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Michkin relató la historia con la mayor exactitud posible, aunque intercalando en su relato la expresión de su profunda simpatía. Kolia, herido como un rayo, no pudo contener silenciosas lágrimas. El pobre mozo acababa de experimentar una de esas impresiones que no se olvidan jamás y señalan una época en la vida. Michkin, comprendiéndolo, se esforzó en hacer resaltar ante su joven amigo la forma en que él enjuiciaba el episodio.

—Según creo —manifestó—, el ataque que ha puesto en peligro la vida del general procede sobre todo del terror que le ha causado su falta, lo cual acredita en verdad un alma poco vulgar.

Los ojos de Kolia relampaguearon.

—Gania, Varia y Ptitzin son unos malvados. No pienso reñir con ellos, pero desde ahora ellos y yo seguiremos caminos diferentes. ¡Qué sensaciones he experimentado desde ayer, príncipe! ¡Qué lección para mí! Ahora me hago cargo de que estoy obligado a mantener a mi madre. Es verdad que Varia le da casa y comida, pero...

Acordóse de que le esperaban, se levantó, pidió apresuradamente a Michkin informes sobre su salud, y cuando los hubo conocido dijo bruscamente:

—¿No hay más? He oído decir que ayer... Pero no tengo el derecho de... De todos modos, si necesita usted en cualquier caso un servidor leal, aquí lo tiene. Ninguno de los dos somos felices, príncipe... ¿verdad que no? No le pregunto, dispense... No quiero preguntarle...

Cuando Kolia se fue, Michkin se absorbió por completo en sus reflexiones. En torno suyo sólo advertía anuncios de desgracia: todos extraían conclusiones, todos parecían saber alguna cosa que él ignoraba. Lebediev inquiría, Kolia osaba alusiones directas, Vera lloraba... Al cabo agitó el brazo, con enojo, como para repeler aquellas ideas. «¡Al demonio estas malditas sensibilidad y desconfianza!», Y su semblante se iluminó cuando, pasada una hora, vio entrar a las Epanchinas. Venían, según dijeron, «por un minuto», y en efecto permanecieron allí muy poco tiempo.

Después de comer, la generala se había levantado declarando que iban a salir a dar un paseo. Aquella proposición, formulada tan seca, decisiva y perentoriamente, equivalía a una orden. Así, pues, salieron todos, es decir, la madre, las hijas y el príncipe Ch. Lisaveta Prokofievna inició la marcha en dirección opuesta a la usual. Sus hijas comprendieron de qué se trataba, pero se abstuvieron de comentarlo, por no irritar a su madre. Ésta, como para substraerse a reproches u objeciones, caminaba delante de todos sin volver la cabeza. Al fin Adelaida se permitió un comentario:

—Éste no es un paso de paseo. Maman va demasiado de prisa; es imposible seguirla.

—Ahora pasamos delante de su casa —dijo Lisaveta Prokofievna, volviéndose con vivo movimiento—. Piense lo que piense Aglaya, pase lo que pase después, el príncipe no es un extraño para nosotros. Además, ahora está enfermo y se siente desgraciado. Voy a pasar un momento a visitarle. Quien quiera, que venga. Los demás pueden seguir su camino.

Como era de esperar, todos la siguieron. Michkin se deshizo en excusas por lo del jarrón y por la escena en general.

—No tiene importancia —dijo la Epanchina—. No lo siento por el jarrón; lo siento por ti. Tú mismo reconoces que has dado un escándalo. Por algo se dice que «la mañana es más razonable que la noche». Pero no importa: todos se hacen cargo de que no se puede ser exigente contigo. Ea, hasta la vista... Pasea un rato, si te sientes con fuerzas y acuéstate pronto: es el mejor consejo que puedo darte. Y si el corazón te lo dicta, vuelve a casa como antes. Quiero que sepas, de una vez para siempre, que, pase lo que pase, tú serás siempre el amigo de nuestra familia, o al menos mío. De mí, respondo.

