—Y usted, ¿no es una ociosa?
Como se ve, la explicación entre las rivales degeneraba inopinadamente en violenta disputa. Decimos inopinadamente porque Nastasia Filipovna, al dirigirse a Pavlovsk, acariciaba todavía ciertos sueños aun cuando, ello aparte, más bien recelase una entrevista tormentosa que lo contrario. Pero Aglaya se había dejado arrastrar por la impetuosidad de su carácter y no supo negarse a la satisfacción de dar expresión a sus sentimientos. La propia Nastasia Filipovna se extrañó al ver el arrebato de la joven. Mirábala no queriendo creer en lo que sucedía e incluso se sintió llena de desconcierto. Fuese que hubiera leído demasiada poesía como juzgaba Radomsky, o que estuviese loca, según estimaba el príncipe, aquella mujer, a veces tan cínica e insolente en sus maneras, era en el fondo, mucho más púdica, tierna y confiada de lo que pudiera suponerse a primera vista. Cierto que existían en ella aspectos fantásticos, quiméricos y novelescos; pero poseía también energía y profundidad de carácter. Michkin, comprendiéndolo, no pudo ocultar el sufrimiento que le embargaba. Aglaya se estremeció de cólera al advertirlo.
—¿Cómo se atreve a hablarme de ese modo? —dijo con infinito desdén contestando a la observación de Nastasia Filipovna.
—Debe haberme entendido mal —repuso Nastasia Filipovna, sorprendida—. ¿De qué modo le he hablado?
—Si era usted una mujer honrada, ¿por qué no abandonó a su seductor con sencillez y sin escenas teatrales? —preguntó Aglaya bruscamente.
—¿Y quién es usted ni qué sabe de mí para juzgar de mi situación? —replicó Nastasia Filipovna, pálida y temblorosa.
—Sé que no abandonó a Totzky para ponerse a trabajar, sino que fue con el opulento Rogochin para adoptar aires de ángel caído. ¡No me hubiera extrañado que Totzky hubiese sido hasta capaz de suicidarse para huir de semejante ángel caído!
—¡Basta! —atajó Nastasia Filipovna con voz dolorida y disgustada—. Usted me mira como si fuese... la doncella de Daría Alexievna, que ha ido a reclamar ante el jurado contra su novio... Pero esa misma mujer me comprendería mejor que usted.
—Que yo sepa, quien usted dice es una muchacha honrada y vive de su trabajo. ¿Por qué considera a una doncella con ese desprecio?
—Mi desprecio no se refiere al trabajo, sino a usted cuando habla del trabajo.
—Si usted hubiese querido ser honrada, se habría dedicado a lavandera.
Las dos se levantaron y se miraron cara a cara. Estaban palidísimas.
—¡Cállese, Aglaya! ¡Es usted muy injusta! —exclamó Michkin, fuera de sí.
Rogochin no sonreía ya. Escucliaba atentamente apretando los labios, con los brazos cruzados.
—¡Miren, miren qué señorita! —dijo Nastasia Filipovna, estremeciéndose de ira—. ¡Y yo que la tenía por un ángel! ¿Ha venido usted sin institutriz, Aglaya Ivanovna? ¿Quiere usted que le diga, en el acto y sin rodeos, por qué ha venido aquí? Pues ha venido porque tiene miedo...
—¿Miedo de usted? —repuso la joven, profunda e ingenuamente extrañada al oír a su interlocutora hablarle con tal atrevimiento.
—Sí, de mí. Cuando se ha decidido a visitarme, es porque me teme. A quien se teme no se le desprecia. ¡Y pensar en lo mucho que la he apreciado hasta hace un momento! ¿Sabe usted por qué me teme y cuál es ahora su finalidad principal? Usted ha querido saber en persona cuál de nosotras dos ama más al príncipe, porque está usted horriblemente celosa...
—Él mismo me ha dicho que la odiaba... —articuló Aglaya con dificultad.
—Es posible... Quizá yo no merezca... Pero creo que miente usted. ¡Él no ha podido decir semejante cosa! De todos modos, teniendo en cuenta... su situación, estoy dispuesta a perdonarla. Sólo que tenía mejor opinión de usted; le aseguro que le creía más inteligente... e incluso más hermosa. Ea, llévese su tesoro. Ahí le tiene, mirándole embobado. Lléveselo, pero con una condición: que se vaya de aquí inmediatamente. ¡En el acto!
Dejóse caer en una butaca y estalló en llanto. De improviso una nueva llama se encendió en sus ojos. Levantóse y clavó en Aglaya una mirada obstinadamente fija.
—¿Quieres que le dé una orden? ¿Oyes? Me bastará mandárselo y se quede conmigo para siempre. Basta que se lo mande para que nos casemos. ¡Y tú volverás sola a tu casa! ¿Quieres verlo, quieres? —gritó enloquecida, trémula y desencajada.
Era posible que ni ella misma se hubiese juzgado capaz de semejante lenguaje. Aglaya, aterrorizada, corrió hacia la puerta. Pero se detuvo en el umbral, inmóvil como clavada en tierra, y escuchó.
—¿Quieres ver cómo echo de aquí a Rogochin? Creías que ya me había casado con él para complacerte, ¿eh? Pues voy a ordenar a Rogochin que se vaya y luego diré al príncipe: «Acuérdate de lo que me has prometido.» ¡Dios mío! ¿Por qué me ha humillado de este modo ante esta gente? ¿No me has dicho, príncipe, que te casarías conmigo, que no te importaría nada de nada, que no me abandonarías jamás, que me amabas, que me lo perdonabas todo y que me esti... me esti...? ¡Sí, lo has dicho! No huí de tu lado sino para devolverte tu libertad. ¡Pero ahora no quiero dejarte libre! ¿Quién es esa mujer para tratarme como a una perdida? ¡Pregunta a Rogochin si soy una perdida! ¿Serás capaz, León Nicolaievich, ahora que esa mujer me ha puesto como un trapo delante de ti, de salir del brazo de ella? ¡Maldito seas si lo haces! Porque eres el único hombre en quien he creído... ¡Vete, Rogochin, no te necesito! —gritó casi inconsciente.
Las palabras surgían con trabajo de su garganta, su rostro estaba descompuesto, sus labios ardían. Era notorio que no creía ni por asomo en lo que decía, pero se obstinaba en engañarse y prolongar su ilusión por un segundo más. Michkin tuvo la impresión de que aquel arrebato tan violento podía incluso costar la vida a Nastasia Filipovna.
—¡Mírale! —gritó ella a Aglaya, señalando al príncipe con el dedo—. Si no me prefiere en el acto, si no opta por mí... llévatelo, te lo cedo.
Las dos mujeres esperaban, fijando en Michkin las miradas de sus ojos extraviados. Es probable, e incluso seguro, que él no comprendiese toda la emoción de aquella llamada. Sólo reparó en el ser loco y desesperado que tan dolorosa impresión le produjera siempre, como había dicho una vez Aglaya. No pudo contenerse más y dirigiéndose a la joven dijo, mostrándole a Nastasia Filipovna:
—¿Es posible? ¡Con una mujer tan desgraciada!
No pudo continuar. Enmudeció bajo la tremenda mirada de Aglaya, cuyos ojos mostraban una expresión de inmenso sufrimiento y de odio infinito. Michkin se golpeó las manos, lanzó un grito y se precipitó hacia Aglaya. Pero ésta había percibido el momento de vacilación del príncipe y semejante vacilación fue más de lo que se sentía capaz de soportar.