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—Acabo de decirle que no está en Pavlovsk. Y, además, ¿para qué?

—Me comprenderá, me comprenderá... —balbucía Michkin, juntando las manos, como para suplicar a su interlocutor—. Comprenderá que no ha sido eso, sino otra cosa muy diversa...

—¿Muy diversa? ¿No va usted a casarse? Luego persiste usted... ¿Se casa o no?

—Sí, me caso, me caso...

—Y entonces, ¿cómo dice que no es eso?

—¡No es eso, no lo es! ¿Qué importa que me case? ¿Qué significa que me case?

—¿No significa nada? Pues a mí no me parece una bagatela. Se casa usted para hacer la felicidad de una mujer a quien ama, Aglaya Ivanovna lo ve y lo sabe, ¿y dice usted que eso no significa nada?

—¿Para hacer su felicidad? Me caso, a secas, porque ella lo quiere, pero el que me case, ¿qué tiene que ver con...? No, ello no significa nada. Si no me casara con ella, Nastasia Filipovna moriría, estoy seguro. Ahora comprendo que su boda con Rogochin sería una locura. Comprendo muchas cosas que antes no he sabido comprenderlas. Mire: aquel día, cuando estaban las dos frente a frente, no pude soportar la visión del semblante de Nastasia Filipovna. Antes ha dicho usted la verdad acerca de la velada que pasé en el salón de Nastasia Filipovna, pero ha omitido usted un detalle que ignora: que yo había mirado su cara. Por la mañana, viendo el rostro de esa mujer, no pude soportarlo ya. Vera... Vera Lebedievna tiene unos ojos muy diferentes... ¡Tengo miedo de ese rostro! —añadió presa de infinito espanto.

—¿Miedo?

Michkin palideció y repuso en voz baja:

—Sí. ¡Está loca!

—¿Lo sabe usted positivamente? —inquirió Radomsky con extraordinaria curiosidad.

—Positivamente. Ahora estoy seguro. He adquirido en estos días la certeza absoluta...

—¿Y quiere usted labrar su propia desgracia? —exclamó Radomsky, aterrado—. ¿Se casa usted por temor? Es imposible comprenderlo. ¿No la ama?

—Sí, la amo con todo mi corazón. Es... una niña. Actualmente es una verdadera niña. ¡Qué sabe usted!

—¿Pues no dice, príncipe, que ama a Aglaya Ivanovna?

—¡Sí, sí!

—Reflexione un poco. Hágase cargo...

—Yo, sin Aglaya... ¡Necesito verla a toda costa! No tardaré en morir cualquier noche, mientras duermo. Creí incluso morir esta noche última... ¡Si Aglaya supiese, si lo supiese todo!... Quiero decir absolutamente todo. Porque en este asunto lo primero es saberlo todo sin excepción. ¿Por qué no podremos nunca saberlo todo sobre alguien cuando delinque, cuando es culpable? En fin, no sé lo que digo, he perdido el hilo de mis ideas... Me ha asestado usted un golpe terrible. ¿Es posible que Aglaya conserve aún el mismo rostro que cuando huyó? Sí, mía es la culpa. Probablemente toda la falta está en mí. No sé aún a punto fijo de lo que soy culpable, pero lo soy... Hay algo que no puedo explicarle, Eugenio Pavlovich... No encuentro las expresiones justas, pero... Aglaya Ivanovna me comprendería. Siempre he creído que me comprendería...

—No, príncipe, no le comprendería. Aglaya Ivanovna amaba como una mujer, como un ser humano y no como... un espíritu puro. ¿Sabe usted una cosa, pobre amigo mío? Pues es que, a mi juicio y según todas las apariencias, no ha amado usted nunca a ninguna de las dos.

—No sé, no sé... puede ser... Tiene usted razón en muchas cosas, Eugenio Pavlovich... Es usted extraordinariamente inteligente, Eugenio Pavlovich. Ya empieza a dolerme la cabeza otra vez... ¡Vamos a su casa! ¡Vamos, por amor de Dios! ¡Por amor de Dios!

