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—Sí, sí, sí, tiene usted razón. Confieso mi culpa —dijo Michkin, muy afligido—. Pero sólo Aglaya consideraba a Nastasia Filipovna del modo que lo hacía. Nadie más la ha considerado así.

—Lo que hay en todo esto de exasperante es que no encierra nada serio —replicó con vivacidad Eugenio Pavlovich—. Perdóneme, príncipe, pero... He pensado mucho en esto, conozco todos los antecedentes del asunto, me consta cuanto viene sucediendo desde hace seis meses... y le afirmo que en ello no había el menor elemento de seriedad. Todo ha sido imaginación, espejismo, fantasía, y sólo los vivos celos de una muchacha inexperta han podido tomar tales cosas en serio.

Y entonces, sin andarse con rodeos, Eugenio Pavlovich dio libre curso a su indignación, analizando con mucha lucidez y —repitámoslo— con rara penetración psicológica la conducta del príncipe respecto a Nastasia Filipovna. Radomsky poseía siempre dotes de palabra, pero esta vez casi se manifestó elocuente.

—Desde el principio —declaró— empezó usted a vivir entre una serie de falsedades. Lo que empieza por mentira debe concluir con mentira; tal es la ley de la naturaleza. No admito que se le califique de idiota, príncipe, y no sólo no lo admito, sino que ello me indigna; pero convendrá usted conmigo en que es hombre de una originalidad excepcional. A mi juicio, todo lo acontecido se debe, en primer lugar, a lo que yo llamaría su inexperiencia innata (advierta que le digo innata, príncipe) y después, a su extraordinaria ingenuidad, a su fenomenal falta de ponderación (que usted mismo ha reconocido más de una vez) y a una enorme cantidad de convicciones intelectuales y ficticias que usted, a pesar de su sinceridad poco común, ha tomado y toma por verdaderas, naturales, intuitivas e inmediatas. Confiese, príncipe, que su modo de proceder con Nastasia Filipovna tuvo desde el comienzo un cierto matiz que llamaremos, para abreviar, «convencionalmente democrático», o, para abreviar más aún, calificaremos de influido por las polémicas de la «cuestión feminista». Conozco al detalle la escena absurda y escandalosa que se produjo en casa de Nastasia Filipovna cuando Rogochin se presentó a ofrecerle dinero. Si me lo permite, le diré cuánto pasó por el alma de usted, príncipe, le haré ver la imagen de sus reacciones como en un espejo. Desde su adolescencia, en Suiza, usted suspiraba por su patria, una patria desconocida que era la meta de todas sus aspiraciones. Usted leyó allí muchos libros sobre Rusia, obras notables quizá, pero que le fueron perniciosas. Desde que usted comenzó a dar sus primeros pasos en el suelo natal, despertaron en usted impacientes necesidades de actividad. Y he aquí que en aquel mismo día le cuentan la triste y emocionante historia de una mujer ultrajada. Usted es un caballero, un hombre inmaculado... y se trata de una mujer. El mismo día la conoce y su belleza fantástica y diabólica (porque reconozco que es muy bella) le subyuga. Añada a eso los nervios, añada la epilepsia, añada el deshielo de San Petersburgo, que trastorna todo el sistema nervioso, añada una jornada transcurrida en una ciudad casi fantástica y extraña para usted, y una jornada, por cierto, tan movida, tan llena de encuentros inesperados y de incidentes imprevistos (entre ellos el conocimiento con la familia Epanchin, y sobre todo con Aglaya Ivanovna); añada, en fin, la fatiga, el vértigo, el salón, y... Dígame francamente: ¿qué podía usted esperar de sí mismo en un momento tal, bajo el influjo de semejantes circunstancias?

El príncipe comenzó a ruborizarse.

—Sí, sí —admitió, moviendo otra vez la cabeza—. Sí; eso fue, poco más o menos. Además, ¿sabe?, llevaba cuarenta y ocho horas de viaje, y había pasado dos noches en el tren sin dormir. Estaba exhausto y fuera de mí.

