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—¿Qué voy a hacer de ti, qué voy a hacer de ti? —exclamó la joven abrazándole las piernas.

Michkin pasó una hora entera a su lado. Ignoramos de lo que hablaron en tal entrevista. Según Daría Alexievna se separaron muy amistosos y felices. Aún envió Michkin aquella noche a pedir noticias de su prometida. Sólo pudieron contestarle que dormía ya. Por la mañana, antes de que ella despertase, llegaron otros dos enviados de Michkin para pedir noticias. El tercer enviado volvió con la respuesta siguiente:

—Nastasia Filipovna está rodeada de un enjambre de modistas y peinadoras llegadas de San Petersburgo: no se ocupa más que en sus ropas de boda, y se le ha pasado todo lo de ayer. En este momento se celebra consejo extraordinario para decidir qué diamantes va a llevar y en qué forma va a ponérselos.

Semejantes informes tranquilizaron al príncipe. En cuanto al suceso que se produjo el día de la boda, he aquí cómo lo cuentan las personas bien informadas y dignas de crédito.

La ceremonia nupcial se había señalado para las ocho de la noche. Nastasia Filipovna estaba preparada desde las siete. A partir de las seis los curiosos empezaron a apiñarse en torno a la casa de Lebediev y, más aún, en torno a la de Daría Alexievna. Hacia las siete, la iglesia estaba llena ya. Vera Lebedievna y Kolia se sentían muy inquietos por el príncipe y ambos tenían no poco quehacer en la casa de éste, ya que había que disponer lo preciso para recibir a los visitantes que después de la boda fuesen a felicitar a los esposos. No se contaba, por otra parte, con una reunión muy numerosa. Aparte los padrinos y testigos obligados, Lebediev había invitado a los Ptitzin, a Gania, al médico condecorado con la Orden de Santa Ana y a Daría Alexievna.

—¿Cómo se le ha ocurrido invitar a ese doctor si apenas le conozco? —había preguntado el príncipe a Lebediev.

—Es un hombre condecorado con la Orden de Santa Ana y estimadísimo, y eso siempre es conveniente —había respondido el funcionario.

Viendo lo encantado que Lebediev se hallaba de su idea, el príncipe rompió a reír. Keller y Burdovsky, con guantes y frac, tenían una apariencia muy aceptable, aunque el primero inquietaba algo a Michkin por sus tendencias francamente combativas y por las belicosas miradas que dirigía a los curiosos estacionados ante la puerta.

A las siete y media Michkin se dirigió a la iglesia en coche. Advirtamos de paso que él tampoco quería separarse de las costumbres: todo se hacía pública y abiertamente, a la vista de todos, «como debía ser»... Conducido por Keller, que dirigía miradas amenazadoras a derecha e izquierda, Michkin atravesó la iglesia en medio de cuchicheos y exclamaciones de la concurrencia y desapareció por unos momentos en el interior del iconostasio. Entonces Keller salió en busca de Nastasia Filipovna. Ante la casa de Daría Alexievna había doble número de mirones que frente a la del príncipe y la actitud de aquel gentío era notoriamente hostil. Cuando Keller subía las escaleras oyó tan desatoradas exclamaciones que se volvió, resuelto a dirigir a la muchedumbre una arenga que no hubiese pecado de suave; pero afortunadamente le interrumpieron Daría Alexievna y Burdovsky, los cuales, saliendo en aquel momento y asiéndole del brazo, le forzaron a entrar en la casa. Keller estaba furioso. Según relató después, Nastasia Filipovna se levantó, miróse al espejo una vez más, hizo observar que estaba «pálida como un cadáver», sonrió «forzadamente» y luego tras inclinarse ante el icono cruzó el umbral. Un gran clamor saludó su aparición. En el primer instante oyéronse risas, aplausos irónicos y hasta algún silbido, pero inmediatamente se produjeron manifestaciones muy diversas.

—¡Qué hermosa está! —gritaban algunos. —No es la primera ni será la última que...

—El matrimonio lo lava todo, estúpidos...

—¡Hurra! —gritaban los cercanos—. ¡A ver quién encuentra una beldad como ésta!

—¡Es una reina! Por una reina como ella yo vendería mi alma —dijo un empleado—. «Mi vida por una noche...» —declamó.

Nastasia Filipovna estaba pálida como el mármol, pero sus grandes ojos negros, fijos en el público, brillaban cual carbones encendidos. La multitud no pudo resistir al influjo de tal mirada y a la indignación sucedieron verdaderos arrebatos de entusiasmo. Ya se abría la portezuela del coche, ya Keller ofrecía el brazo a la novia cuando, de repente, ésta, lanzando un grito, se precipitó en medio de la gente. Los que la acompañaban quedaron inmóviles y mudos de estupor. La multitud se apartó abriendo paso a la joven y entonces, a cinco o seis pasos de la casa, apareció Rogochin. Nastasia Filipovna le distinguió entre la multitud, corrió hacia él como una loca y le cogió ambas manos.

—¡Sálvame! ¡Llévame a donde quieras! ¡En seguida!

En un instante Rogochin la tomó en sus brazos y la transportó a un coche que esperaba allí cerca. En seguida sacó de la cartera un billete de cien rublos y lo tendió al cochero, diciéndole:

—¡A la estación! Si llegamos a tiempo de tomar el tren, te daré cien rublos más.

Saltó al coche donde acababa de hacer entrar a Nastasia Filipovna y cerró la portezuela. El cochero fustigó a los caballos. Todo pasó en unos momentos. Más tarde Keller se disculpó de no haber reaccionado, alegando la estupefacción en que le sumiera acontecimiento tan imprevisto. «Un segundo más y, al recobrar mi presencia de ánimo, no habría permitido semejante cosa», decía contando la aventura. El primer impulso de ambos padrinos fue alquilar un coche que estaba parado junto a la casa y dar caza a los fugitivos, pero en el camino cambiaron de idea.

—Es demasiado tarde —opinó Keller—. No podemos conducirla a la fuerza.

—Además, el príncipe no consentiría una cosa así —añadió Burdovsky.

Rogochin y Nastasia Filipovna llegaron a la estación con el tiempo justo. Apenas apeados del coche, un minuto antes de tomar el tren, Rogochin se acercó a una joven que pasaba por allí, e iba ataviada con un pañuelo de seda a la cabeza y una manteleta obscura, vieja, pero bastante decorosa, y le dijo: