—Sabe usted seguramente... por qué la he invitado... a esta entrevista, ¿verdad? —comenzó en voz baja e insegura. Incluso se interrumpió dos veces antes de concluir tan breve frase.
—No sé nada —respondió Nastasia Filipovna con voz seca.
Aglaya se ruborizó. Quizás el hecho de encontrarse con «aquella mujer» en la casa de «aquella otra mujer» le pareciera de improviso tan extraño, tan inverosímil, que necesitase, por decirlo así, la respuesta de su interlocutora. Apenas su antagonista abrió la boca, un estremecimiento recorrió el cuerpo de la visitante. «Aquella mujer» lo notó perfectamente.
—Usted lo comprende todo, aunque finge a propósito no comprenderlo —dijo Aglaya, bajando la voz todavía más y mirando al suelo con aire sombrío.
—¿Por qué había yo de hacer semejante cosa? —repuso Nastasia Filipovna, con leve sonrisa.
La contestación de Aglaya fue torpe y por demás grotesca.
—Quiere usted abusar de mi situación, de mi presencia en su casa...
—Si se halla en tal situación, la culpa es suya y no mía —respondió con violencia Nastasia Filipovna. No soy yo quien ha solicitado esta entrevista, sino usted. Y hasta ahora ignoro con qué objeto.
Aglaya alzó la cabeza y adoptó un talante altivo.
—Refrene la lengua. Usted sabe manejar esa arma mejor que yo y no me propongo mantener con usted un combate de ese género.
—Pero en todo caso, por lo que dice parece que viene a entablar un combate. Yo creía que usted era más... espiritual.
Miráronse con enemistad recíproca y ya franca. Una de aquellas mujeres era la misma que poco atrás había escrito a la otra las cartas que conoce el lector. Y he aquí que, en su primer encuentro, a las palabras iniciales que cambiaron, todos sus sentimientos se desvanecían. Sin embargo, ninguno de los allí reunidos pareció considerarlo extraño. La víspera, Michkin hubiera juzgado imposible y absurda semejante escena, y ahora, empero, estaba allí, mirando y escuchando con el aire de un hombre que ve realizarse un antiguo presentimiento. El sueño más disparatado habíase convertido de repente en la más tangible realidad. Una de aquellas mujeres despreciaba a la cara de tal modo, y deseaba decírselo con tanto afán (acaso no hubiese acudido más que para eso, como opinó Rogochin al día siguiente), que la otra, a pesar de su carácter extravagante, su espíritu descarriado y su alma enferma, hubo de prescindir de toda idea que pudiese haber concebido de antemano, al hallarse con el amargo desprecio, genuinamente, de su rival. Michkin tenía la certeza de que Nastasia Filipovna no hablaría de las cartas, y hubiera dado la mitad de su vida porque Aglaya hiciese lo mismo.
La joven pareció recobrar su aplomo.
—No me ha entendido usted. No he venido aquí para que disputemos, aunque reconozco que no la estimo. He venido para... para que hablemos como seres humanos. Cuando le pedí la entrevista, había decidido ya de qué le hablaría y lo que había de decir aun cuando usted no me comprendiese en absoluto. Ello será peor para usted, no para mí. Deseo contestarle en persona a lo que me decía en sus cartas, porque me parece más adecuado hacerlo así. Escuche, pues, mi contestación: yo empecé por compadecer al príncipe León Nicolaievich desde el mismo día en que le conocí, y más aún cuando supe lo que había sucedido en casa de usted. Le compadecí porque es un hombre muy cándido y en su ingenuidad creyó posible ser feliz con... una mujer de semejante carácter. Lo que yo temía ha sucedido: usted no ha podido amarle, le ha hecho sufrir y al fin le ha abandonado. Y no puede amarle porque es usted demasiado orgullosa... Me engaño: no orgullosa, sino vanidosa... Y también esta expresión resulta inexacta. Es usted egoísta hasta la locura, y las cartas que me ha escrito lo demuestran. Ni le es posible amar a un hombre tan inocente como éste. Acaso, en el fondo, le desprecie y se burle de él. Usted no ama más que a su oprobio, la constante idea de que está usted deshonrada y de que hay una persona que tiene la culpa. Si su deshonra no fuera tan grande o se sintiera usted de pronto libre de ella, sería más infeliz.