—Claro. ¿A qué conclusión quiero llevarle si no a esta? —continuó Radomsky, acalorándose—. Es indudable que usted acogió con verdadera embriaguez, por decirlo así, la ocasión de manifestar públicamente que usted, hombre puro, usted, de una familia de príncipes, no consideraba deshonrada a una mujer que se había pervertido sin culpa propia, sino por la de un repugnante libertino del gran mundo. ¡Es cosa muy comprensible, Dios mío! Pero aquí no se trata de eso, príncipe, sino de saber si su sentimiento es auténtico, justo, natural o una mera exaltación de su cerebro. Veamos: usted sabe que en el templo se perdonó a una mujer semejante. ¡Pero no se le dijo que hubiera hecho bien, que fuese digna de todos los honores y respetos! Y en los seis meses transcurridos, ¿no le ha probado su sentido común, príncipe, el verdadero estado de las cosas? Que ella sea inocente, lo concedo, o al menos no lo discuto; pero ¿acaso sus peripecias pueden justificar su orgullo insoportable y diabólico, su egoísmo insaciable e insolente? Perdone, príncipe, si empleo expresiones un tanto fuertes, pero...

—Sí: todo ello es posible; quizá tenga usted razón —murmuró Michkin Filipovna está muy irritada y... sin duda tiene usted razón. Sin embargo...

—Merece compasión, ¿verdad? ¿No es eso lo que quiere usted decir? Pero ¿era justo compadecerla y para demostrarlo afrentar a otra mujer, a una joven bien nacida y pura, humillándola bajo esos ojos altaneros, bajo esos ojos rencorosos? En tal caso, ¿hasta dónde puede llegar la piedad? ¿No le parece una increíble exageración? Y, si se ama a una muchacha, ¿cree usted que se la puede humillar de tal modo ante una rival, abandonarla por la otra en presencia de la misma, incluso después de haber pedido su mano? Porque usted pidió su mano en presencia de sus padres y hermanas. Perdóneme, pues, una pregunta, príncipe: ¿puede usted considerarse un hombre de honor después de eso? ¿No ha engañado usted a esa divina joven al asegurarle que la amaba?

—Sí, sí, tiene usted razón; me reconozco culpable —declaró Michkin con infinito disgusto.

—Pero, basta —acrecentó Radomsky, indignado—; basta de exclamar: «¡Soy culpable!» Usted se confiesa culpable, pero se obstina en obrar mal. ¿Dónde está su corazón, ese corazón tan «cristiano»? Usted vio el rostro de Aglaya Ivanovna en aquel momento. ¿Sufría acaso menos que la otra, que la suya? ¿Cómo no lo vio, y cómo, si lo vio, no hizo nada para impedir lo que sucedía? ¿Cómo?

—Hice todo lo que pude... —articuló Michkin, verdaderamente confuso.

—¿Todo lo que pudo?

—Se lo aseguro. Aún no he comprendido cómo ocurrió aquello. Yo... yo salí corriendo detrás de Aglaya Ivanovna, pero Nastasia Filipovna se desmayó y después no me han permitido acercarme a Aglaya Ivanovna.

—No importa. Debió usted seguir a Aglaya Ivanovna aun viendo a la otra desvanecida.

—Sí, sí, debí hacerlo... pero ello hubiese costado la vida a una mujer. Se habría matado. ¡Usted no la conoce! Yo, de poder, hubiese explicado las cosas a Aglaya Ivanovna, y... Observo, Eugenio Pavlovich, que no lo sabe usted todo. Dígame: ¿por qué no me permiten ver a Aglaya Ivanovna? Yo podría explicarle... Todo lo que pasó fue que surgió un equívoco entre las dos y por eso las cosas tomaron aquel rumbo. No acierto a explicárselo a usted, pero sí lo sabría explicar a Aglaya. ¡Dios mío, Dios mío! Me hablaba usted de su rostro en el momento que huyó. ¡Si supiera cómo lo recuerdo! ¡Vamos, vamos!

Y Michkin, alzándose de repente, comenzó a tirar de la manga de Eugenio Pavlovich.

—¿Adónde?

—A casa de Aglaya Ivanovna... ¡En seguida!