Hipólito se dirigió a la puerta, pero oyendo al príncipe llamarle, se detuvo en el umbral. Michkin le preguntó:
—¿Dice que Aglaya Ivanovna se verá con Nastasia Filipovna en casa de Daría Alexievna?
En las mejillas y la frente del príncipe aparecían vivas manchas rojas. Hipólito volvió la cabeza y repuso:
—No lo sé con certidumbre; pero es probable. No puede ser de otro modo. Nastasia Filipovna no puede ir a casa del general Epanchin. Ni tampoco les cabe verse en casa de Gania, porque hay un muerto...
—Eso mismo prueba que la cosa es imposible —dijo Michkin—. ¿Cómo va a salir Aglaya Ivanovna, aun suponiendo que se lo proponga? No conoce usted... las costumbres de su casa. No puede ir sola a ver a Nastasia Filipovna. Es absurdo.
—Escúcheme, príncipe. No es corriente saltar por las ventanas, pero si sobreviene un incendio el caballero más correcto y la dama más recatada saltan por una ventana, ¿verdad? La necesidad es ley, y por tanto esa señorita irá hoy a casa de Nastasia Filipovna. ¿Acaso en esa familia no permiten moverse a las muchachas?
—No quiero decir eso...
—Pues si no quiere decir eso, ella no necesita más que bajar la escalera e irse... y puede, si quiere, no volver a su casa más. Hay veces en que uno quema sus navíos y resuelve no volver a casa de sus padres. Los almuerzos, las comidas y los príncipes Ch. no son toda la vida. Creo que toma usted a Aglaya Ivanovna por una chiquilla de un colegio. Así se lo he dicho, y ella es de mi opinión. Espere a las siete o a las ocho. En el caso de usted yo estaría de centinela allí hasta que la viese bajar los escalones. Por lo menos encargue a Kolia que lo haga. Lo realizará con gusto, tratándose de usted... Todo es relativo... ¡ja, ja, ja!
Hipólito salió. Michkin no tenía precisión de hacer espiar a Aglaya, aun cuando hubiese sido capaz de semejante cosa. Ahora se explicaba por qué la joven le había ordenado quedarse en casa. Tal vez quisiera irle a ver después, o impedirle intervenir en el paso que proyectaba dar. Esta última conjetura era tan verosímil como la primera. Michkin sintió vértigo: la estancia parecía girar en torno suyo. Tendióse en un diván y cerró los ojos. En todo caso, Aglaya había tomado una decisión definitiva. No, el príncipe no la consideraba una colegiala. Comprendía ahora que llevaba mucho tiempo inquieta y aguardando algo por el estilo. Pero ¿por qué quería Aglaya ver a la otra? Un estremecimiento recorrió el cuerpo de Michkin. Tenía fiebre otra vez.
¡No la consideraba una niña, no! Últimamente ciertas palabras y miradas de la joven le habían espantado. A veces le parecía notar que ella era demasiado dueña de sí misma, y recordaba ahora que el percibirlo le había asustado en más de una ocasión. Cierto que en los últimos días se había esforzado en olvidar aquello, en alejar todos los pensamientos penosos, pero a la sazón había de preguntarse qué era lo que ocultaba aquel alma. A pesar de la credulidad de su amor, aquella pregunta le atormentaba hacía tiempo. Y he aquí que ahora se disipaban todas las dudas, se desvanecían todas las incertidumbres. ¡Terrible idea! Y luego «aquella mujer...» ¿Por qué imaginaba siempre Michkin que ella aparecía en el último momento para destrozar su existencia como si fuese un hilo pasado? Pese a su semidelirio, casi se sentía inclinado a creer que había pensado siempre lo mismo. Si últimamente había tratado de olvidar a Nastasia Filipovna, era únicamente porque la temía. Pero ¿la odiaba o la amaba? Ni una sola vez se lo preguntó durante aquel día: su corazón estaba puro. Sabía que la amaba... Aquella entrevista singular, cuyas causas le eran desconocidas y cuyo desenlace no podía prever, no era lo que más le asustaba. No, temía a Nastasia Filipovna por sí misma. Más adelante, pasados varios días, recordó que en aquellas horas febriles no había cesado ni un solo momento de figurarse los ojos, la mirada, las palabras de aquella mujer. Incluso creía oírla proferir extrañas frases. Pero tales horas de fiebre y angustia dejaron escasas huellas en su memoria. Apenas evocó luego que Vera le había llevado algo de comer. Sólo le constaba que durante la tarde no tuvo otra impresión neta sino la de que Aglaya había, en un momento dado, aparecido en la terraza. El príncipe, que se hallaba tendido en un diván, se levantó y atravesó la estancia para ir al encuentro de la joven. Eran las siete y cuarto. Aglaya vestía con sencillez y al parecer se había arreglado de prisa. Su rostro estaba pálido y sus ojos relucían con brillo vivo y seco, mostrando una expresión desconocida para Michkin. Le miró atentamente.