Las jóvenes asintieron calurosamente a las palabras de su madre. Pero en aquella afectuosa solicitud no dejaba de existir un matiz cruel en el que la generala no había reparado. En la invitación a visitarlas «como antes» y en aquel «al menos mío», se encerraba una especie de advertencia profética. Michkin reflexionó en la actitud de Aglaya durante la visita. Al entrar y al salir, la joven le había dirigido una sonrisa encantadora, pero sin pronunciar una palabra, ni aun cuando su madre y hermanas hacían protestas de amistad. No obstante, le había mirado dos veces con mucha atención. El rostro de Aglaya, más pálido que otras veces, delataba una noche de insomnio. Michkin resolvió visitarlas por la tarde, «como antes», y miró febrilmente el reloj. Tres minutos justos después de la marcha de las Epanchinas entró Vera.

—León Nicolaievich: Aglaya Ivanovna me ha dado en secreto un recado para usted.

—¿Una nota? —preguntó el príncipe, temblando.

—No, un encargo de palabra. No ha tenido tiempo para más. Le ruega que esté usted en su casa durante todo el día y que no se mueva de aquí hasta las siete de la tarde... o hasta las nueve... No estoy segura de la hora.

—¿Y qué significa eso?

—No lo sé. Sólo puedo decirle que me ha ordenado formalmente darle este encargo.

—¿Se ha expresado así? ¿Ha dicho «formalmente»?

—No, no ha empleado esa palabra. Apenas si tuvo tiempo de llamarme aparte para darme el recado. Pero yo me dirigí en seguida hacia ella y... Se notaba en su cara que me daba una orden formal. Me miró de un modo que me hizo sentir dolor en el corazón.

Michkin hizo algunas otras preguntas a Vera, pero no pudo saber más, y ello aumentó su inquietud. Ya solo, tendióse en el diván y meditó. «Quizás esperan a alguien —se dijo— y no quieren que yo vaya antes de las nueve para que no vuelva a hacer absurdos en público.» Y tras este pensamiento se consagró a esperar la noche y mirar el reloj. La explicación del misterio se produjo mucho antes de lo que él pensaba, pero planteó un enigma aún más inquietante que el primero.

Media hora después de que marcharan las Epanchinas, se presentó Hipólito, tan extenuado y rendido que, antes de proferir una palabra, se dejó caer literalmente en un sillón, como si le faltase el conocimiento. Luego sufrió un violento acceso de tos, acompañado de esputos de sangre. Sus ojos brillaban; manchas rojas encendían sus mejillas. Michkin balbució algunas palabras que el enfermo dejó sin contestación, limitándose a agitar un brazo durante largo tiempo, como pidiendo que se le dejara tranquilo. Al fin la tos cedió.

—Me voy —murmuró al fin, con ronca voz.

—Yo le acompañaré, si quiere —ofrecióle el príncipe. Y esbozó un movimiento para levantarse; pero inmediatamente recordó que se le había prohibido salir. Hipólito rió.

—No me voy de su casa —repuso con voz jadeante—. Por el contrario, he querido venir a verle, y a propósito de una cosa importante. De lo contrario, no le hubiera molestado. Quiero decir que me voy en definitiva. Esta vez creo que es de verdad, cosa hecha... Créame que no se lo digo para excitar su compasión. Hoy me acosté a las diez con el propósito de esperar en la cama «el momento», pero luego cambié de idea y me levanté para venir a verle. Lo cual significa que se trata de una cosa importante.

—Me duele verle así. Debió usted mandarme llamar en vez de venir en persona.

—Déjese de eso. Usted me compadece y, por lo tanto, ya cumple con las exigencias de la cortesía mundana. ¡Ah, me olvidaba! ¿Cómo está usted?

—Bien. Ayer tuve... Pero fue poca cosa.

—Ya lo había oído decir. Rompió usted un jarrón de China. ¡Cuánto siento no haber estado presente! Pero ¡voy a lo mío! En primer lugar le diré que he tenido el gusto de asistir a una entrevista de Aglaya Ivanovna y Gabriel Ardalionovich en el banco verde. Y he comprobado con admiración el aspecto absurdo que puede tener un hombre en esos casos. Así se lo he hecho observar a Aglaya Ivanovna personalmente después que él se marchó. Veo, príncipe, que no se asombra usted de nada —añadió, examinando con desconfianza el rostro sereno de su interlocutor—. Se dice que el no asombrarse de nada es prueba de gran inteligencia, pero, a mi juicio, puede también ser prueba de gran estupidez. Dispénseme... Pero no me refiero a usted. Tengo poca fortuna hoy en mis expresiones.