Aglaya se complacía en sus palabras y hablaba con extrema volubilidad. Cuanto decía habíalo preparado de antemano, incluso, antes de que soñara siquiera en semejante cita. Sus ojos seguían, ávidos y aviesos, el efecto, que tales frases producían en la interpelada. Ésta oyéndola, había cambiado de expresión.
—¿Recuerda usted —continuó Aglaya— que el príncipe me escribió cuando vivía con usted? Según él dice, usted conoce la carta. Al recibirla, lo comprendí todo muy bien. Y hace poco él me ha confirmado, palabra por palabra, lo que acabo de decir. Después de la carta, esperé. Yo adivinaba que usted volvería, porque no puede prescindir de San Petersburgo. Es usted demasiado joven y bella para vivir en provincias. Esta expresión no es propia —dijo Aglaya ruborizándose, sin que tornara ya a recobrar sus colores naturales durante toda la conversación—. Cuando volví a ver al príncipe participé de todo corazón en su dolor y ofensa. No se ría, no se ría: es usted indigna de comprender esto. —Bien ve que no me río— contestó Nastasia Filipovna con acento severo y entristecido.
—De todos modos, no me importa. Puede reír cuanto quiera. Cuando interrogué al príncipe me dijo que no la amaba hacía tiempo, que incluso el recordarla le era penoso, pero que se compadecía de usted y al recordarla sentía el corazón desgarrado. Debo añadir que este hombre es el más noble, ingenuo y confiado que he conocido jamás. Desde que le vi adiviné que era capaz de ser engañado por el primero que le hablara, y además capaz de perdonar a todo el que le engaña. Por eso le he amado...
Aglaya se interrumpió por un momento, preguntándose con asombro cómo había emitido semejante palabra. Pero a la vez un infinito orgullo resplandecía en su mirada. Parecía tenerle sin cuidado que «aquella mujer» se mofase de la confesión que acababa de escapársele.
—Ya he dicho cuanto deseaba decir. ¿Ha comprendido lo que espero de usted?
—Acaso —repuso Nastasia Filipovna—. Pero no obstante, dígalo.
Aglaya, con el rostro inflamado por la ira, pronunció con tono firme, recalcando mucho las palabras:
—Quiero preguntarle con qué derecho interviene usted en mis sentimientos, con qué derecho se permite escribirme, con qué derecho declara usted a cada instante al príncipe y a mí, que le ama, después de haberle abandonado de manera tan ofensiva e innoble.
—No le he dicho ni a él ni a usted que le amo —repuso con esfuerzo Nastasia Filipovna—... y es cierto que le he abandonado —añadió con voz casi ininteligible.
—¿Cómo que no? ¿Y sus cartas? —replicó Aglaya con violencia—. ¿Quién le ha pedido que se mezcle en nuestros asuntos? ¿Por qué me excita a casarme con él? ¿Por que se obstina en imponernos su mediación? Al principio pensé que usted, entrometiéndose así, deseaba hacer que yo le odiase y rompiera con él. Pero luego he comprendido la verdad. Usted se figura que con todas esas extravagancias realiza usted una buena acción. Dígame: ¿puede acaso amar a un hombre cuando ama tanto su propia vanidad? ¿Por qué no se ha marchado usted tranquilamente en vez de escribirme esas cartas ridículas? ¿Por qué no se casa usted con el hombre magnánimo que tanto la ama y le ha hecho el honor de pedir su mano? La respuesta es muy sencilla: una vez casada con Rogochin, dejaría de ser usted una mujer envilecida e incluso alcanzaría una posición honrosa en la sociedad. Eugenio Pavlovich dice que usted ha leído mucha poesía y que es «demasiado instruida para su situación». Él la considera una víctima de las lecturas y de la ociosidad. Añada a eso su vanidad, y todo queda claro.