—Veo que está usted preparado, vestido para salir y con el sombrero al alcance de la mano. ¿Quién le ha prevenido? ¿Hipólito?
—Sí —balbució el príncipe, más muerto que vivo—. Me indicó...
—Vamos. Ya sabe usted que preciso su compañía. Supongo que estará en condiciones de salir...
—Sí, pero ¿es posible...?
Se interrumpió y no supo decir más. No hizo nuevas tentativas para convencer a la insensata joven y la siguió como un esclavo. Pese a la confusión de sus ideas el príncipe comprendía que, de no acompañarla, ella acudiría sola a la cita, y por consecuencia su deber consistía en ir con ella. No osó luchar contra una decisión que juzgaba irrevocable. Apenas cambiaron una palabra mientras andaban. Michkin advirtió que su compañera conocía bien el camino. Cuando le proponía seguir una calle menos frecuentada, ella respondía con sequedad: «No importa».
Al acercarse a casa de Daría Alexievna, que era un edificio de madera viejo y grande, salían de ella una dama elegante y una muchacha joven. Ante la puerta esperaba un coche magnífico. Las dos mujeres subieron a él, riendo y hablando en voz muy alta, sin mirar siquiera a los que se acercaban, como si no los viesen. Cuando el carruaje se fue, la puerta se abrió. Michkin y Aglaya fueron recibidos por Rogochin, quien esperaba ya su llegada. Una vez dentro, Rogochin cerró apresuradamente la puerta.
—Estamos solos los cuatro en la casa —dijo, mirando a Michkin con extraña expresión.
En la primera estancia los aguardaba Nastasia Filipovna, muy sencillamente ataviada, con un vestido negro. Se levantó al entrar los visitantes, pero sin sonreír ni siquiera tender la mano a Michkin. Su mirada fija e inquieta se posó en Aglaya. Ambas se acomodaron a cierta distancia una de otra. Aglaya en un diván del rincón, Nastasia Filipovna junto a la ventana. Los dos hombres quedaron en pie; nadie los invitó a sentarse. Michkin fijó en Rogochin una mirada perpleja y angustiada. Parfen Semenovich conservaba su extraña sonrisa. El silencio se prolongó algunos instantes.
De pronto, los rasgos del semblante de Nastasia Filipovna adquirieron una expresión siniestra. Sus ojos, ahora tenaces, rencorosos y duros, parecían clavarse en el rostro de Aglaya. Ésta se hallaba confusa, sin duda, pero no intimidada. Al entrar no miró apenas a su rival y, al sentarse, inclinó la vista y así permaneció, como si no supiese decidirse a empezar. Dos veces, involuntariamente al parecer, miró en torno suyo y su rostro manifestó un disgusto muy intenso, como si temiese contaminarse allí. Arreglóse el vestido con ademán maquinal y en un momento determinado incluso cambió de postura y se apartó más en el diván. Probablemente todo aquello era más inconsciente que meditado, pero esa misma inconsciencia lo hacía más ofensivo. Al fin contempló con resolución a Nastasia Filipovna y en el acto leyó claramente cuanto expresaban los ojos ardientes de su rival. La mujer comprendía a la mujer. Aglaya se estremeció.