—Ya le he dicho que no está en Pavlovsk, sino en Kolmino.

—Vámonos a Kolmino. ¡En seguida!

—¡Es imposible! —dijo rotundamente Eugenio Pavlovich, levantándose.

—Escuche: voy a escribir una carta. Y usted me la llevará.

—No, príncipe, no. Excúseme de semejantes comisiones. No puedo encargarme de eso.

Y se separaron. Aquella visita dejó extrañas impresiones en el ánimo de Radomsky. A su juicio, Michkin tenía el cerebro algo perturbado. «¿Qué quiere decir con ese rostro al que tanto teme y por el que está tan subyugado? Y el caso es que a la vez es posible que se muera de tristeza por haber perdido a Aglaya, sin que ésta llegue tal vez a saber nunca lo mucho que la ama. ¡Ja, ja! ¿Cómo es posible amar a dos mujeres? ¿Dos amores diferentes? Es curioso... ¡Pobre idiota! ¿Qué va a ser de él ahora?»

X

Michkin no murió antes de su boda, ni durante el sueño, como predijera a Radomsky. Cierto que dormía mal y con pesadillas; pero por el día, en su trato con la gente, parecía hallarse bien, e incluso contento, aunque, cuando quedaba solo, se tomaba muy pensativo. Se apresuraron los preparativos del casamiento, que debía efectuarse unos ocho días después de la visita de Radomsky. Al ver aquella prisa, los mejores amigos de Michkin (suponiendo que fuesen tales) debían haber comprendido la inutilidad de sus esfuerzos para «salvar» al pobre loco. Incluso circuló el rumor de que Epanchin y su mujer habían intervenido en algún modo en la visita de Eugenio Pavlovich a Michkin. Pero si los esposos Epanchin, en virtud de su mucha bondad, querían esforzarse en evitar la pérdida del desgraciado insensato, les fue forzoso atenerse a aquella única y débil tentativa, porque ni su posición, ni acaso, como era natural, sus sentimientos les permitían ir más lejos en aquel camino. Ya dijimos que el príncipe encontraba hostilidad hasta en quienes le trataban más de cerca. Vera Lebediev se contentaba con llorar cuando se hallaba a solas con él, pero permanecía más en sus propias habitaciones e iba mucho menos que antes a las del príncipe. Entre tanto, Kolia cumplía sus postreros deberes con su padre, quien falleció tras un segundo ataque sobrevenido a los ocho días del primero. Michkin participó sinceramente en el dolor de los Ivolguin. Asistió al entierro del general y en los días sucesivos hizo largas visitas a Nina Alejandrovna. No faltó quien notara que su aparición en la iglesia con motivo del funeral había provocado muchos cuchicheos entre los concurrentes. Lo mismo sucedía en el parque o en los paseos cuando comparecía en ellos, ora en coche o a pie. Siempre que se le veía se pronunciaba a media voz su nombre y el de Nastasia Filipovna. Se buscó a ésta entre los asistentes a la ceremonia fúnebre, pero no estaba. La señora Terentieva no acudió al entierro. Lebediev supo arreglarse para hacerla quedarse en su casa. El oficio fúnebre produjo en Michkin un efecto penoso. Lebediev lo advirtió y en la misma iglesia le preguntó los motivos de su emoción. El príncipe repuso en voz baja que aquélla era la primera vez que asistía a un entierro según el ceremonial ortodoxo. A lo sumo recordaba haber presenciado siendo muy niño una ceremonia análoga en una iglesia de aldea.

—Sí; parece mentira que ese hombre que yace en el ataúd sea el mismo que hace tan poco tiempo presidió nuestra reunión. ¿Se acuerda? —dijo Lebediev en voz baja—. Pero ¿qué busca usted?

—Nada; me había parecido...

—¿Miraba a Rogochin?

—¿Es que está aquí?

—Sí; en la misma iglesia.

—Me parecía, en efecto, haber visto sus ojos —murmuró el príncipe con agitación—, pero ¿cómo está aquí? ¿Le han invitado?