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E hizo un brusco movimiento para incorporarse, pero el alto dignatario, que le miraba con creciente inquietud, volvió a impedírselo.

Michkin prosiguió:

—No me engaño sobre la elocuencia de mis palabras. Vale más predicar con el ejemplo, empezar directamente... y yo he empezado... ¿Es que... que verdaderamente puede uno ser infeliz? ¿Qué me importan mi desgracia y mi mal si me encuentro en condiciones de ser feliz? Yo no comprendo que se pueda pasar al lado de un árbol sin sentirse feliz mirándole. ¿Se hacen cargo? ¿Cabe hablar con un hombre y no sentirse dichoso queriéndole? Desgraciadamente no me sé explicar..., pero ¡cuántas cosas bellas hay a cada paso, cuántas cosas cuyo encanto se impone incluso al hombre más ciego! Mirad a los niños, mirad crecer la hierba, mirad los ojos que os contemplan y los rostros que os aman...

Y al pronunciar estas palabras se levantó. El anciano dignatario le contemplaba con espanto. Lisaveta Prokofievna fue la primera en adivinar lo que sucedía. Gritó: «¡Dios mío!» y se golpeó las manos. Aglaya se precipitó hacia Michkin y le acogió en sus brazos mientras, aterrorizada, con el rostro descompuesto por el dolor, escuchaba el grito horroroso del «espíritu que desgarraba y sacudía» al infortunado. Cuando el enfermo se desplomó en tierra, alguien tuvo tiempo, antes, de colocar un cojín bajo su cabeza.

Nadie esperaba tal cosa. Quince minutos después, el príncipe N., Eugenio Pavlovich y el anciano, trataron en vano de devolver animación a la velada. Al cabo de media hora todos se retiraron. Antes de irse, los visitantes expresaron su simpatía, emitieron consejos y palabras de consuelo. Ivan Petrovich, en especial, dijo que el joven era «eslavófilo o cosa por el estilo, pero no parecía peligroso». El alto dignatario permaneció silencioso; verdad es que al día siguiente, o en los sucesivos, todos sintieron cierto desagrado. Ivan Petrovich se consideró ofendido, aunque moderadamente. Durante algún tiempo, el superior de Ivan Fedorovich testimonió una prudente frialdad a su subordinado. El alto dignatario «protector de la familia», formuló algunas observaciones al general Epanchin y de paso declaró que «se interesaba mucho por la felicidad de Aglaya». Aquel personaje no era mal hombre, pero si durante la velada había experimentado tanta curiosidad por Michkin se debía sobre todo a haber oído hablar de sus aventuras con Nastasia Filipovna y lo poco que conocía de la historia le hacía anhelar saber todo el resto.

La princesa Bielokonsky declaró al despedirse de Lisaveta Prokofievna:

—El muchacho tiene aspectos buenos y malos; pero, si quieres saber mi consejo, te diré que prevalecen los malos en él. Ya ves lo que es: un enfermo.

La generala decidió para sí que aquel partido era inaceptable, y al acostarse se juró que, mientras ella viviese, el príncipe no se casaría con Aglaya. Al día siguiente se levantó con igual idea. Pero en la comida, entre doce y una, surgió una singular contradicción en sus sentimientos; Aglaya, interrogada por sus hermanas acerca de Michkin, habíales respondido fría y altanera:

—No le he dado jamás palabra alguna ni le he considerado en mi vida como futuro marido. Me es tan indiferente como cualquier otro.

Lisaveta Prokofievna no pudo contenerse y exclamó con tristeza:

—No esperaba eso de ti. Bien sé que es un partido imposible, y agradezco a Dios que estemos de acuerdo en ello; pero tu lenguaje no es el que yo esperaba. Presumía otra cosa de ti, Aglaya. Ayer yo habría puesto en la puerta con gusto a todos nuestros visitantes, menos a él. ¡Figúrate lo que será ese hombre a mis ojos!

Se interrumpió, temiendo haber hablado a exceso. Pero, ¡si hubiese sabido lo injusta que en aquel instante era con su hija! En el ánimo de Aglaya todo estaba decidido ya: también ella esperaba su hora, la hora de la solución decisiva, y la menor palabra imprudente, la más mínima alusión a aquello, le hería profundamente el corazón.

VIII

Aquella mañana comenzó también para Michkin bajo la influencia de sentimientos penosos, que se podían atribuir, desde luego, a su estado de enfermedad. Pero, ello aparte, sentía una vaga tristeza que le inquietaba más que ninguna otra cosa.

No le faltaban, ciertamente, motivos de disgusto en el terreno de los hechos positivos; pero todas las circunstancias dolorosas que su memoria podía recordar, no alcanzaban a explicar lo infinito de su melancolía. Su ataque de la víspera había sido leve, y no le quedaban de él otras reliquias que una hipocondría acentuada. Alguna pesadez en la cabeza y cierto dolor en los músculos. Poco a poco arraigó en él la convicción de que aquel mismo día iba a producirse un algo indefinible que sería decisivo en su existencia. Observaba la imposibilidad de recuperar su calma por sí solo. Pero, aparte la congoja de su alma, su cerebro trabajaba con lucidez. Levantóse tarde y evocó en seguida la noche anterior. Sus recuerdos eran claros, aunque incompletos; pero no había olvidado que sobre media hora después del ataque le condujeron a su casa. Supo que los Epanchin habían enviado ya a preguntar por él. A las once y media llegó un nuevo emisario y Michkin se sintió contento de aquel interés. Una de las primeras visitas que recibió fue la de Vera Lebedievna, que acudía a ofrecerle sus servicios. Cuando le vio, la joven rompió a llorar. El príncipe se esforzó en consolarla y de improviso, afectado por la pena de la joven, tomó su mano y se la besó. Vera se puso muy encendida.

—¿Qué hace usted, qué hace? —exclamó, asustada, retirando vivamente la mano.

Y se alejó a toda prisa, con extraña turbación. En el curso de su breve visita, Vera había tenido tiempo de contar al príncipe que Lebediev, a primera hora de la mañana, había corrido a casa del «difunto», como llamaba al general, para informarse de si había fallecido durante la noche. La joven añadió que los médicos suponían a Ivolguin poco tiempo de vida. Poco antes del mediodía, Lebediev regresó a su casa y entró en las habitaciones de Michkin, «pero sólo un momento, para informarse de su preciosa salud», etc. Quería también dirigir una ojeada a su «armario». El príncipe se apresuró a permitirle marchar, pero, aun así, Lebediev, antes de irse, le interrogó acerca del ataque de la víspera, aunque debía conocer el asunto detalladamente. Luego llegó Kolia, también por un instante, y en su caso con razón. Estaba muy inquieto y sombrío. Sus primeras palabras fueron para conjurar a Michkin a que le revelase cuanto le ocultaba. Además, añadió, lo había sabido casi todo el día antes.