?

—Le ruego una vez más, querido, que se calme —dijo el anciano—. Ya hablaremos de todo eso otro día. Tendré el mayor placer en...

Ivan Petrovich, impaciente, se movió en su butaca. Epanchin estaba como sobre ascuas. Su superior no dedicaba la menor atención al príncipe y conversaba con la esposa del alto dignatario. Mas esta señora miraba con frecuencia a Michkin y prestaba oído atento a sus palabras.

—No. Vale más que hable, créame —repuso Michkin en un nuevo arranque febril, dirigiéndose al anciano como si éste fuese su más íntimo amigo—. Ayer, Aglaya Ivanovna me prohibió hablar aquí, e incluso me indicó los temas sobre los que debía permanecer mudo. Sabe bien que resulto muy ridículo cuando hablo. He cumplido ya los veintisiete años, pero no ignoro que soy lo mismo que un niño. Hace mucho que he reconocido que carezco de derecho a expresar mis pensamientos. He hablado de ello con toda franqueza, en Moscú, con Rogochin. Leímos juntos todas las obras de Puchkin. Él no conocía al poeta, ni siquiera le había oído mencionar. Yo, cuando voy a hablar, temo siempre que lo ridículo de mi aspecto perjudique a lo que llamo «la idea principal». No poseo un modo adecuado de accionar, y ello excita risa y desacredita el concepto. Y lo más importante de todo es que no poseo ponderación en mis sentimientos. Por eso me conviene callar. Cuando callo parezco bastante razonable, y además puedo meditar entre tanto. Pero ahora vale más que hable. Si he empezado a hacerlo, se debe a la bondadosa mirada que fija usted en mí. Tiene cara de ser un hombre excelente. Ayer juré a Aglaya Ivanovna que no abriría la boca en toda la noche.

—¿Sí? —preguntó el anciano, sonriendo.

—Pero a veces me digo que hago mal pensando de este modo. La sinceridad compensa la torpeza de los ademanes. ¿No le parece?

—A veces sí.

—Quiero decirles todo, todo, todo... ¡Sí! Ustedes me toman por un utopista, por un ideólogo, ¿verdad? ¡Pero no lo soy! No tengo, se lo seguro, más que ideas muy sencillas. ¿No lo creen? ¿Sonríen? A veces, cuando pierdo la fe, me siento vencido. Antes, camino de esta casa, me decía: «¿Cómo empezaré? ¿Por qué palabra podré principiar para hacerles comprender algo de mí?» ¡Qué miedo tenía! Miedo, sobre todo de ustedes. ¿No era vergonzoso mi miedo? Porque, ¿qué podía temer? ¿Que por cada hombre progresista hay mil retrógrados y malos? Pero ahora tengo la alegría de comprobar que esa supuesta multitud no existe, y que en Rusia hay elementos llenos de vida. ¿Verdad que no hay motivo de preocuparnos aunque nos sepamos ridículos? Realmente somos frívolos, ridículos, inclinados a malas acciones, nos aburrimos, no sabemos mirar ni comprender nada... Y todos somos así, todos: ustedes y yo. ¿No se sienten ofendidos cuando les digo en la cara que son ridículos? Pero, aun cuando sea así, ¿dejan ustedes por eso de ser buenos elementos para lo futuro? A mi juicio, a veces conviene ser ridículo... Sí, conviene... Entonces es más fácil perdonarse mutuamente y reconciliarse. Es imposible comprenderlo todo a primera vista: nunca se alcanza la perfección. Para alcanzarla es necesario empezar por no comprender muchas cosas. Si se comprende demasiado pronto, no se comprende bien. Y esto se lo digo a ustedes, a ustedes que han sabido ya comprender tanto y han dejado de comprender tanto también. Ya no les tengo miedo. Pero ¿no se ofenden oyendo a un muchacho hablar así? ¡No, sin duda no! Ustedes saben olvidar las injurias y perdonar a quienes les ofenden, así como a quienes no les han hecho ningún mal. Lo último es lo más difíciclass="underline" me refiero a perdonar a quienes no nos han ofendido, es decir, perdonarles su inocencia y la injusticia de nuestros agravios... Eso era lo que yo esperaba de la clase alta, lo que deseaba decir al venir aquí y lo que no sabía cómo expresar. ¿Se ríe, Ivan Petrovich? ¿Cree usted que yo les temía a ustedes pensando en los «otros»? ¿Me juzga su defensor, un paladín de la democracia, un apóstol de la igualdad? —Y acompañó aquellas palabras de una risa nerviosa—. Pues no: temo, por ustedes... debiera decir: temo por todos nosotros más bien, puesto que soy un príncipe de antigua alcurnia y figuro entre ellos. Hablo en interés de nuestra salvación común, para que nuestra clase no desaparezca en las tinieblas después de haber perdido todo por falta de clarividencia. ¿Por qué desaparecer y ceder el sitio a otros cuando se puede, poniéndose a la cabeza del progreso, seguir a la cabeza de la sociedad? Somos hombres de vanguardia y nos seguirán. Convirtámonos en seguidores para ser jefes.