—Le doy cincuenta rublos por estas prendas.
Y le tendió el dinero. La extraordinaria proposición asombró a la joven. Antes de dejarle tiempo a recobrarse, Rogochin le deslizó en la mano los cincuenta rublos y se apoderó de los objetos que codiciaba. Echó la manteleta sobre los hombros de Nastasia Filipovna y le anudó el pañuelo á la cabeza. En el tren, las espléndidas ropas de Nastasia Filipovna habrían atraído la atención de los viajeros, pero la muchacha no comprendió hasta más adelante la causa en cuya virtud le habían adquirido a tal precio unas ropas viejas y sin valor.
La noticia del rapto llegó muy pronto a oídos de la gente congregada en la iglesia. Cuando Keller atravesó la nave para informar al príncipe, una multitud de gentes a quienes no conocía se precipitaron hacia él, preguntándole. Había conversaciones en voz alta, significativos movimientos de cabeza, incluso risas. Nadie abandonó la iglesia: había mucho interés en asistir a la reacción de Michkin. Este, una vez informado, palideció, pero sin testimoniar irritación alguna. Sólo dijo con voz casi ininteligible:
—Lo temía; pero no pensé que llegase a ocurrir. —Y tras unos instantes de silencio, añadió—: Al fin y al cabo, dada su situación, es lo natural.
Keller comentó más adelante que tal juicio era de una «filosofía sin parangón». Cuando Michkin salió de la iglesia muchos observaron que su aspecto era el de siempre y que no parecía nada abatido. Tenía prisa de volver a su casa para hallarse solo, pero no pudo proporcionarse este consuelo. Varios de sus invitados, entre ellos Ptitzin, Gania y el doctor, le acompañaron hasta su morada y penetraron en ella en pos de él. Una multitud de desocupados asediaban literalmente el edificio. Estando aún en la terraza, Michkin oyó un violento tumulto: Keller y Lebediev disputaban airadamente con un grupo de desconocidos, en apariencia gente bastante distinguida, que quería entrar en la casa a viva fuerza. Michkin salió a informarse, apartó suavemente a sus dos amigos y se dirigió con mucha cortesía a un individuo robusto, de cabellos canosos, que se hallaba en pie en los escalones, al frente de la banda, invitándole a que le honrase con una visita. El desconocido caballero quedó desconcertado, pero, aun así, siguió al príncipe. Siete u ocho de sus compañeros hicieron lo mismo y entraron en la casa afectando los modales más desenvueltos que supieron fingir. Pero los restantes quedaron fuera y a poco eran unánimes las censuras para quienes habían osado penetrar. Michkin ofreció asientos a sus visitantes, mandó servir té y entabló conversación con ellos. Todo transcurrió muy correctamente, lo que sorprendió no poco a los intrusos. No faltaron tentativas para encarrilar la conversación hacia el suceso del día, y se pudieron oír preguntas indiscretas y observaciones malignas. Pero Michkin respondía a todo con tanta sencillez y tan afable dignidad, se mostró tan confiado en la discreción y comprensión de todos, que los curiosos acabaron callando espontáneamente. Poco a poco, la conversación se hizo más seria. Cierto caballero, tomando de repente la palabra, declaró con extrema vehemencia lo siguiente:
—Pase lo que pase no venderé mis fincas; aguardaré. ¡Que me cuelguen si no lo hago así! Los negocios valen más que el dinero. Ése es mi sistema económico, señor, si le interesa saberlo.
