—Ayer yo sabía ya que Gabriel Ardalionovich... —articuló Michkin, con visible turbación, pese a que Hipólito se sintiese molesto por la poca sorpresa que su interlocutor manifestaba.
—¡Lo sabía! ¡Magnífica noticia! Pero no le preguntaré cómo lo ha sabido... ¿Y no ha sido testigo de la entrevista de hoy?
—Puesto que estaba usted allí, le consta que yo no me hallaba presente.
—Podía haberse ocultado detrás de un matorral... En todo caso, el desenlace de esto me fue muy agradable, pensando en usted. Yo me había figurado que Gabriel Ardalionovich iba a llevarse el gato al agua.
—Le ruego que no me hable de eso, Hipólito, y menos en esa forma.
—Tanto más cuanto que ya lo sabe todo.
—No es cierto. No sé casi nada y Aglaya Ivanovna supone que no sé nada. Incluso he ignorado hasta ahora esa entrevista de la que me habla usted... Pero dejemos eso...
—¿Sabía usted o no sabía?... ¿En qué quedamos? ¡Deje eso! No sea usted tan confiado. Sobre todo, si no sabe nada. ¿Sabe usted, o sospecha al menos, lo que se proponían aquellos dos hermanos? Bien, prescindo de comentarlo —dijo al advertir en Michkin un gesto de impaciencia—. Yo he venido acerca de un asunto particular... y quiero... explicarme sobre él. Es preciso explicarse antes de morir. ¡El diablo me lleve si no tengo muchas explicaciones que dar! ¿Quiere usted oírme?
—Hable; le escucho.
—Vaya, otra vez he cambiado de idea. Empezaré por Gania. ¿Querrá usted creer, príncipe, que también yo había recibido una cita para hoy en el banco verde? No quiero mentir: yo mismo había solicitado la entrevista, ofreciendo, en cambio, revelar un secreto. No sé si llegué muy pronto o no, pero el caso es que cuando acababa de sentarme junto a Aglaya Ivanovna vi llegar a Gania del brazo de su hermana. Andaban con naturalidad como si fuesen de paseo. Creo que se extrañaron mucho al verme allí. No lo esperaban, y el hallarme les hizo perder la serenidad. Aglaya Ivanovna se inmutó y, aun cuando usted no lo crea, le aseguro que se ruborizó vivamente. ¿Se debería ello a mi presencia o al efecto que le produjo la belleza de Gabriel Ardalionovich? Lo cierto es que se puso muy encarnada y que todo concluyó en un instante y de una manera bastante absurda. Se levantó a medias, y después de corresponder al saludo del hermano y a la sonrisa lisonjera de la hermana les dijo: «Sólo quería expresarles personalmente la satisfacción que me causan sus sentimientos sinceros y amistosos, y decirles que, si se presenta la ocasión de recurrir a ellos, pueden estar seguros de que...» Y con esto les hizo una reverencia, y ellos se fueron. No sé si anonadados o triunfantes. Gania se sentía aniquilado, de seguro. No se daba cuenta de nada y estaba rojo como una langosta. ¡Qué cara tan especial ponía a veces! Pero Bárbara Ardalionovna debió de comprender que convenía marcharse en seguida, y que tal entrevista en sí representaba mucho ya en Aglaya Ivanovna. Sin duda fue consolando a su hermano por el camino. Es más inteligente que Gania y tengo la certeza de que se siente triunfante. En cuanto a mí, había acudido con objeto de estipular las condiciones de una entrevista entre Aglaya Ivanovna y Nastasia Filipovna.
—¡Y Nastasia Filipovna! —exclamó Michkin.
—Veo que pierde usted su flema y empieza a extrañarse. Compruebo con placer que tiene usted sentimientos de hombre. Le recompensaré diciéndole una cosa que le divertirá. ¿Quiere creer (¡lo que es prestar servicios a estas señoritas de alma elevada!) que me ha asestado hoy mismo un bofetón?
—¿Mo... moral? —preguntó Michkin.
—Sí; no físico. No creo que haya nadie capaz de levantar la mano sobre mí. En mi estado, ni una mujer, ni Gania siquiera, serían, según me parece, capaces de golpearme. No obstante, ayer hubo un momento en que temí que Gania me agrediera... ¿Apuesta algo a que sé lo que está usted pensando? Pues sé que usted se dice ahora: «Cierto, no se le puede pegar; pero sí ahogarle mientras duerme con una almohada o con un lienzo mojado... Y no se puede, sino que se debe...» Lo leo en su cara...
—¡Jamás he pensado tal cosa! —protestó el príncipe, indignado de semejante sospecha.
—No sé... Esta noche he soñado que me ahogaban con un lienzo húmedo... Y el hombre era Rogochin. ¿Qué le parece? ¿Será posible ahogar a una persona con un lienzo mojado?
—Lo ignoro.
—He oído decir que se puede. Pero dejemos eso. ¿Por qué me considerarían un chismoso? ¿Por qué me ha acusado hoy de serlo Aglaya Ivanovna? Pero (¡lo que son las mujeres!) le advierto que me ha dirigido esa acusación después de escucharme atentamente todo lo que le dije y hasta de haberme preguntado. Y ha sido por quien he entrado en relación con el interesante Rogochin, como también por complacerla le he arreglado una entrevista con Nastasia Filipovna. ¿Se habrá ofendido porque le dije que se conformaba con las «sobras» de Nastasia Filipovna? Confieso que nunca he dejado de presentarle la cosa así, pero ha sido en su propio interés. Le he escrito dos veces en tal sentido, y en la entrevista de hoy me he expresado igual. Empecé por decirle que eso era humillante para ella... La palabra «sobras» no es mía: me he limitado a repetir lo que en casa de Gania se dice a cada momento. La misma Aglaya Ivanovna lo ha reconocido. Luego, ¿por qué soy un chismoso ante sus ojos? Ya veo que se hace usted cruces viéndome y apuesto a que me aplica esos estúpidos versos: «Acaso brille aún, en mi última hora —su sonrisa de amor, en adiós postrimero...» ¡Ja, ja, ja!
Hipólito rió nerviosamente, un violento acceso de tos cortó su hilaridad. Con voz que brotaba de su garganta a muy duras penas, continuó:
—Note que Gania resulta muy gracioso al hablar de «sobras», porque ¿a qué otra cosa aspira ahora él?
Michkin guardó silencio largo rato. Estaba asustado. Al fin murmuró:
—¿Hablaba usted de una entrevista con Nastasia Filipovna?
—Pero ¿ignora usted realmente que ella y Aglaya Ivanovna van a verse hoy? Nastasia Filipovna ha venido adrede de San Petersburgo. A través de Rogochin, he hecho que llegase a ella la invitación de Aglaya Ivanovna. En el momento presente se encuentra con Rogochin, no muy lejos de aquí, en casa de Daría Alexievna, una señora que por cierto me parece bastante equívoca... Y es en esa casa equívoca donde Aglaya Ivanovna se avistará hoy con Nastasia Filipovna para resolver diversos problemas. Quieren ocuparse en Aritmética. ¿No lo sabía? ¡Palabra de honor!
—¡Es inverosímil!
—Todo lo inverosímil que usted quiera. Realmente, no tenía usted motivos para haberlo averiguado. Pero es un sitio tan pequeño éste, donde ni una mosca puede volar sin que todos lo sepan... De todos modos, le he advertido. Debía usted darme las gracias. Hasta la vista... que será probablemente en el otro mundo... Una cosa más: he obrado, respecto a usted, de un modo canallesco, porque... Aunque, en fin de cuentas, ¿por qué habría yo de perjudicarme, quiere decírmelo? En beneficio suyo, ¿no? Bien: he dedicado mi «explicación» a Aglaya Ivanovna (¿No lo sabía usted tampoco?), y hay que ver cómo la ha recibido. ¡Ja, ja, ja! Pero con ella no he procedido canallescamente; no tengo nada de qué reprocharme, no, y ella, en cambio, me ha vilipendiado y ofendido... En realidad tampoco tengo nada de qué reprocharme con usted, porque si he hablado de esas «sobras» a Aglaya Ivanovna a fin de hacerla sentirse avergonzada de su amor, en cambio le revelo a usted ahora el día, lugar y hora de esa cita, y le descubro todo el misterio. Claro que lo hago con mala intención y no por magnanimidad. En fin: estoy hablando tanto como un charlatán... O como un tísico. Y ahora escúcheme: si quiere merecer el apelativo de hombre, tome sus medidas sin perder un minuto. La entrevista está marcada para esta tarde.