Como se dirigía al príncipe, éste aprobó tal criterio. Lebediev advirtió al oído de su inquilino que el señor que tan alto proclamaba su decisión de no vender sus bienes no había poseído nunca bien alguno, ni siquiera casa. Así transcurrió cosa de una hora. Después de tomar el té, los visitantes juzgaron que la delicadeza no les permitía continuar más tiempo en la casa. Al marchar, el doctor y el caballero canoso prodigaron al príncipe palabras de amistad y todos se despidieron muy afectuosamente. Además, no faltaron consuelos de este género: «No hay que disgustarse; seguramente ha sido mejor así», etc. Añadamos que algunos jóvenes alocados querían pedir champaña, pero los de más edad los llamaron al orden. Cuando todos se hubieron ido, Keller, inclinándose hacia Lebediev, comentó:
—Tú y yo habríamos dado un escándalo, hubiésemos vociferado, peleado, hecho acudir a la policía. En cambio él se ha ganado nuevos amigos... ¡y qué amigos! Los conozco y...
Lebediev, que se hallaba un tanto «animado», suspiró y dijo:
—¡Oh Señor, tú que has ocultado estas cosas a los prudentes e inteligentes, las has revelado a los niños! Ya antes he empleado este calificativo para el príncipe, pero ahora añado que Dios ha conservado el niño que es en el fondo de su alma. ¡Sí; Dios y todos sus santos le han salvado del abismo!
A las diez y media todos dejaron al príncipe, que tenía dolor de cabeza y necesitaba descansar. Kolia se retiró en último lugar, después de ayudar a su amigo a cambiarse de ropa. Ambos se separaron con mucha cordialidad. Kolia no habló de lo sucedido y prometió volver temprano al día siguiente. Según más tarde explicó, el príncipe, al separarse, no le insinuó nada sobre sus propósitos ulteriores. A poco, la casa quedó casi desierta. Burdovsky había ido a visitar a Hipólito. Keller y Lebediev habíanse encaminado no sabemos adónde. Sólo Vera pasó un rato en los departamentos del príncipe para poner las cosas en orden. Antes de irse, entró por un momento en la estancia donde se hallaba el príncipe, a la sazón junto a una mesa, con la cabeza entre las manos. Ella le tocó un hombro y él la miró con expresión absorta, pareciendo buscar en sus pensamientos. Y cuando la memoria volvió a su mente, empezó a evidenciar una extraordinaria agitación. Al fin rogó a Vera que le llamase a las siete de la mañana, ya que quería ir a San Petersburgo en el primer tren. La joven prometió hacerlo así. Él le suplicó que no lo dijera a nadie y ella lo prometió también. Cuando Vera abría la puerta para marchar, él la retuvo, le cogió las manos la besó en la frente y le dijo: «Hasta mañana», con singular expresión. Así, al menos, se explicó Vera posteriormente. La joven se retiró sintiendo una dolorosa inquietud. El día inmediato, de acuerdo con lo prometido, llamó a la puerta de Michkin y le advirtió que el primer tren salía de allí a un cuarto de hora. La buena cara y la sonrisa que Michkin mostraba cuando abrió la puerta tranquilizaron un tanto a la muchacha. El príncipe había dormido casi sin desvestirse, mas, no obstante, logró conciliar el sueño. Vera fue, pues, la única persona a quien él creyó conveniente y necesario hablar de su viaje a San Petersburgo.
XI
Llegó a la ciudad una hora más tarde, y poco después de las nueve llamaba a la puerta de Rogochin. Había subido por la escalera principal y, acaso en virtud de ello, tardaron bastante en contestar a su campanillazo. Al fin se abrió la puerta del departamento ocupado por la anciana señora Rogochina y en el umbral apareció una sirvienta entrada en años y bastante bien arreglada.
—Parfen Semenovich no está en casa —dijo—. ¿Por quién pregunta?
—Por Parfen Semenovich.
—Está ausente —repuso la criada, mirando al visitante con notable curiosidad.
—¿Quiere decirme si ha pasado la noche aquí? ¿Ha vuelto sólo ayer?
La sirvienta siguió examinando a Michkin con atención, pero no contestó a su pregunta.
—¿No vino ayer, por la noche... Nastasia Filipovna?
—¿Me permite usted preguntarle quién es?
—El príncipe León Nicolaievich Michkin. Soy muy amigo de Parfen Semenovich.
—El señor está ausente —repuso ella, bajando la vista.